Versalles, 1919
De aquella fecha decisiva perviven algunas ideas de quienes ganaron la Gran Guerra, como la necesidad de sistemas de cooperaci¨®n internacional comprometidos con la democracia y los derechos fundamentales
El 28 de junio de 1919, en la galer¨ªa de los espejos del palacio parisiense de Versalles, se firm¨® el primero de los tratados que pusieron fin a la Gran Guerra. All¨ª acudi¨® la delegaci¨®n de la derrotada Alemania, que no hab¨ªa participado en las negociaciones y se vio obligada a rubricar el documento que le pusieron delante. Aquel escenario no era casual: casi medio siglo atr¨¢s, al terminar la guerra franco-prusiana, en ese mismo sal¨®n se hab¨ªa proclamado el imperio alem¨¢n, que unificaba buena parte de los Estados germ¨¢nicos y colocaba a su frente al rey de Prusia. La nueva ceremonia, celebrada asimismo en el recinto que encarnaba el poder¨ªo franc¨¦s de tiempos de Luis XIV, desprend¨ªa pues un aroma a revancha y a humillaci¨®n. Algo similar ocurri¨® con los dem¨¢s acuerdos impuestos a los vencidos, que llevar¨ªan el nombre de otros sitios cercanos: Saint-Germain para Austria, Trianon para Hungr¨ªa, Neuilly para Bulgaria y S¨¨vres para el Imperio Otomano.
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Los tratados fueron el producto de un tenso tira y afloja entre los vencedores. La historiadora Margaret MacMillan, en su libro Par¨ªs, 1919, describi¨® con mano maestra la peripecia de unos meses en los que desfilaron por la ciudad toda clase de personajes, desde la encantadora reina Mar¨ªa, que ayud¨® a hacer de Ruman¨ªa uno de los pa¨ªses m¨¢s beneficiados, hasta el ex¨®tico Feisal, que reclam¨® sin ¨¦xito el cumplimiento de las promesas hechas a los ¨¢rabes. Y, en el centro de las decisiones, los planes del presidente norteamericano Woodrow Wilson, un profesor imbuido de la misi¨®n de difundir por todo el planeta los principios democr¨¢ticos, incluido el de autodeterminaci¨®n de los pueblos; y los del republicano franc¨¦s Georges Clemenceau, obcecado en impedir otro ataque alem¨¢n por medio de un ejemplar escarmiento. A su vera, los brit¨¢nicos, que no compart¨ªan esos afanes punitivos y prefer¨ªan defender su imperio ultramarino; y los italianos, descontentos porque no les adjudicaban suficientes territorios irredentos.
Versalles, sin¨¦cdoque de la paz de Par¨ªs, qued¨® en la memoria de varias generaciones como uno de los momentos cruciales del siglo XX, origen de muchos de sus males. Lejos de clausurar los conflictos que hab¨ªan producido las mayores matanzas que recordaban los europeos, no hizo sino multiplicarlos, por lo que innumerables voces han localizado en su seno el germen de la Segunda Guerra Mundial. Sobre todo, porque, como advirti¨® en su d¨ªa John Maynard Keynes, castig¨® de manera dur¨ªsima a Alemania, declarada culpable en el mismo texto diplom¨¢tico, a la que amput¨® territorios, dej¨® sin apenas ej¨¦rcito y carg¨® con sanciones imposibles de pagar. Se ha convertido en lugar com¨²n vincular, de forma casi autom¨¢tica, el Diktat versallesco con el ascenso del nacionalsocialismo. Y, en general, porque los compromisos de 1919, que cambiaron las fronteras de media Europa y de Oriente Pr¨®ximo al confirmar el hundimiento de los imperios multinacionales, como el austro-h¨²ngaro y el otomano, abrieron de par en par la caja de los truenos del nacionalismo, alimento en las d¨¦cadas siguientes de agravios y rencores. La autodeterminaci¨®n wilsoniana se interpret¨® como el derecho de cada naci¨®n ¨¦tnica a su propio Estado, lo cual, en un entorno de poblaciones mezcladas, garantizaba el caos.
