Idolatr¨ªa
No vivimos en un tiempo mejor o peor que otros. Cada ¨¦poca tiene sus ¨ªdolos. El problema viene cuando se est¨¢ ciego ante ellos, porque entonces el ser humano es capaz de adorar a cualquiera
La ¨²ltima vez que estuve en San Pedro del Vaticano, hace un par de a?os, ya no intent¨¦ ver la Piet¨¤ de Miguel ?ngel. La muralla humana era tan densa que prefer¨ª quedarme a un lado para observar a los espectadores de la escultura. Formaban un grupo en forma de embudo, cada vez m¨¢s estrecho a medida que se acercaban al cristal que defiende la obra. Con pocas excepciones el ritual era siempre el mismo: los visitantes, que quiz¨¢ hab¨ªan esperado en la cola durante m¨¢s de una hora, permanec¨ªan unos pocos segundos ante la obra e inmediatamente se giraban, m¨®vil en mano, y se hac¨ªan un autorretrato, individual o colectivo, con la Piet¨¤ al fondo. Apenas hab¨ªan mirado la escultura, pero parec¨ªan regresar satisfechos de su aventura.
No s¨¦ cuantas veces, despu¨¦s, contemplar¨ªan las im¨¢genes que hab¨ªan capturado. Tal vez en el avi¨®n, de regreso a casa. En muchos casos, ni siquiera en el avi¨®n, perdidas aquellas fotos en archivos interminables. En la misma bas¨ªlica de San Pedro me hice una pregunta: si se interrogara, a esos fugaces contempladores, sobre el terrible dolor de una madre que tiene a su hijo muerto sobre las rodillas, ?qu¨¦ opinar¨ªan? A juzgar por sus actitudes, creo que una inmensa mayor¨ªa pensar¨ªa que quien hac¨ªa esta pregunta se hab¨ªa vuelto loco, porque no ven¨ªa al caso hacer una pregunta de este tipo. De hecho, pocos, muy pocos, hab¨ªan relacionado el dolor de una madre por su hijo muerto con el autorretrato que se acababan de hacer con una famosa, y tur¨ªsticamente recomendada, obra de arte al fondo.
Hab¨ªan mirado ¡ªa considerable velocidad¡ª, pero no hab¨ªan visto. De ser cierta esta hip¨®tesis no ser¨ªa un hecho aislado, desde luego, sino un ejemplo representativo de una actitud general no solo, claro, ante obras de arte cargadas de fetichismo, sino ante las im¨¢genes de todo tipo que nos rodean: mirar sin ver. O, en la mejor de las opciones, para vernos solo a nosotros mismos, ef¨ªmera, pero machaconamente, en la repetida ceremonia de un narcisismo atolondrado. Se ha dicho muchas veces que vivimos en una ¨¦poca en la que la cultura de la palabra ha sido sustituida por la cultura de la imagen. No estoy de acuerdo con esta afirmaci¨®n: ambas han sido agredidas igualmente por el falseamiento idol¨¢trico. Mirar sin ver tendr¨ªa su correspondencia con el hablar sin decir.
La tecnolog¨ªa no ha causado, sino ampliado, una mutilaci¨®n interna del lenguaje cuya raz¨®n de fondo es espiritual
Esta ¨²ltima cuesti¨®n fue rastreada por muchos escritores que se plantearon las ra¨ªces del paulatino totalitarismo que invadi¨® la primera mitad del siglo XX. Ante este dilema, algunos se decidieron por el silencio, dejando de escribir; otros optaron por transformar la pluma en un bistur¨ª que diseccionara los mecanismos de mentira que pod¨ªan ocultar las palabras y los peligros colectivos de esta ocultaci¨®n.
Las arenas movedizas sobre las que reinan las fake news no son un privilegio exclusivo de nuestro tiempo. A principios del siglo pasado, antes de que los totalitarismos se apoderaran de la escena, Karl Kraus escribi¨®, en Viena, p¨¢ginas inolvidables sobre el envenenamiento espiritual de una opini¨®n p¨²blica sometida a un vaciamiento interior del significado de las palabras. Desde su ciudad de exilio, R¨ªo de Janeiro, cercano ya su ¡°suicidio civilizatorio¡± tras comprobar hasta qu¨¦ punto se hab¨ªan desencadenado los demonios del totalitarismo, Stefan Zweig atribuy¨® el horror a la p¨¦rdida de verdad interna de las palabras. Hablar sin una aspiraci¨®n de verdad era la negaci¨®n del decir. El ser humano quedaba indefenso. El campo abonado para las adoraciones de los ¨ªdolos.
Ser¨ªa interesante ver c¨®mo reaccionar¨ªan un Kraus o un Zweig ante los engranajes del poder en nuestro presente, con la generalizada instalaci¨®n de un nihilismo que tiene por intercambiable lo falso y lo verdadero, y en el que la verdad o la falsedad dependen del n¨²mero de seguidores en las redes sociales. Probablemente llegar¨ªan a la conclusi¨®n de que lo nuestro es consecuencia de lo suyo, y que la tecnolog¨ªa no ha causado, sino ampliado, una mutilaci¨®n interna del lenguaje cuya raz¨®n de fondo es espiritual y cuyo riesgo m¨¢s inquietante comporta la p¨¦rdida de la libertad.
Una de las virtudes de la gran cultura es que nos ense?a a no ser nost¨¢lgicos ni a tener la mirada puesta en el pasado
Sin embargo, no es muy distinta la situaci¨®n de la denominada cultura de la imagen, pues ¨¦sta, como la palabra, tiende a ser vaciada de su significado interior, de su complejidad, para ser transformada en un mero ¨ªdolo. A este respecto es interesante calibrar la progresiva victoria de la publicidad sobre el arte, si por ¨¦ste entendemos una forma pensada para interrogar a la condici¨®n humana, y por aqu¨¦lla otra ideada para vender productos a los seres humanos (diferencia quiz¨¢ ya no aceptable para muchos, partidarios de la indiferenciaci¨®n total).
Tengo la impresi¨®n de que, a estas alturas, la publicidad ha utilizado, y exprimido, todas las etapas de la historia del arte. Un van gogh ha servido para vender un detergente; un vel¨¢zquez, para vender un coche; un botticelli, para vender una nevera. Estamos acostumbrados, y poco habr¨ªa que decir si no fuera porque en nuestra retina se ha ido produciendo una igualaci¨®n semejante a la que, en el campo de la palabra, lleva a la igualaci¨®n entre lo verdadero y lo falso. Van Gogh, Vel¨¢zquez o Botticelli dejan de interrogar a la naturaleza humana. Sus obras se vuelven irreconocibles, en el sentido literal del t¨¦rmino, como irreconocible es la Piet¨¤ de San Pedro del Vaticano cuando la imagen de Miguel ?ngel es avasallada por la idolatrizaci¨®n de espectadores completamente mermados para comprender lo que en ella se aloja.
Si esto ocurre con respecto a las artes visuales tradicionales qu¨¦ no decir en relaci¨®n a la cinematograf¨ªa, vampirizada hasta extremos grotescos por la publicidad: exigencia continua de impacto, rentabilidad inmediata de los efectos t¨¦cnicos, desaparici¨®n paulatina del autor o responsable intelectual. La consecuencia son centenares de pel¨ªculas, algunas de ellas de gran valor, imposibilitadas de distribuci¨®n y exhibici¨®n porque el mercado est¨¢ obturado por los productos que s¨ª admiten, y hacen suyas, las leyes de la idolatr¨ªa.
La consecuencia, asimismo ¡ªla consecuencia m¨¢s agradable¡ª, es la sorpresa, acompa?ada de respeto, con la que muchos j¨®venes descubren la existencia de un cine antiidol¨¢trico cuya calidad rompe el cerco de la mediocridad y el simulacro. La prueba de fuego es la visi¨®n de pel¨ªculas de Tarkovski, Bergman o Welles, incre¨ªblemente postergados, pese a su maestr¨ªa reconocida, redescubiertos como una revelaci¨®n por quienes se hartan de la trivialidad vertiginosa del cine hegem¨®nico.
Algo no muy distinto, por cierto, de lo que ocurre cuando ciertos lectores j¨®venes acceden, por fin, a los grandes maestros de la literatura, los vedados por los propagadores de la banalidad y por los que buscan confundir el hablar con el decir. La aventura de leer a Thomas Mann, Dostoievski o Proust se presenta, de pronto, como mucho m¨¢s excitante que las toneladas de simpleza mental aconsejadas por medios de comunicaci¨®n, redes sociales y no pocas editoriales.
Pese a todo, no creo que vivamos en un tiempo mejor o peor que otros. Una de las virtudes de la gran cultura, que ahora se desprecia por los ignorantes y por los aprendices de ignorantes, es que nos ense?a a no ser nost¨¢lgicos ni a tener la mirada puesta en el pasado. Si en una balanza imaginaria deposit¨¢ramos la inteligencia y la sensibilidad de cada generaci¨®n, el peso ser¨ªa el mismo. No s¨¦ si mucho o poco, pero el mismo. Cada ¨¦poca tiene sus ¨ªdolos y sus idolatr¨ªas. El problema es ser ciego ante ellos. Porque entonces los seres humanos somos capaces de adorar a cualquiera: a un gran demonio o a un pobre diablo.
Rafael Argullol es escritor.
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