¡®Pornoviolencia¡¯ para ni?os
Hay que ense?ar a los peque?os que el abuso es innecesario, que el dolor ajeno tambi¨¦n debe importar
Recuerdo una de esas tardes de verano en que las calles del pueblo se quedaban desiertas a la hora en la que todos los adultos dorm¨ªan la siesta. Una panda de chavales, de entre 8 y 13 a?os, segu¨ªan los pasos de una adolescente. Iban saltando, haciendo bromas que yo no entend¨ªa muy bien, pronunciaban palabras que en mi universo infantil imaginaba prohibidas. Escoltaban a la muchacha hasta un viejo pajar. Se re¨ªan hist¨¦ricamente, narraban lo que ya le hab¨ªan hecho en otras ocasiones. La chica era popular, ten¨ªa un mote, ven¨ªa de familia humilde, y no parec¨ªa tener muchas luces. Le gustaba liderar al grupo de chiquillos, pero al final, cuando aquello, lo que fuera, tocaba a su fin, se quedaba en medio de la calle lloriqueando porque la chiquiller¨ªa se re¨ªa de ella. Aquella tarde pas¨® por la plaza el cura, disolvi¨® a los ni?os dando manotazos al aire, y a ella le puso la manaza en el hombro y la zarande¨®. La llam¨® sinverg¨¹enza. Y puta. Yo nunca hab¨ªa o¨ªdo esa palabra, pero entr¨® en mi vocabulario con la violencia de una piedra.
Las ni?as nos qued¨¢bamos mirando aquello en silencio. Sin saber si deb¨ªamos re¨ªrnos o no, pero sintiendo en nuestro fuero ¨ªntimo una profunda desaz¨®n, una tristeza que a¨²n no encontraba su nombre. Porque la violencia o la burla se ejerc¨ªa con cierta naturalidad, contra los tonticos, los ni?os maricas, los miedosos, los cojillos o esa chica desamparada que para que le hicieran caso prestaba lo ¨²nico que ten¨ªa, su propio cuerpo. En las fiestas, el desmadre grupal se desahogaba con los animales. Cualquier diversi¨®n deb¨ªa ser gregaria. Hab¨ªa que experimentar un m¨ªnimo de violencia para hacerse un hombre y aprender a no tener miedo, o para hacerse una mujer y aprender a tenerlo.
Para m¨ª fue una liberaci¨®n descubrir que hab¨ªa otra manera de acceder a la vida adulta. Que no se trataba tanto de educar a los ni?os envueltos en una asfixiante sobreprotecci¨®n como de ense?arles que el abuso es innecesario, que el dolor ajeno tambi¨¦n debe importar y que en ocasiones darle la espalda al grupo es un acto de valor. Conf¨ªo estar aliviada porque me toc¨® educar a mis hijos en la edad previa a la omnipresencia actual de los m¨®viles en las vidas de los ni?os. No s¨¦ c¨®mo hubiera lidiado con un elemento tan distorsionador ni c¨®mo hubiera reaccionado si hubiera descubierto, como as¨ª les ocurre hoy a algunos padres, que los ni?os que orbitaban en nuestro c¨ªrculo se iniciaban en la sexualidad con porno extremadamente violento. Cada vez que se escribe sobre este asunto nos perdemos en debates est¨¦riles sobre si hay una relaci¨®n directa entre los actos de violencia virtual o f¨ªsica y las im¨¢genes a las que los ni?os acceden. Hay un empe?o soterrado en demostrar que aquello que vemos no influye en absoluto en nuestra manera de actuar. Admitimos, en cambio, que el cine de g¨¢nsteres marc¨® la indumentaria y los aires de los mafiosos, pero nos cuesta poner en cuesti¨®n ese porno en el que se muestran violaciones grupales; se?alamos enseguida como puritanos ¡ªpuritanas, sobre todo¡ª a quienes piensan que habr¨ªa que intervenir con urgencia en aquello que consumen mentes muy tiernas. Los l¨ªmites son civilizatorios, y de padres a hijos son definitivamente actos de amor. No quiere decir que el porno conduzca a una inmediata violaci¨®n, pero ?queremos que los ni?os se diviertan as¨ª y tengan esa idea del sexo? ?Nos parece bien que se eduquen en la violencia gregaria?
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