El ¨²ltimo dandi de T¨¢nger
Esta columnista fue a la ciudad marroqu¨ª atra¨ªda por Christopher Gibbs, el erudito anticuario brit¨¢nico que encarn¨® como pocos al hombre bohemio
Algunos viajan a las ciudades con el deseo de visitar sus monumentos, otros lo hacen tentados por el rastro de sus grandes personajes. Yo fui a T¨¢nger atra¨ªda por Christopher Gibbs, el erudito anticuario brit¨¢nico que encarn¨® como pocos al dandi bohemio del Swinging London y que, en su retiro de la ciudad marroqu¨ª, se convirti¨® en el secreto icono de un mundo decadente y cosmopolita que se extingue. Secreto porque Gibbs no se vende como un suvenir. Dicho de otro modo, no es Paul ni Jane Bowles.
Gibbs falleci¨® hace justo un a?o en su jard¨ªn, rodeado de sus plantas y amigos ¨ªntimos, pocas horas antes de cumplir los 80 a?os. El escenario de la despedida fue su casa de El Foolk, situada en la Monta?a Vieja de la ciudad, con fabulosas vistas al estrecho de Gibraltar y que antes perteneci¨® a la pintora Marguerite McBey. Se suele celebrar su juventud, en la que fue el primer hombre que llev¨® pantal¨®n de campana y camisas con chorreras, el rey de Chelsea que desde su tienda de antig¨¹edades de Sloane Avenue nutri¨® los hogares y la est¨¦tica de los Rolling Stones y de toda una generaci¨®n. Pero a m¨ª me atra¨ªa mucho m¨¢s su imagen de anciano. El pelo blanco, la ropa buena gastada y la mirada azul de aguilucho por encima de las gafas de leer.
Seg¨²n cuenta Tessa Codrington en su libro de fotograf¨ªa El esp¨ªritu de T¨¢nger, Christopher Gibbs ten¨ªa ese mismo ojo de ¨¢guila cuando se plantaba en una subasta. En apenas unos segundos sab¨ªa distinguir entre lo bueno, lo barato y lo mediocre. Y, obviamente, lo peor era siempre lo mediocre. Codrington lo recuerda como un hombre extremadamente t¨ªmido y modesto que odiaba ¡°con pasi¨®n¡± lo pretencioso y a quien nada le resultaba m¨¢s vulgar que la ostentaci¨®n de los ricos, aunque muchos de ellos fueran sus clientes.
Lo cierto es que el estilo de Gibbs, que detestaba la decoraci¨®n, consist¨ªa en mezclar objetos de alt¨ªsimo valor al lado de otros insignificantes, aunque en su caso lo insignificante pod¨ªa ser una copia del siglo XIX de una mesa del XV. Cuando, una vez, le preguntaron por su idea de vivir cada vez con menos record¨® una an¨¦cdota de su amigo el escritor y periodista Bruce Chatwin: ¡°Bruce siempre dec¨ªa que quer¨ªa vivir con lo m¨ªnimo, pero entonces te sorprend¨ªa con una tabaquera hecha para Luis XIV que hab¨ªa estado durante a?os envuelta en un viejo trapo. Sencillamente la quer¨ªa tener y ya no pod¨ªa vivir sin ella¡±.
Expulsado de Eton, empez¨® a viajar a Marruecos en 1958. Vivi¨® de forma intensa los sesenta londinenses y las drogas psicod¨¦licas pero una vez asegur¨® que, aunque fuese sin dormir, cada d¨ªa abr¨ªa su negocio de antig¨¹edades a las nueve de la ma?ana. En aquellos tiempos pod¨ªa discutir hasta una hora con un amigo por la corbata que iba a ponerse ese d¨ªa. Aquel rabioso narcisismo juvenil dio paso a su madurez tangerina. Caroline Donald, que incluy¨® el para¨ªso de Gibbs en su libro El jardinero generoso, record¨® las palabras del ¨²ltimo email suyo que recibi¨®: ¡°Estamos aqu¨ª para aprender, y Dios m¨ªo, a¨²n me queda tanto¡±. D¨ªas despu¨¦s de su muerte, en la casa de Rohuna del escritor, cr¨ªtico y paisajista Umberto Pasti, algunos de los amigos de Gibbs evocaron la despedida final en su jard¨ªn. Sin atreverme a intervenir escuch¨¦ hablar de flores y cosmos, de la belleza final. Un instante feliz, pens¨¦, oculto bajo el inevitable manto sucio de la muerte.
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