Los derechos del autom¨®vil
Se toma al coche como s¨ªmbolo de la libertad cuando en realidad el usuario es un juguete de sus designios
El animal humano ha envidiado siempre las alas que no tiene, pero sin apagar nunca el deseo de convertirse en topo. Aunque erigir ciudades implica jugar con la fantas¨ªa de ascender al cielo (bien tom¨¢ndolo por asalto o bien, como quiere una irreverente met¨¢fora, rasc¨¢ndolo), la ciudad no ser¨ªa nada sin sus propias profundidades: las catacumbas, las alcantarillas, las bodegas subterr¨¢neas y los pozos negros son, en efecto, tan urbanos como los tejados, las agujas, los pararrayos y las veletas. En un misterioso pasaje, Dostoievski hace decir a su ¡°hombre del subsuelo¡± que San Petersburgo es ¡°la ciudad m¨¢s abstracta de todo el globo terr¨¢queo¡±. Signifique esto lo que signifique, parece cierto que la verdadera condici¨®n de una ciudad no se descubre vi¨¦ndola desde lo alto, sino desde sus entra?as.
La vocaci¨®n secreta de los tiempos modernos consiste en excavar una perfecta r¨¦plica subterr¨¢nea de la superficie de la ciudad, de modo que el cuerpo urbano est¨¦ incompleto sin la tupida red de arterias gracias a las cuales la circulaci¨®n del subsuelo es m¨¢s viva que la sangu¨ªnea. No fue la metr¨®poli la que hizo necesario el metro, sino el metro quien engendr¨® la metr¨®poli. Por lo com¨²n, agujerear la tierra es obra de la necesidad: proteger del fr¨ªo o de los bombardeos y llegar de un lado a otro con una puntualidad que calles y plazas impiden (siendo el ferrocarril una especie de suced¨¢neo tel¨²rico de las alas) constituyen proezas modernas bien gloriosas, aunque a ratos huelan a agua fecal.
Cuando est¨¢ en manos de la necesidad (horaria o econ¨®mica), el urbanita moderno viaja en metro, mientras que, si recobra la libertad, se apresurar¨¢ a pilotar su propio coche como el capit¨¢n la nave. Privar a alguien de la facultad de llegar con su autom¨®vil al punto de la ciudad que quiera constituye, entonces, un atropello (casi literal) de la libertad, aunque no en el sentido en que esta suele ser tomada, sino en otro m¨¢s siniestro: no es un atentado contra los derechos que uno tiene sobre su coche, sino contra los que este tiene respecto de uno.
Quien decide qu¨¦ coche comprar ejerce, seguramente, el acto paradigm¨¢tico de lo que suele entenderse por libertad de elecci¨®n, y ser¨ªa propio de una sociedad totalitaria ¡ªse dir¨¢ enseguida¡ª usurpar los derechos derivados de tal ejercicio, de modo que, si despu¨¦s de la compra surgen restricciones que impiden usar el veh¨ªculo elegido para llegar a la orilla misma de la tienda en donde se ha decidido seguir eligiendo, eso ser¨¢ un bellaco incumplimiento del contrato t¨¢cito que une al automovilista con la sociedad.
?Que me devuelvan mi dinero quienes se llenan la boca hablando de cambio clim¨¢tico! ?O es que no cabe responder a este reto estimulando innovaciones que incentiven la competitividad y el esfuerzo y que permitan, sobre todo, atenderlas sin salir del coche? ?No saben que donde est¨¢ el peligro crece tambi¨¦n lo que salva? ?Acaso no lo dijo H?lderlin, el mismo que habl¨® de asaltar los cielos?
A grandes peligros, pues, grandes salvaciones: ?por qu¨¦ no seguir agujereando el subsuelo de modo que el coche pueda maximizar, en el centro urbano mismo, su velocidad y su libertad de movimientos? ?O es que esta clase de obras no crea riqueza y empleo de manera espectacular, permitiendo que la superficie quede liberada para ser espacio de ocio, turismo y cultura (y tambi¨¦n de otras clases de comercio, con derecho a aparcamiento subterr¨¢neo)? ?Cabe acaso una inversi¨®n m¨¢s rentable y una aventura m¨¢s cautivadora? Puede que todo esto sea cierto, pero quiz¨¢ olvide la principal verdad del transporte y de la vida urbana. No es un hallazgo que resulte c¨®modo a todos, aunque muchos lo aceptar¨¢n con regocijo c¨ªnico: cuando velas por tus derechos como usuario automovil¨ªstico, los que en realidad defiendes son aquellos que tu coche reclama para s¨ª, arrastr¨¢ndote como a un remolque.
El autom¨®vil ¡ªsu nombre lo dice todo¡ª no quiere l¨ªmites de ning¨²n tipo y te ha elegido a ti para que maximices su uso mientras crees ser su due?o porque escogiste esa marca y ese modelo en lugar de otros. Lo tomas como s¨ªmbolo de tu libertad cuando en realidad eres t¨² el juguete de sus designios. Como sabe que no puede volar, anhela correr sin l¨ªmites por las arterias subterr¨¢neas de su ciudad. No le impidas entrar en el coraz¨®n de la urbe cuando quiera (?el centro es m¨¢s suyo que de nadie!) y, si la superficie le pone obst¨¢culos, abre para ¨¦l todas las profundidades de la tierra. Una vez lo elegiste t¨² a ¨¦l, pero, desde entonces, ¨¦l es tu se?or m¨¢s celoso (tambi¨¦n el m¨¢s deseado) y no ser¨¢s capaz de escatimarle nada de lo que te exija.
Antonio Valdecantos es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa en la Universidad Carlos?III. Sus ¨²ltimos libros son: Sin imagen del tiempo (Abada) y Manifiesto antivitalista (Catarata).
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