Matar a Woody Allen
Hoy la furia es la expresi¨®n con m¨¢s prestigio de todo el cat¨¢logo de sentimientos
Un amigo que anda escribiendo sobre lo dist¨®pico desde antes de que ese adjetivo se colara en el lenguaje com¨²n me confes¨® esta semana que siente como que esa distop¨ªa que ocupaba sus horas de estudio le ha alcanzado. Lo comparto. La sensaci¨®n de que en este momento es el futuro el que nos pisa los talones y nos obliga a andar con la lengua fuera, huyendo de todos aquellos temores que nos inculcaron desde Orwell hasta el terrorista antitecnol¨®gico Unabomber. Apareces en televisi¨®n, por poner un ejemplo, hablando de una novela y los realizadores tienen a bien colocarte de fondo de pantalla el ya familiar dibujito del coronavirus, con lo cual toda tu historia y la de tus personajes se ve infectada por esa enfermedad dist¨®pica que nos obliga a saludarnos con el codo, realizar programas sin p¨²blico y a que cada redactor lleve en el bolsillo su propio capuch¨®n del micr¨®fono. Tambi¨¦n a considerar est¨²pido hacer planes para las vacaciones de Semana Santa, que ya est¨¢n aqu¨ª. Hay un sentimiento de alarma, que los medios alimentan, y en este 8 de marzo, en vez de preguntarnos por los logros, retrocesos o anhelos pendientes de las mujeres, hurgamos en las guerrillas existentes dentro del movimiento, reduci¨¦ndolo todo a si estamos de acuerdo en un eslogan m¨¢s o menos afortunado o a si permitimos que los trans compartan una pancarta feminista. Y t¨² te niegas a definirte en 30 segundos. No por cobard¨ªa, sino porque hay matices en cada postura que puedes comprender, y a su vez experimentas la necesidad imperiosa de un debate sereno. Pero el ambiente no ayuda. Hoy la furia es la expresi¨®n con m¨¢s prestigio de todo el cat¨¢logo de sentimientos. Si lo que se defiende no se expresa con furia aparece como desinflado, fofo. Es una especie de virus del comportamiento tan contagioso como el de Wuhan.
Infectados por esa enfermedad social de la furia, los empleados americanos de la editorial Hachette salieron a la calle para protestar por la publicaci¨®n de las memorias de Woody Allen, A Propos of Nothing. Parece no importar que la justicia haya desestimado dos veces la culpabilidad del director en los abusos que le achaca su hija. No basta con que actores y actrices hayan renegado p¨²blicamente de ¨¦l cuando hasta antes de ayer se rend¨ªan babosamente a sus pies; no resulta suficiente castigo el que ya no se estrenen las pel¨ªculas en su pa¨ªs, o que se haya convertido en un apestado social en esa ciudad que en parte invent¨®. Hay que matarlo. Se trata de la damnatio memoriae que se practicaba en la Antigua Roma con los considerados enemigos del Estado, aunque all¨ª, al menos, se esperaba a que el condenado falleciera para borrar todo aquello que lo recordara.
Horas despu¨¦s de que Hachette anunciara la publicaci¨®n del libro, el hijo herido, Ronan Farrow, comenz¨® su campa?a destructiva en Twitter amenazando a los editores con retirar su propio libro, Catch and Kill, que narra su esforzada investigaci¨®n para sacar a la luz los abusos del mafioso Weinstein. Nadie le niega la impecable y tozuda labor de desenmascaramiento que realiz¨® con el gran pope de cine, pero se le adivina, en esa furia sin tregua que se desata en ¨¦l en cuanto advierte que alguien le abre una puerta a su progenitor, una ins¨®lita dureza de coraz¨®n, un rencor turbio, una negaci¨®n del otro como ser humano tan obsesiva que acaba inhabilit¨¢ndole como juez de esta historia.
La editorial se ha rendido y no publicar¨¢ las memorias. Colaboran, pues, en borrar las huellas de Allen de su pa¨ªs como se desinfecta un virus muy contagioso. Y no s¨¦ qui¨¦n puede alzarse con esta dudosa victoria, si Mia Farrow, la hija que lo acusa, el hijo herido o cierto feminismo hollywoodiense, que compatibiliza el brilli brilli con una falta de compasi¨®n implacable. Hay tantas razones hoy para estar asustada, tantas, que destinar la furia a matar a Woody Allen es un s¨ªntoma dist¨®pico en s¨ª.
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