Naciones Unidas y la UE son herederas de quienes creyeron que los contenciosos pod¨ªan resolverse de civilizadamente
Aquellos acuerdos, desde luego, no trajeron la paz. Pues, como ha explicado Robert Gerwarth en Los vencidos, los enfrentamientos armados se prolongaron en muchos pa¨ªses hasta bien entrados los a?os veinte. La revoluci¨®n bolchevique hab¨ªa sacado a Rusia de la guerra continental, pero desencaden¨® un terrible conflicto civil entre los revolucionarios y sus variopintos enemigos, vivero de persecuciones y hambrunas. M¨¢s al sur, los militares turcos no asumieron los recortes territoriales que les inflig¨ªa S¨¨vres y, tras descargar una espantosa violencia sobre griegos, kurdos y armenios, que ven¨ªa a completar intentos anteriores de liquidaci¨®n genocida, lograron que un nuevo tratado garantizara la integridad de la Turqu¨ªa moderna. Las amenazas revolucionarias y los resquemores nacionalistas que recorr¨ªan Europa justificaban, al parecer de sectores conservadores y activistas salidos de las trincheras, la erecci¨®n de dictaduras que destruyeron, en poco tiempo, numerosos reg¨ªmenes liberales y democr¨¢ticos m¨¢s o menos acordes con el esp¨ªritu de Versalles, de Italia a Portugal y de Yugoslavia a Polonia. La neutral Espa?a no se libr¨® de esta ola autoritaria, que cuaj¨® en el golpe del general Primo de Rivera y su repugnancia por un constitucionalismo ya centenario.
Sin embargo, no todas las previsiones de Versalles fallaron. La Sociedad de Naciones, ni?a de los ojos de Wilson, arranc¨® con mal pie, porque el Congreso de Estados Unidos ¡ªdominado por sus adversarios¡ª no ratific¨® el tratado. Pero la organizaci¨®n internacional, moldeada por los valores de transparencia, arbitraje y respeto a los l¨ªmites fronterizos, dio pasos importantes en pro de las minor¨ªas nacionales, atrapadas en peque?os Estados no menos opresores que los imperios ca¨ªdos; integr¨® a Alemania, ahora una rep¨²blica democr¨¢tica y social; y emprendi¨® una decidida campa?a de desarme. Hacia 1926, el continente parec¨ªa estabilizado y, con ayuda norteamericana, en pleno desarrollo econ¨®mico, el de los happy twenties; mientras los ministros de Asuntos Exteriores alem¨¢n y franc¨¦s, Gustav Stresemann y Aristide Briand, ganaban el Premio Nobel de la Paz ¡ªel mismo que hab¨ªa obtenido Wilson en 1919¡ª por sus esfuerzos en favor del entendimiento europeo. Hasta el pago de las reparaciones llevaba camino de arreglarse. Solo la profunda depresi¨®n desencadenada tres a?os m¨¢s tarde liquid¨® estos progresos y aup¨® a Adolf Hitler al poder.
El aislacionismo y las iniciativas unilaterales, las fanfarronadas y la xenofobia socavan el valioso legado
De aquella fecha decisiva a¨²n quedan rescoldos. Nuevos nacionalistas, en la Hungr¨ªa presa del llamado s¨ªndrome de Trianon, exhiben el mapa de sus territorios perdidos en 1919, sin reconocer que en muchos de ellos habitaban gentes hartas de la magiarizaci¨®n forzosa. En Irak o Siria todav¨ªa recuerdan el tratado Sykes-Picot de 1916, en el que Gran Breta?a y Francia se repartieron las regiones otomanas, ratificado por los mandatos neocoloniales de la Sociedad de Naciones. Pero tambi¨¦n perviven algunas de las ideas wilsonianas, las de quienes ganaron la Gran Guerra en nombre de la justicia y la libertad frente a la tiran¨ªa. Como la necesidad de sistemas de cooperaci¨®n internacional multilaterales y fiables, comprometidos con la democracia y atentos a la violaci¨®n de derechos fundamentales. En cierto modo, tanto Naciones Unidas como la tambaleante Uni¨®n Europea son herederas de quienes creyeron, hace un siglo en Versalles, que los contenciosos entre vecinos pod¨ªan resolverse de un modo civilizado y que la diplomacia abierta y el comercio deb¨ªan presidir las relaciones entre naciones libres. El aislacionismo y las iniciativas unilaterales, las fanfarronadas y la xenofobia ¡ªhoy rampantes en Estados Unidos, Rusia y varios Gobiernos europeos¡ª socavan ese valioso legado.
Javier Moreno Luz¨®n es catedr¨¢tico de Historia en la Universidad Complutense de Madrid.
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