La estricta observancia
Algunas cosas esenciales de la vida son, qu¨¦ le vamos a hacer, inasequibles a la raz¨®n instrumental
Hay un tipo de lucidez que resulta extempor¨¢nea. Avenirse a esperar a los Reyes Magos con el sobrino de siete a?os no es un rasgo de infantilismo; conmemorar el solsticio de invierno para dar en los morros a la abuela pudibunda, s¨ª. Como afirma una entrada del diario de Stendhal, fechada en noviembre de 1804, a los corazones m¨¢s vehementes se les escapa lo c¨®mico y, tambi¨¦n, lo ingenuo.
De los petardos a las molestas luces, pasando por los villancicos, las compunciones disp¨¦pticas, los ni?os y el consumismo, todo son motivos para aislarse en una torre de marfil durante los ¨²ltimos d¨ªas de diciembre. Y, sin embargo, ?hay algo m¨¢s cargante que el resabio machac¨®n y la iron¨ªa constante de quienes recelan de las celebraciones navide?as? ?Algo m¨¢s fatigoso que las acostumbradas cr¨ªticas al a?o nuevo y sus desafueros?
<IL>Sostiene Javier Gom¨¢ en Ingenuidad aprendida que ¡°un exceso de lucidez corre el riesgo de ser paralizante, de mineralizar aquello que toca, de transformarlo en ex¨¢nime estatua de sal¡±. Para los adultos, la buena ingenuidad ser¨ªa consciente, cr¨ªtica y, sobre todo, libremente elegida. Probablemente el t¨¦rmino medio estribe en aquello que prescrib¨ªa el Evangelio: ser inocentes como palomas y astutos como serpientes. Pero, puestos a elegir, coincido con Gom¨¢ en que mejor es pecar de ingenuidad, aunque esto resulte rid¨ªculo, que pasarse de listo y acabar tan inerte y macilento como la mujer de Lot.
</IL>Es en el mercado, y no en el ¨¢gora, donde el sabio se distingue del farsante. No era por falsa humildad que S¨®crates se paseaba por talleres y tenduchos, interes¨¢ndose por las ruecas de los telares y los utensilios de los carniceros. Si hubiera dedicado su tiempo por entero a la especulaci¨®n de ideas abstractas, con las posaderas c¨®modamente instaladas en los vellones de un cumulonimbo, seg¨²n la jocosa descripci¨®n de Arist¨®fanes en Las nubes, no habr¨ªa sido un sabio sino, m¨¢s bien, un completo idiota.
La lucidez extempor¨¢nea viene tambi¨¦n desaconsejada por una cuesti¨®n de modales. Un conocido decidi¨® enarbolar las estad¨ªsticas de divorcios en Espa?a a modo de risue?a excusa para ausentarse de la boda de un amigo com¨²n. Inexcusable fue su groser¨ªa. Al fin y al cabo, la cortes¨ªa m¨¢s elemental nos obliga a pasar por el ojo de aguja de ciertas convenciones. La m¨¢s b¨¢sica puede resumirse en que hay un tiempo para todo. Acudir al carnaval con traje de etiqueta es, en puridad, tan inapropiado como ir a la notar¨ªa disfrazado de arlequ¨ªn. Pero el segundo caso, a diferencia del primero, no mueve a la risa.
Alguien habr¨¢ que oponga la siguiente r¨¦plica: y ser ingenuos, ?para qu¨¦? La respuesta es prosaica: para nada. Algunas cosas esenciales de la vida son, qu¨¦ le vamos a hacer, inasequibles a la raz¨®n instrumental. Quien busque beneficio alguno al ejercitarse en ciertas lides realizar¨¢ ¡°pat¨¦ticos ejemplos de largas incubaciones que no producen polluelo alguno¡±, como dice la mordaz George Eliot en Middlemarch. ?De qu¨¦ sirve contemplar Las meninas, escuchar El clave bien temperado o disfrutar de cualquier otra obra de esas ¡°artes sin utilidad¡± que, seg¨²n Kant, tienen una ¡°finalidad sin fin¡±? Pues de nada en absoluto.
La vida es juego, como rezaba un viejo programa de televisi¨®n, y resulta preceptiva la observancia de sus reglas para no desalentarse. Quien juega tiene adversarios, pero no enemigos, y libra combates, pero no guerras, e intuye que en ocasiones es mejor andar a humo de pajas, como dir¨ªa Cervantes, que con la frente arrugada y el ce?o eternamente fruncido. Pero, sobre todo, sabe que el respeto a las reglas de dicho juego debe ser incontrovertible. Huizinga distingu¨ªa en su Homo ludens entre el jugador tramposo y el aguafiestas: uno hace que juega y, por tanto, acata y sanciona el estatuto m¨¢gico del juego, mientras que el otro, al infringir las reglas, deshace el mismo juego. Se?ala el fil¨®sofo holand¨¦s que, en cuanto suena el silbato, puede advertirse que para el resto de ni?os el aguafiestas desempe?a un rol terrible, similar al que en tiempos idos ejerc¨ªan los herejes y los ap¨®statas.
Como ha defendido en no pocas ocasiones su editor Miguel Aguilar, hasta un ilustre pesimista como Rafael S¨¢nchez Ferlosio era un secreto defensor de la ingenuidad adulta. En un art¨ªculo titulado Juegos y deportes, publicado en EL PA?S hace ya casi tres d¨¦cadas, el autor de Alfanhu¨ª ensalzaba la figura del patinador arguyendo que ¨¦ste ejercita su t¨¦cnica con el ¨²nico objetivo de ¡°darle gusto al cuerpo¡±. ?Hacen falta m¨¢s motivos? ?Ay de quien, movido por la competitividad o el af¨¢n de perfecci¨®n, olvide que la esencia del deporte ¡ªy de tantas otras cosas¡ª es dicho juego! No s¨®lo de la atleta ol¨ªmpica o el futbolista de ¨¦lite podemos aprender algo; tambi¨¦n de los chimpanc¨¦s que se balancean en la rama.
En la Bhagavad-Gita, texto sagrado de mayor importancia en la tradici¨®n hind¨², el dios Khrishna dice al pr¨ªncipe Arjuna: ¡°Lo correcto est¨¢ en la acci¨®n, no en sus frutos¡±. Comer con los primitos o merendar con la abuela no ofrece, aguinaldos aparte, provecho alguno. Y bien est¨¢ que as¨ª sea.
Jorge Freire es escritor.
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