El himno a la alegr¨ªa
Lejos de aburrirnos, la construcci¨®n europea deber¨ªa apasionarnos. En Espa?a no faltan las piezas para montar, con la imprescindible energ¨ªa, nuestra parte del artefacto europeo. No es un mal comienzo pensar que Europa es nuestra patria
Cualquier profesor de historia contempor¨¢nea sabe que, cuando llega el turno de estudiar la integraci¨®n europea, el aburrimiento de los estudiantes resulta casi inevitable y lo mismo podr¨ªa decirse del p¨²blico que se acerca a ese proceso. Frente a las emociones que acompa?an el an¨¢lisis de dictaduras totalitarias, guerras, revoluciones y genocidios, el paulatino tejer y destejer de las comunidades internacionales fundadas all¨¢ por los a?os cincuenta del siglo XX, convertidas m¨¢s tarde en la Uni¨®n actual, apenas suscita un tenue inter¨¦s. Aquellos pol¨ªticos encorbatados, tan dif¨ªciles de distinguir, carecen del poder hipn¨®tico de los caudillos de uniforme; los diferentes tratados y referendos no tienen el atractivo de las masas en movimiento y de las ruinas tras un bombardeo. En definitiva, el despegue de una Europa unida, o al menos integrada, no despierta gran empat¨ªa. Ni siquiera cuando se pone en tela de juicio su mantenimiento.
Sin embargo, la legitimidad de las instituciones pol¨ªticas, de manera muy especial la de las democr¨¢ticas, precisa de v¨ªnculos afectivos que, expresados a trav¨¦s de s¨ªmbolos y rituales, den alguna cohesi¨®n a la sociedad concernida. Es decir, si se quiere avanzar por el camino del europe¨ªsmo parece imprescindible la presencia y la difusi¨®n de una identidad europea, compartida y flexible, en todo caso m¨¢s s¨®lida que la existente. Lo que no est¨¢ tan claro es c¨®mo lograrlo. Servir¨ªa de orientaci¨®n lo que ya sabemos acerca de c¨®mo se construyen otras identidades colectivas, como las naciones, que andan sobradas de emotividad y cuya pujanza est¨¢ detr¨¢s de muchos de los contenciosos que resquebrajan hoy el continente. Seg¨²n la historiadora Anne-Marie Thiesse, todas las naciones se han armado de acuerdo con un m¨¦todo que ella denomina IKEA, en el que siempre se emplean piezas similares aunque el resultado sea distinto en cada lugar. Veamos cu¨¢les podr¨ªan ser esos elementos.
La legitimidad de las instituciones pol¨ªticas precisa de v¨ªnculos afectivos
Para empezar, ayudan, y mucho, las pol¨ªticas de la memoria. Tony Judt, el autor que ha contado de manera m¨¢s convincente la evoluci¨®n de Europa despu¨¦s de 1945, se?alaba la convergencia entre la Alemania occidental, que pon¨ªa los recursos econ¨®micos, y Francia, que traslad¨® sus dise?os estatales al conjunto, como el engranaje b¨¢sico del mecanismo comunitario. Pero esta m¨¢quina no habr¨ªa funcionado de no ser por el recuerdo, inmediato y doloroso, de la cat¨¢strofe b¨¦lica y, sobre todo, de los horrores que representaba ¡ªmejor que ning¨²n otro acontecimiento¡ª el Holocausto. La matanza sistem¨¢tica de millones de personas a cargo del Estado alem¨¢n y sus aliados, por el mero hecho de ser jud¨ªos ¡ªo gitanos, discapacitados, homosexuales, comunistas, etc¨¦tera¡ª, sirvi¨® de incentivo al acercamiento, hasta entonces inveros¨ªmil, entre eternos enemigos. Como ha observado la especialista Aline Sierp, desde la d¨¦cada de 1990 hay abundantes s¨ªntomas de europeizaci¨®n en las conmemoraciones de hechos terribles. Y se extienden, cada 27 de enero, las ceremonias que evocan la liberaci¨®n de Auschwitz. Los homenajes a las v¨ªctimas de la barbarie, no hay duda, refuerzan una Uni¨®n sustentada sobre la defensa de los valores democr¨¢ticos.
Por otro lado, los s¨ªmbolos, fundamentales en estos quehaceres identitarios, adolecen en Europa de una cierta debilidad. La bandera de las estrellas amarillas sobre fondo azul, por ejemplo, se asocia con despachos y balcones, y con las obras p¨²blicas financiadas por la Uni¨®n, pero hasta hace poco no se enarbolaba en grandes manifestaciones populares. Algo que ha comenzado a cambiar: en Hungr¨ªa, donde el Gobierno ultranacionalista persigue a una universidad europea; o en Polonia, contra los gobernantes eur¨®fobos, ha flotado sobre las multitudes. Mucho menos usado, el Himno a la alegr¨ªa de Beethoven ¡ªel oficial de la UE¡ª tambi¨¦n se ha o¨ªdo en actos callejeros. La toma de posesi¨®n del presidente franc¨¦s Emmanuel Macron, en 2017, exhibi¨® sus posibilidades. Pero escasean los museos, monumentos y proyectos europe¨ªstas, y casi nadie sabe que el 9 de mayo se celebra la fiesta de Europa, merecedora de mayor atenci¨®n. Contaminado el euro por una pol¨ªtica monetaria despiadada, los emblemas continentales de mayor calado hay que buscarlos en el programa Erasmus, que ha hecho m¨¢s por la europeidad de sus numerosos beneficiarios que cualquier otra iniciativa; y, en el plano banal, en eventos como el festival de Eurovisi¨®n.
El despegue de una Europa unida, o al menos integrada, no despierta gran empat¨ªa
A la memoria y los s¨ªmbolos cabr¨ªa a?adir rasgos culturales, que en su mayor¨ªa, y a falta de una ¨²nica lengua, contienen un potencial tan excluyente que es mejor no tocar, como la religi¨®n, dinamita en un entorno tan diverso. Solo el cultivo de la tolerancia y el respeto a los derechos y libertades de cada uno, ligados al modelo social europeo y sellados en los textos fundacionales de la Uni¨®n, adquieren la dimensi¨®n necesaria, m¨¢s c¨ªvica que ¨¦tnica, para levantar el edificio. Una comunidad cosmopolita, al estilo de la que ha pregonado J¨¹rgen Habermas para salir del atolladero. En cualquier caso, la exploraci¨®n del peso de la identidad europea en diversos pa¨ªses muestra que solo ha prendido con fuerza all¨ª donde se ha conjugado de forma eficaz con las respectivas identidades nacionales. En Francia, donde se ve¨ªa Europa como una superestructura que garantizaba el despliegue de la grandeur en el mundo; o en Italia, cuando su opini¨®n todav¨ªa confiaba en Bruselas para superar sus problemas seculares. En cambio, en Reino Unido se reg¨® con esmero una diferencia que solo conceb¨ªa los organismos europeos como herramientas econ¨®micas, lo cual ha facilitado el Brexit.
En Espa?a no faltan las piezas para montar, con la imprescindible energ¨ªa, nuestra parte del artefacto europeo. Contamos con un pasado traum¨¢tico, menos alejado del de otros pa¨ªses de lo que suele creerse. El campo nazi de Mauthausen, llamado de los espa?oles, en el cual murieron asesinados miles de compatriotas, ofrece una prueba contundente. La ense?a europea ha ondeado en las concentraciones contra el independentismo catal¨¢n y puede encarnar la superaci¨®n del conflicto nacionalista: ¡°?Aquesta es la nostra estelada!¡±, proclamaba Josep Borrell en Barcelona. Hasta disponemos de una buena letra en castellano, la de Miguel R¨ªos que cantaron varias generaciones, para el Himno a la alegr¨ªa. Y, por encima de otras circunstancias, algunas de las tradiciones intelectuales y pol¨ªticas espa?olas m¨¢s influyentes, desde la Instituci¨®n Libre de Ense?anza y la generaci¨®n de 1914, han sido europe¨ªstas. Para confirmarlo basta citar la vigencia en la transici¨®n a la democracia de la m¨¢xima orteguiana ¡ª¡°Espa?a era el problema, Europa la soluci¨®n¡±¡ª que propuls¨® los deseos de ingresar en las comunidades. De manera que, lejos de aburrirnos, la construcci¨®n europea deber¨ªa apasionarnos. El presidente del Gobierno se ha estrenado afirmando que ¡°Europa es nuestra nueva patria¡±. Tal vez no sea una mala idea.
Javier Moreno Luz¨®n es catedr¨¢tico de Historia en la Universidad Complutense de Madrid.
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