La guerra civil, en las trincheras
En su nueva novela, Arturo P¨¦rez-Reverte vuelve a la guerra para contar desde la ficci¨®n un episodio clave de la contienda espa?ola del pasado siglo: la batalla del Ebro. Este es el arranque del libro, lleno de acci¨®n y memoria de los hombres y mujeres que lucharon en ambos bandos.
Son las 00:15 y no hay luna.
Agachadas en la oscuridad, inm¨®viles y en silencio, las dieciocho mujeres de la secci¨®n de transmisiones observan el denso desfile de sombras que se dirige a la orilla del r¨ªo.
No se oye ni una voz, ni un susurro. S¨®lo el sonido de los pasos, cientos de ellos, en la tierra mojada por el relente nocturno; y a veces, el leve entrechocar met¨¢lico de fusiles, bayonetas, cascos de acero y cantimploras.
El discurrir de sombras parece interminable.
Hace m¨¢s de una hora que la secci¨®n permanece en el mismo lugar, al resguardo de la tapia de una casa en ruinas, esperando su turno para ponerse en marcha. Obedientes a las ¨®rdenes recibidas, nadie fuma, nadie habla y apenas se mueven.
La soldado m¨¢s joven tiene diecinueve a?os y la mayor, cuarenta y tres. Ninguna de ellas lleva fusil ni correaje como las milicianas que tanto gustan a los fot¨®grafos de la prensa extranjera y ya nunca pisan los frentes de verdad. A estas alturas de la guerra, eso es propaganda y folklore. Las dieciocho de transmisiones son gente seria: cargan una pistola reglamentaria al cinto y, a la espalda, pesadas mochilas con un emisor-receptor, palos de antena, dos heli¨®grafos, tel¨¦fonos de campa?a y gruesas bobinas de cable. Todas son voluntarias en buena forma f¨ªsica, disciplinadas, comunistas de militancia y con carnet del Partido: operadoras y enlaces de ¨¦lite formadas en Mosc¨² o por instructores sovi¨¦ticos en la escuela Vladimir Ilich de Madrid. Tambi¨¦n son las ¨²nicas de su sexo adscritas a la XI Brigada Mixta para cruzar el r¨ªo. Su misi¨®n no es combatir directamente sino asegurar, bajo el fuego enemigo, las comunicaciones en la cabeza de puente que el ej¨¦rcito republicano pretende establecer en el sector de Castellets del Segre.
Dolorida por las cinchas del armaz¨®n que lleva a la espalda con una bobina de quinientos metros de cable telef¨®nico, Patricia Monz¨®n ¡ªsus compa?eras la llaman Pato¡ª cambia de postura para aliviar el peso en los hombros. Est¨¢ sentada en el suelo, recostada en su propia carga, contemplando el discurrir de sombras que se dirigen al combate que a¨²n no ha empezado. La humedad de la noche, intensificada por el r¨ªo cercano, le moja la ropa. Como la bobina que lleva colgada a la espalda no le deja espacio para mochila ni macuto ¡ªse enviar¨¢n con el segundo escal¨®n, han prometido¡ª, viste un mono de sarga azul con grandes bolsillos llenos de lo imprescindible: paquete de cura individual, una tira cortada de neum¨¢tico para detener hemorragias, un pa?uelo, dos paquetes de Luquis y un chisquero de mecha, documentaci¨®n personal, el croquis a ciclostil de la zona que les reparti¨® el comisario de la brigada, un par de calcetines y unas bragas de repuesto, tres pa?os y algod¨®n por si viene la regla, media pastilla de jab¨®n, una lata de sardinas, un chusco de pan duro, el manual t¨¦cnico de transmisiones de campa?a, un cepillo de dientes, un palito para apretar en la boca durante los bombardeos y una navaja suiza con cachas de asta.
¡ªEstad atentas¡ Nos vamos en seguida.
El susurro circula entre la secci¨®n. Pato Monz¨®n se pasa la lengua por los labios, respira hondo, vuelve a cambiar de postura acomod¨¢ndose mejor las cinchas en los hombros, y al alzar el rostro para mirar el cielo la borla del gorrillo le roza las cejas. Nunca en su vida hab¨ªa visto tantas estrellas juntas.
