Recluirse: menos espacio, ?m¨¢s tiempo?
¡°Quien pierde tiempo gana espacio¡±. Estos d¨ªas la propiedad conmutativa de esta frase da que pensar: Hemos perdido espacio ?estamos ganando tiempo?
?Las ciudades deben dise?arse para acelerar el ritmo de vida de sus habitantes o para ralentizarlo? A eso le daba vueltas tras leer el libro de Ram¨®n del Castillo El jard¨ªn de los delirios?(Turner), cuando la ciudad en la que vivo desde hace 20 a?os, Madrid, se detuvo como se ha ido deteniendo todo el planeta por si hac¨ªa falta recordarnos que vivimos en un mismo lugar.
Ni las ciudades, ni el planeta,?han parado completamente ¨Cser¨ªa su muerte¨C ni todo lo que deber¨ªa haberse detenido lo ha hecho, pero la mayor¨ªa de los habitantes vivimos ahora con menos espacio y con m¨¢s tiempo. En unos meses, los que tengan la suerte de estar aqu¨ª y de poder dedicar un rato a pensar podr¨¢n mirar atr¨¢s para saber qu¨¦ han hecho con m¨¢s tiempo y menos espacio.
Confinados, el mundo parece depender de la ventana desde la que lo miramos. Y aunque hace d¨¦cadas que las pantallas se antojan m¨¢s abiertas a ese universo que el mejor de los ventanales, algunos se lamentar¨¢n ahora de haber alquilado un piso con vistas al patio. Tal vez no se pod¨ªan permitir otro. O no: en los patios est¨¢ la intimidad de las personas, el contacto que ahora nos est¨¢ vetado.
M¨¢s que la espera, puede que sea el silencio lo m¨¢s extra?o del confinamiento. Escucho cada ma?ana el ruido de las botellas de vidrio cuando se rompen al estrellarse en el contenedor. Es el silencio lo que aumenta ese ruido: el estr¨¦pito es ahora inmenso a falta de ruidos mayores que lo amortig¨¹en. A veces cuento las botellas como si fueran las campanadas que hace a?os que no suenan en el centro de Madrid. Esta ma?ana, alg¨²n madrugador ha tirado trece, un n¨²mero que no repicar¨ªa en ning¨²n campanario. Me he preguntado si ser¨ªan frascos de tomate, cascos de cerveza, botes de mermelada o botellas de vino, aunque estoy empezando a distinguirlos. He pensado que igual eran muchos en esa casa. Tambi¨¦n que igual estaban necesitando mucho vino para calmar la ansiedad, alegrar el esp¨ªritu, conciliar el sue?o o poder convivir. Se me ocurren siempre bastantes razones para tomar una copa de vino. Pero tambi¨¦n pienso en la primera recluida que conocimos tantas ni?as cuando el Diario de Ana Frank lo le¨ªamos sobre todo ni?as. Al principio cre¨ªa que la sent¨ªamos cercana ¨Ca pesar de la dr¨¢stica distancia¨C porque era buena y nosotras quer¨ªamos creer que lo ¨¦ramos. O por lo menos quer¨ªamos hacerlo ver. Luego pens¨¦ que nos gustaba porque era lista. En alg¨²n momento decid¨ª que porque estaba enamorada y ahora creo que nos acerc¨¢bamos a ella porque incluso cuando pod¨ªamos ir al cine, abrazar a los amigos, subir a un avi¨®n o trabajar para pagar un viaje a Jap¨®n, viv¨ªamos en espera de lo que ten¨ªa que llegar, apostando por un futuro que diera sentido a nuestro presente.
La combinatoria entre pasado, presente y futuro define nuestra existencia. Los momentos en los que uno vive al d¨ªa puede que sean los m¨¢s certeros, pero un fallo en nuestra educaci¨®n hace que, con demasiada frecuencia, entendamos el carpe diem como irresponsabilidad. Se necesita templanza para darle la espalda al ma?ana, pero es un ejercicio transformador. Estos d¨ªas ¨Cque ya sabemos que no ser¨¢n 15 ni 30¨C es dif¨ªcil vivir al d¨ªa y, a la vez, es la posibilidad m¨¢s cabal. No sabemos cu¨¢ndo podremos salir a pasear, pero sabemos que es bueno que los colmados del barrio sigan abiertos. Que resulta fundamental no necesitar un coche para ir a comprar. Sabemos que las calles sin gente no hacen una ciudad. Y empezamos a entender que el mundo al que salgamos ser¨¢ otro.
El mundo se ha parado. Y la paradoja ha hablado: la contaminaci¨®n ha disminuido dr¨¢sticamente; los pisos de alquiler tur¨ªstico que tanto han subido el precio de nuestros alquileres est¨¢n vac¨ªos; los recortes en la sanidad p¨²blica se est¨¢n traduciendo en muertos. Hay negocios que desaparecer¨¢n ¨Ccomo lo hicieron los fabricantes de faxes o de m¨¢quinas de escribir¨C. Y nos empezamos a preguntar c¨®mo ser¨¢n los centros de las ciudades sin tres o cuatro bares en cada calle.
Cuando a pesar de necesitar siempre dinero ¨Cy de tener que contarlo para llegar a fin de mes¨C sabemos que no es el dinero lo que da la felicidad, hemos entendido que si las decisiones econ¨®micas deciden la forma del mundo, las personas nos convertimos en n¨²meros. Quienes tienen la fortuna de tener todav¨ªa familiares mayores saben que nos est¨¢n hablando: han sobrevivido guerras, migraciones, fanatismos, analfabetismo, dictaduras, escasez y posguerras. Pero no han podido con un mundo fren¨¦ticamente conectado. Su suerte es la que nos espera.
La producci¨®n industrial est¨¢ transform¨¢ndose en una econom¨ªa de guerra. Ferrari ha anunciado que fabricar¨¢ componentes de ventiladores, Inditex que producir¨ªa mascarillas. Los fabricantes de perfumes han pasado a producir alcohol desinfectante. Nada que no sucediera durante la Segunda Guerra Mundial cuando el mundo par¨® no tres meses sino seis a?os. Entonces, hasta la naturaleza de parques y planteles se transform¨®. Donde hab¨ªa flores se plantaron tomates en verano y patatas y coles en invierno. La supervivencia cambi¨® la vida. Y transform¨® las ciudades.
Marcuse dec¨ªa que es imposible transformar la naturaleza sin que ella nos transforme a nosotros. Y da la impresi¨®n de que la naturaleza ya no nos est¨¢ avisando: est¨¢ reaccionando. Se ha escrito que nos puede unir. Que nos congrega cada tarde cuando aplaudimos a los sanitarios. El aplauso irrumpe a las ocho como si fueran las campanas de la iglesia llamando a una misa popular y laica.
En casa, quien solo siente el drama del aburrimiento deber¨ªa considerarse la persona m¨¢s afortunada del mundo. Quienes estamos preocupados por c¨®mo podremos pagar deber¨ªamos ocuparnos en lo que vamos a tener que cambiar. Pienso en Ana Frank, en quienes sobrevivieron confinados en pozos o campos de concentraci¨®n y en quienes llevan a?os en un campo de refugiados sin noticias, sin comida, sin jab¨®n, sin esperanza. El coronavirus ha transformado el mundo. Ha aplicado la rentabilidad de los negocios a nuestro propio cuerpo. Y ha dejado claro ¨Cincluso para quien confunde a las personas con oportunidades de negocio¨C que la mejor sanidad p¨²blica es un seguro de vida para todos en este mundo global. Ha cuestionado la facilidad de nuestros desplazamientos hasta ahora y el precio real de nuestra fren¨¦tica vida. Ram¨®n del Castillo sostiene que ¡°viv¨ªamos sin bajarnos del coche por miedo a que nos pasara algo¡±. Una desgracia nos est¨¢ obligando a pensar, mirar y esperemos que a proyectar de otra manera. Hemos perdido espacio y hemos ganado tiempo. Admitimos que no entendemos lo que est¨¢ pasando. Tambi¨¦n que queremos ver c¨®mo ser¨¢ el nuevo mundo.
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