Cuando empezamos a ser marqueses
El instante en el que se descubre el c¨ªrculo virtuoso de la desprotecci¨®n y condiciones enfermizas de un trabajador: su empresa ha creado un servicio innecesario cuyos clientes consideran imprescindible
Tiene raz¨®n Oscar Pierre, fundador de Glovo, al quejarse de la ¡°agresiva¡± regulaci¨®n espa?ola que pretende que una empresa haga contratos a sus empleados. Penaliza al emprendedor, desacelera su crecimiento y castiga ideas originales, como hacer recados. Con semejante panorama es agresivo hasta un sem¨¢foro en rojo.
Glovo, y tantas como Glovo nacidas al calor de las aplicaciones del subsuelo laboral, intenta que el servicio que presta se deba a unas exigencias proporcionales. De este modo, si Glovo cree que nadie hace un contrato a un chico en bici llevando un paquete de tabaco de un lado a otro, el Gobierno debe entender que cualquier regulaci¨®n al respecto es absurda. As¨ª, lo que es celo por la ley se convierte en ¡°agresividad¡±, como un servicio de explotaci¨®n de presuntos falsos aut¨®nomos es ¡°econom¨ªa colaborativa¡±.
L¨®gica tiene, aunque perversa, y en esa perversa l¨®gica tiene m¨¢s que ver la demanda que la oferta. No en vano servicios como estos han convertido en necesidad lo que siempre fue comodidad o lujo. El momento en que ir a recoger unas llaves dej¨® de ser un recado inc¨®modo y pudo ser algo de lo que se encargase otro, se dio la oportunidad a plataformas como estas, aprovechando la facilidad de la tarea, de tejer una red precaria otorgando una libertad ilusoria a sus empleados eternamente controlados. Como lo puede hacer cualquiera, lo hace cualquiera cobrando cualquier cosa.
Lo que nos lleva a nosotros, el m¨¢s amargo de los destinos. A m¨ª mismo, que observo que he usado Glovo hace un a?o para que alguien me trajese a casa una comida que ten¨ªa a 300 metros. Por fr¨ªo, por lluvia, por resaca, por no levantarme de la cama: no tengo ni idea, pero seguro que alguna de estas cosas, m¨¢s grave si cabe teniendo en cuenta que no solo no me importa bajar en pijama, sino que hago vida directamente con ¨¦l. Pero ah¨ª est¨¢s, llamando. Ni siquiera por consuelo de que el repartidor estar¨¢ ganando dinero, sino como consolidaci¨®n de un modelo que nunca lo sacar¨¢ de la precarizaci¨®n en la medida en que enriquezca a su empresa y te haga a ti m¨¢s f¨¢cil la vida.
De este modo, lo que era una urgencia que una aplicaci¨®n te pod¨ªa solventar (desplazar por ti algo que ni t¨² ni un amigo o familiar puede hacer) se transforma en un peque?o lujo hasta convertirse en algo imprescindible (tienes un ej¨¦rcito a tu disposici¨®n, podr¨ªas hacer que alguien te ponga la pasta de dientes en el cepillo cada ma?ana). Cuando eso ocurre, lo que era una cosa extraordinaria en tu vida ya es un derecho; a menudo, un derecho adquirido. Algo que estuvo siempre ah¨ª, que no se concibe no tener. Y el repartidor no es tal, sino una bicicleta con habilidades para desempaquetar y decir ¡°gracias a usted¡±.
En ese instante comienza la perversi¨®n: las contestaciones desagradables, las llamadas enfurecidas, el repartidor que tuvo un accidente y llam¨® para contarlo, expresando la empresa su preocupaci¨®n por el estado de las pizzas y present¨¢ndose el cliente de mal humor en la carretera para recogerlas ¡°¨¦l mismo¡±. El instante en el que se descubre el c¨ªrculo virtuoso de la desprotecci¨®n y las condiciones enfermizas de un trabajador: su empresa ha creado un servicio innecesario cuyos clientes consideran imprescindible. Y han definido como agresivo el contrato cuando agresivo, en realidad, es pedir cosas para las que t¨² antes ten¨ªas que bajar en un ascensor.
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