Es su primera acci¨®n de combate real, pero se beneficia de experiencias ajenas. Lo mismo que la mayor parte de sus compa?eras, cuando hace cuarenta y ocho horas supo que su destino estaba al otro lado del Ebro se hizo rapar el pelo por dos razones de importancia: que no se vea de lejos que es mujer, y reducir en los pr¨®ximos d¨ªas, poco favorables a la higiene, la posibilidad de que le aniden piojos u otros par¨¢sitos. A sus veintitr¨¦s a?os eso le da un aspecto andr¨®gino, de muchacho, acentuado por el gorrillo cuartelero, el mono azul, el cinto de cuero con cantimplora, pistola Tokarev TT-33 y dos cargadores de reserva, adem¨¢s de las botas de clavos rusas recibidas una semana atr¨¢s, tan nuevas que a¨²n le hacen ampollas en los talones. Por eso las lleva colgadas del cuello por los cordones, y como casi todas sus compa?eras calza alpargatas de suela de esparto atadas con cintas a los tobillos.
¡ªEn pie, venga¡ Ahora nos vamos de verdad.
Es la ¨²nica voz masculina de la secci¨®n, la del teniente de milicias Herminio S¨¢nchez. Su silueta menuda y flaca se mueve entre ellas, repitiendo la orden. Pato no puede verle el rostro, aunque lo supone como de costumbre: escurrido, mal afeitado, siempre sonriente. Comunista, como la mayor parte de los jefes y oficiales de la brigada. Se hace querer y en la unidad lo quieren. Es un buen muchacho, con sus castillitos del arma de Ingenieros en los picos de la camisa, sus chistes malos sobre curas y monjas, las gafas de concha y el pelo prematuramente cano bajo la gorra de plato, tan rizado que todas lo llaman Harpo.
¡ªFormad en fila de a una.
Resoplidos, murmullos, sonido de equipos, roces con las compa?eras en la oscuridad al agruparse puestas en pie. Se tocan unas a otras para formar fila a lo largo de la tapia, sin m¨¢s orden que el azar.
Evitando pensar en lo que espera tras la otra orilla ¡ªaun as¨ª le sorprende no sentir miedo, s¨®lo una vaga aprensi¨®n que contrae el est¨®mago¡ª, Pato se concentra en el camino hacia la ribera cercana, donde aguardan los medios de franqueo del escal¨®n de asalto: lanchas a remo, balsas y botes de pescadores. Para el cruce del Ebro y la gran ofensiva republicana de la que Castellets constituye el flanco occidental m¨¢s extremo, la Rep¨²blica ha requisado todo cuanto puede flotar entre Mequinenza y el Mediterr¨¢neo.
¡ªAndando, y sin hacer ruido ¡ªse oye susurrar a Harpo¡ª. Los fascistas a¨²n no se han enterado de la que les viene encima.
¡ªPues ojal¨¢ tarden mucho ¡ªcomenta una voz de mujer.
¡ªCon que sigan despistados una hora m¨¢s, estar¨¢ de caramelo ¡ªdice otra.
¡ª?Ya empezaron a cruzar los nuestros?
¡ªHace rato¡ Nadadores con bombas de mano y equipo ligero sobre neum¨¢ticos de coche hinchados. Los vimos pasar ayer.
¡ªVaya t¨ªos. Hay que tener valor para remojarse de esa manera, en una noche y un lugar as¨ª.
¡ªPues todav¨ªa no se oye nada al otro lado.
¡ª?sa es buena se?al.
¡ªCon tal de que dure hasta que estemos all¨ª¡
¡ªVale ya. Cerrad la boca.
La ¨²ltima orden, malhumorada, proviene de la sargento de milicias Remedios Exp¨®sito. Reconoce Pato f¨¢cilmente su voz entre las otras: ronca, cortante, con malas pulgas ¡ªmaneras de Mosc¨², las llaman en broma las chicas¡ª. Es una mujer seca y dura, comunista de la primera hora. La de m¨¢s graduaci¨®n y edad de la secci¨®n. Estuvo en el asalto al cuartel de la Monta?a y en la defensa de Madrid y luego se form¨® durante un mes en la academia de comunicaciones Budionny de Leningrado. Viuda de un sindicalista muerto en Somosierra en julio del 36.
¡ª?A¨²n estamos lejos del r¨ªo? ¡ªpregunta alguien.
¡ªQue os call¨¦is, co?o.
Caminan en la oscuridad procurando no tropezar, pegada cada una a la compa?era que la precede. La ¨²nica luz es la de las estrellas que sobre sus cabezas cuajan la noche.
El sendero invisible desciende suavemente hacia el r¨ªo. A uno y otro lado se intuyen ahora, agrupados, numerosos bultos de hombres que aguardan inm¨®viles. Se percibe su olor a ropa sudada y sucia, aceite de armas y humanidad masculina.
¡ªAlto¡ Agachaos.
Pato obedece, como todas. Las cinchas de la bobina de cable telef¨®nico siguen lastim¨¢ndole los hombros, as¨ª que aprovecha para sentarse y descansar la carga en el suelo.
¡ªSi alguien quiere mear ¡ªsusurra Harpo¡ª, que aproveche ahora.
Alguna de las compa?eras pr¨®ximas se mueve en busca de la postura adecuada. Pato est¨¢ demasiado inc¨®moda por el equipo; tendr¨ªa que deshacerse de ¨¦l, abrir el mono y volver despu¨¦s a encajarlo todo; as¨ª que decide hac¨¦rselo encima, tal como est¨¢. Inm¨®vil, siente el l¨ªquido caliente correrle entre los muslos y empapar las perneras del mono hasta las rodillas, h¨²medas ya por el relente nocturno.
Vicenta Esp¨ª, la compa?era que tiene m¨¢s cerca, se le apoya en un hombro. Es una muchacha regordeta y guapa que fue operaria de la Singer y fallera de su barrio un par de a?os antes de la sublevaci¨®n facciosa. Valenciana, la llaman, y es tambi¨¦n su primera acci¨®n real de combate. En la mochila lleva dos tel¨¦fonos de campa?a que pesan diez kilos cada uno: un Aurora Roja ruso y un Feldfernsprecher NK-33 alem¨¢n de los cogidos a los fascistas en Teruel. Como Pato, procede de las Juventudes Comunistas, pero se conocieron hace cuatro meses en la escuela de transmisiones: alg¨²n baile en el tiempo libre, alguna sesi¨®n de cine, alguna confidencia. La Valenciana es buena chica, con un hermano artillero en el mismo frente.
¡ª?Has meado, Pato?
¡ªEncima.
¡ªComo yo¡ A ver si hay suerte y es lo ¨²nico que nos mojamos esta noche.
Se quedan calladas, hombro con hombro. Esperando. En el silencio que sigue s¨®lo se escucha el rumor de la corriente del r¨ªo, muy pr¨®xima, y el sonido amortiguado pero audible de las barcas que cargan hombres en la orilla. Ciento cincuenta metros separan ¨¦sta de la otra, en ese lugar. Pato lo ha calculado en el croquis que lleva en un bolsillo: ciento cincuenta metros de agua, noche e incertidumbre.
Harpo y la sargento Exp¨®sito se mueven a lo largo de la fila, dando instrucciones.
¡ªCabemos seis en cada bote, que lleva dos remeros ¡ªcuchichea el teniente.
¡ª?No hay pasarelas? ¡ªpregunta una voz.
¡ªLos pontoneros no las tender¨¢n hasta que haya luz, y a nosotros nos toca ahora.
¡ª?Qu¨¦ pasa si nos disparan estando en mitad del r¨ªo?
¡ªOcurra lo que ocurra, que nadie grite, ni hable, ni haga otra cosa que esperar a encontrarse al otro lado¡Nos reagruparemos all¨ª.
¡ª?Entendido? ¡ªremacha la sargento.
¡ª?Y si nos dispersamos al cruzar?
¡ªLos camaradas que pasaron a nado han tendido maromas de orilla a orilla, para guiarnos¡ Est¨¢n puestas a ras del agua y un poco en diagonal, a fin de aprovechar la corriente.
¡ª?Entendido? ¡ªinsiste Exp¨®sito, ¨¢spera.
Le responde un coro de susurros afirmativos.
¡ªJoder, son jais ¡ªexclama una castiza voz de hombre a la derecha del sendero.
En torno a ellas brota un murmullo de expectaci¨®n masculina, piropos incluidos, acallado en el acto por los mandos.
¡ªOl¨¦ vuestros ovarios, prendas ¡ªsusurra una ¨²ltima voz.
Despu¨¦s vuelve el disciplinado silencio, que s¨®lo alteran los ruidos apagados que vienen del r¨ªo. Pato escucha con atenci¨®n: sonido de remos, entrechocar de maderas o armas, ¨®rdenes dadas en voz baja. Sin reacci¨®n enemiga, por ahora. Sabe que en ese momento, r¨ªo abajo, entre Castellets y Amposta, a lo largo de unos sinuosos ciento cincuenta kil¨®metros, seis divisiones republicanas est¨¢n cruzando el Ebro por doce lugares distintos para atacar por sorpresa al desprevenido cuerpo de ej¨¦rcito fascista que guarnece la otra orilla. Los planes detallados del alto mando no llegan hasta el nivel de la tropa, pero se dice que la ofensiva pretende alcanzar Masaluca, Villalba, