Fin a la hipocres¨ªa colectiva
La perversi¨®n de nuestra sociedad de la abundacia es que para mantenar las condiciones de vida, se hace necesario da?ar a otros. Para gozar de sus peque?as libertades, tienen que privar a otros de las suyas
El populismo de derechas est¨¢ arrasando en Europa. Mientras que en pa¨ªses como Italia o Hungr¨ªa ya se ha asentado en los respectivos Gobiernos nacionales, en otros ¡ª¨²ltimamente Espa?a incluida¡ª est¨¢ dominando el discurso p¨²blico e institucional sobre la inmigraci¨®n y el trato a los refugiados. Muchos observadores est¨¢n convencidos de que el auge populista radica en la depresi¨®n econ¨®mica y la precariedad laboral de crecientes estratos sociales en los pa¨ªses ricos. Pero mientras las desigualdades sociales, efectivamente, han aumentado en toda Europa en la ¨²ltima d¨¦cada, los datos socioecon¨®micos no pueden explicar por qu¨¦ el populismo est¨¢ en alza tambi¨¦n entre las clases medias y en zonas sociales que no se ven afectadas por la inseguridad social. ?Qu¨¦ es lo que est¨¢ alimentando la oleada populista en lugares tan diferentes y distantes como Dinamarca y Polonia, Austria y Reino Unido?
La respuesta es que, en toda Europa, la gente se est¨¢ dando cuenta de que el modelo de reproducci¨®n social que se ha establecido en el mundo occidental, el modelo social de capitalismo democr¨¢tico que ha resultado en niveles in¨¦ditos de prosperidad econ¨®mica y estabilidad pol¨ªtica, est¨¢ llegando a sus l¨ªmites y no se prolongar¨¢ indefinidamente. Ahora que la creciente migraci¨®n global est¨¢ llegando a las puertas de Europa, ahora que millares de personas mueren ahogadas en el Mare Nostrum, ahora que el cambio clim¨¢tico se est¨¢ notando no solo en alg¨²n atol¨®n lejano del Pac¨ªfico, sino tambi¨¦n en nuestras latitudes: ahora es el momento en el que finalmente nos damos cuenta de que estamos viviendo como en otro mundo, en un lugar que hasta ahora estaba protegido de la miseria del resto del globo. Vivimos en una posici¨®n privilegiada que poco a poco estamos perdiendo.
La distribuci¨®n asim¨¦trica de condiciones de vida entre los pa¨ªses que nos hemos acostumbrado a llamar ¡°desarrollados¡± y el mundo presuntamente ¡°en desarrollo¡± radica en desigualdades geopol¨ªticas que se han establecido durante siglos ¡ªen la ¨¦poca que se conoce por el nombre de ¡°modernidad¡±¡ª. Pero resulta que nuestra modernidad la hemos construido a trav¨¦s de la colonialidad, a modo de adue?arnos del trabajo, las tierras, la sabidur¨ªa, la vida de otros pueblos. Se sabe que ese proceso ha sido extremadamente violento y sangriento, pero con el tiempo ha sido ¡°racionalizado¡± y las asimetr¨ªas econ¨®micas, ecol¨®gicas y sociales han quedado institutionalizadas en forma de reg¨ªmenes pol¨ªticos transnacionales, desde el Fondo Monetario Internacional hasta la Organizaci¨®n Mundial del Comercio o el Acuerdo de Par¨ªs. Bas¨¢ndose en esa constelaci¨®n geopol¨ªtica y en su poder¨ªo militar, ha sido posible para las sociedades occidentales construir una estructura socioecon¨®mica que solo funciona a costa de terceros. Un modo de producci¨®n y consumo que obedece a una racionalidad irracional, porque no puede dejar de producir da?os materiales para seguir funcionando.
Nuestra modernidad la hemos construido adue?¨¢ndonos del trabajo, las tierras o la sabidur¨ªa de otros pueblos
Las sociedades de capitalismo democr¨¢tico son sociedades externalizadoras. Su reproducci¨®n opera a trav¨¦s de un complejo de mecanismos, empezando por la apropiaci¨®n de recursos, particularmente recursos humanos y naturales, a costa de expropiar pueblos y tierras en otras partes del mundo. Estos recursos son explotados para extraer beneficios financieros de ellos, beneficios que en un intercambio desigual recaen sistem¨¢ticamente en una parte de la relaci¨®n econ¨®mica. Ese sistema de expropiaci¨®n y explotaci¨®n, sin embargo, es viable solo porque a la parte m¨¢s poderosa de esta relaci¨®n le es posible desvalorizar los recursos en cuesti¨®n, neg¨¢ndoles al trabajo y a la naturaleza de los pa¨ªses ¡°subdesarrollados¡± el valor y el precio que les ser¨ªan atribuidos si provinieran de las regiones ¡°desarrolladas¡±. Una vez utilizados, los costes del aprovechamiento de los recursos ajenos ¡ªcostes econ¨®micos, sociales, ecol¨®gicos¡ª son exteriorizados, reservando la ¡°productividad¡± de ese modelo de reproducci¨®n para las econom¨ªas m¨¢s ¡°competitivas¡±, mientras que su destructividad debe ser procesada por las econom¨ªas m¨¢s vulnerables. Para evitar que las repercusiones negativas de su modelo de reproducci¨®n puedan recaer en s¨ª mismas, las sociedades externalizadoras intentan cerrar el espacio econ¨®mico y social propio, controlando el flujo de mercanc¨ªas y, sobre todo, de personas por sus fronteras. Y, finalmente, para completar la cosa, los pa¨ªses explotadores y externalizadores tratan de obscurecer y enmascarar todos los mecanismos mencionados, construyendo el imaginario social de un mundo en el que el ¡°progreso¡± del Oeste se debe a sus propias fuerzas y capacidades: al ingenio de sus empresas, al empe?o de sus trabajadores, a la construcci¨®n de su orden institucional.
Las sociedades ricas de este planeta operan con una doble moral, una hipocres¨ªa estructural. Siendo sociedades externalizadoras, viven con la verdad negada de la historia de su supuestamente imparable ascenso mundial. Su ¨¦xito econ¨®mico y su riqueza colectiva se basan en la extracci¨®n de minerales y de las plantaciones industriales en otras regiones del mundo, en el trabajo de 150 millones de ni?os alrededor del globo, en la destrucci¨®n indiscriminada de la selva tropical. No hay una producci¨®n y menos un consumo ingenuos en Europa. Los ciudadanos europeos vivimos en sociedades que hacen trabajar, o bien ilegalmente o bien en condiciones legales, pero miserables, a migrantes africanos en sus huertas industriales o a migrantes latinoamericanas en sus casas particulares ¡ªy que al mismo tiempo declaran que no pueden acoger refugiados porque est¨¢n ¡°al l¨ªmite¡± de sus capacidades¡ª.
En Europa vivimos en una posici¨®n privilegiada que poco a poco estamos perdiendo
Al mismo tiempo, los ciudadanos de las sociedades externalizadoras no queremos saber cu¨¢les son las condiciones estructurales de nuestro modo de vivir, ni queremos saber tampoco de sus inevitables efectos. Es m¨¢s, los que vivimos en los pa¨ªses ricos del planeta estamos en una posici¨®n de no tener que saber lo que est¨¢ pasando, lo cual es un importante recurso de poder. Un recurso que los ciudadanos de estos pa¨ªses poseen colectivamente, a¨²n perteneciendo a los estratos menos privilegiados de sus sociedades nacionales.
Parad¨®jicamente, esta posici¨®n contradictoria de las clases subalternas en las sociedades externalizadoras puede ser una de las llaves para cambiar las cosas. Porque la perversi¨®n de nuestro modo de vida est¨¢ en que incluso los m¨¢s m¨ªseros y perjudicados en nuestras sociedades de la abundancia, para vivir la vida que viven, tienen que da?ar a otros. Para gozar de sus peque?as libertades tienen que privar a otros de las suyas. Siendo los m¨¢s pobres y desprivilegiados de nuestras sociedades, se preguntar¨¢n c¨®mo es posible que, no sabiendo c¨®mo llegar a finales de mes, s¨ª saben que si de alg¨²n modo lo quieren lograr ser¨¢ a costa de gente con unas condiciones de vida a¨²n mucho m¨¢s miserables que las suyas. ?Por favor, c¨®mo puede ser esto? Y la respuesta es: pues es como funciona la sociedad de la externalizaci¨®n.
Nuestra vida diaria y todo el orden institucional de las sociedades occidentales est¨¢n ¨ªntimamente relacionados con procesos de externalizaci¨®n. Por ello, iniciar un proceso de transformaci¨®n de nuestro modelo de producci¨®n y consumo equivale a un acto heroico. Renunciar a los beneficios de la externalizaci¨®n es renunciar a la vida a la que estamos acostumbrados y a la que muchos creemos tener un derecho casi legal a sostenerla. Hemos incorporado colectivamente las normas del individualismo liberal, e insistimos en la libertad individual de consumir cuando, donde y como queramos. En consecuencia, lo que se necesitar¨ªa para salir del dilema de la externalizaci¨®n ser¨ªa algo equivalente a una revoluci¨®n cultural. Porque una cosa est¨¢ bien clara: al mundo no lo cambiamos a base de decisiones individuales de no usar las libertades que se nos ofrecen y de restringir nuestro consumo de energ¨ªa o de recursos naturales. Las cosas solo cambiar¨¢n si colectivamente decidimos dejar de producir millares de cosas que restringen o anulan las libertades de otros. Lo que har¨¢ falta es un nuevo contrato social: juntos convenimos que no queremos seguir viviendo a costa de otros.
Stephan Lessenich es soci¨®logo.
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