El acto de mirar
Las figuras de Giacometti proponen otra lectura del Prado
?Qu¨¦ hacen las figuras de Giacometti metidas en El Prado? Est¨¢n ah¨ª, entre las obras de los maestros antiguos, con su extrema delgadez, casi todas impert¨¦rritas. Hay una de ellas que est¨¢ atrapada en el gesto de dar un paso, ese Hombre que camina II, como si quisiera irse o acometer alguna tarea con una inaudita decisi¨®n y arrojo, pero por lo general da la impresi¨®n de que las hubieran llevado all¨ª para estarse quietas, observ¨¢ndolo todo. ?Y qu¨¦ miran entonces y por qu¨¦ lo miran ahora y c¨®mo les afecta? ?Y qu¨¦ terminan contando por el hecho de estar ah¨ª? Mujer grande I, Mujer grande III, Mujer grande IV, Mujer de pie, todas ellas tan hier¨¢ticas, con los brazos pegados al cuerpo y extra?amente distantes: como si vinieran de un mundo terrible en el que lo hubieran visto todo y que, quiz¨¢ por eso, siguieran mirando y mirando y mirando. Gran cabeza, Eli Lotar III, Lotar II: a veces Giacometti solo ha esculpido una parte del cuerpo, pero toda la intensidad sigue estando colocada en el acto de contemplar. Tambi¨¦n ocurre con El carro, donde a la figura colocada sobre un sencillo taburete depositado sobre el eje que une dos ruedas solo pareciera interesarle lo que otea ah¨ª lejos, en el horizonte.
En un breve ensayo escrito en 1966 y recogido en Mirar, John Berger se ocupa de Alberto Giacometti, que hab¨ªa muerto el 11 de enero de ese a?o ¡ªnaci¨® en 1901¡ª, y empieza refiri¨¦ndose a la fotograf¨ªa de Cartier-Bresson que Paris Match public¨® una semana despu¨¦s de su fallecimiento y en la que aparece cruzando una calle mientras llueve, tap¨¢ndose de cualquier manera con una gabardina. Una imagen que mostraba a ¡°un hombre extra?amente despreocupado por su bienestar¡±, escribe Berger. ¡°Un hombre que llevaba unos pantalones arrugados y unos zapatos viejos. Un hombre cuyas preocupaciones no ten¨ªan en cuenta el cambio de estaciones¡±.
Ese hombre fue el que concibi¨® esas figuras alargadas. Y el que las hizo tan tremendamente fr¨¢giles y, al mismo tiempo, tan fuertes en su imponente dignidad. Han pasado por todo, o fue quiz¨¢ la historia la que les pas¨® por encima con su reguero de destrucci¨®n y dolor, pero ah¨ª siguen, observ¨¢ndolo cuanto ocurre. Berger explica que, para Giacometti, ¡°el acto de mirar¡± era ¡°una forma de oraci¨®n¡± y que ¡°se fue convirtiendo en un modo de aproximarse a un absoluto que nunca consegu¨ªa alcanzar¡±. Escribe Berger: ¡°Era el acto de mirar lo que le hac¨ªa darse cuenta de que se encontraba constantemente suspendido entre la existencia y la verdad¡±.
¡°Pensemos en una de sus esculturas¡±, propone Berger. ¡°S¨®lo hay una manera de llegar a ella: quedarse quieto y mirarla¡±. Pero luego apunta que es la propia escultura la que tambi¨¦n ¡°nos mira¡±, y ¡°que nos seguir¨¢ atravesando, por mucho que nos alejemos¡±.
Ah¨ª est¨¢n en el Prado, pues, las figuras de Giacometti. Una de sus grandes mujeres se concentra en el fondo del pasillo y su mirada se da de bruces con el grupo escult¨®rico de Carlos V y la furia, de Leone Leoni: una potente alegor¨ªa que habla del poder de aquel emperador para dominar el caos, el desorden, la c¨®lera. La mujer grande que est¨¢ a sus espaldas contempla el otro fondo del pasillo de la primera planta y lo que se encuentra es La familia de Carlos IV, en la que Goya retrata los personajes desva¨ªdos de una monarqu¨ªa cansada. De un lado a otro, las figuras de Giacometti contemplan lo que tienen delante y le dan un nuevo sentido a cada obra. El acto suyo de mirar lo atraviesa todo con su presencia y entonces el poder de cada monarca, grande o peque?o, queda reducido a la nada.
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