El almac¨¦n de ideas
Se equivocan los que dominan la calle si creen que tienen el mundo a sus pies
En 1920, un muchacho con la cabeza llena de p¨¢jaras literarias conoci¨® a Franz Kafka. Fue gracias a su padre, que trabajaba con ¨¦l en el Instituto de Seguros contra Accidentes de Trabajo, en Praga. Un d¨ªa le pidi¨® a su hijo que fuera a su despacho, quer¨ªa darle una sorpresa. Gustav Janouch ten¨ªa 17 a?os, se enter¨® en ese momento de que su padre conoc¨ªa sus poemas y que se los hab¨ªa dado, adem¨¢s, a leer a un colega suyo, al que tambi¨¦n le interesaba la literatura. Fueron a verlo. Era ¡°un hombre alto y delgado¡±, cuenta, hicieron buenas migas. El muchacho lo empez¨® a visitar con frecuencia, sal¨ªan de paseo, hablaban de lo divino y lo humano (y de libros), re¨ªan mucho. Janouch lo apuntaba todo, y un d¨ªa termin¨® publicando aquellas conversaciones.
El joven aprendiz de poeta llevaba un diario y ten¨ªa ¡°un almac¨¦n de ideas¡±. All¨ª apuntaba, o guardaba, relatos y poemas, notas variopintas, recortes de peri¨®dicos y revistas, proyectos. Todo sin orden ni concierto. No es mal plan para imitarlo.
Se podr¨ªa copiar de sus Conversaciones con Kafka aquello que les ocurri¨® un d¨ªa cuando paseaban. Se encontraron con una multitud que avanzaba cantando y llevando una gran cantidad de banderas rojas. El muchacho reaccion¨® fascinado: ¡°Es la fuerza de la Internacional¡±, coment¨® sonriendo. El ¡°doctor Kafka¡± no lo ve¨ªa tan claro y le pregunt¨® si no estaba sordo: ¡°?No oye lo que canta esa gente? Son canciones claramente nacionalistas de la vieja Austria¡±. Sobre las banderas observ¨® que no eran m¨¢s que ¡°un envoltorio nuevo para pasiones viejas¡±. Kafka arrastr¨® al joven Janouch por una peque?a callejuela y sortearon el barullo. Ya m¨¢s tranquilos, le confes¨®: ¡°No soporto estos ruidosos tumultos callejeros. En ellos se halla latente todo el horror de nuevas guerras de religi¨®n, aunque sin Dios, que empiezan con banderas, canciones y m¨²sica y acaban con sangre y violencia¡±.
El muchacho insisti¨® en que se trataba de manifestaciones pac¨ªficas. ¡°S¨®lo hay sangre en las morcillas de los charcuteros¡±, a?adi¨® con la m¨¢xima convicci¨®n. Kafka, m¨¢s esc¨¦ptico, le contest¨® que en Praga las cosas iban m¨¢s lentamente. Todo se andar¨¢, vino a decirle despu¨¦s. Y se refiri¨® a su tiempo como ¡°una ¨¦poca de maldad¡±. A?adi¨®: ¡°En estos mismos momentos, se est¨¢ hablando de patria, cuando en realidad ya hace mucho que las ra¨ªces de los hombres fueron arrancadas de la tierra¡±.
En otra ocasi¨®n, Kafka y el muchacho volvieron a toparse con un gran grupo de trabajadores con banderas y estandartes. ¡°Estas gentes est¨¢n tan convencidas y seguras de s¨ª mismas, y de tan buen humor¡¡±, dijo Kafka. ¡°Dominan la calle y creen que por eso dominan el mundo. Pero est¨¢n equivocadas. Tras ellas ya est¨¢n los secretarios, funcionarios y pol¨ªticos profesionales, todos los sultanes modernos a quienes les est¨¢n preparando el camino al poder¡±. Kafka era un antiguo, qu¨¦ es eso de ¡°sultanes¡±. Pero venga, que se incluya tambi¨¦n este comentario en el almac¨¦n de ideas.
Eso s¨ª, habr¨¢ que a?adir algo del d¨ªa. Quiz¨¢ sirva lo que se recog¨ªa ayer en un reportaje de este peri¨®dico. Se ocupaba de eso que los independentistas de Catalu?a llaman Tsunami Democr¨¤tic. Y de sus recursos tecnol¨®gicos. Hay un grupo dirigente en alg¨²n lugar que emite mensajes y decide acciones, se explicaba, y en otro sitio un mont¨®n de gente los recibe y, diligentemente, ejecuta las ¨®rdenes. No se dec¨ªa nada de sultanes, son otros tiempos.
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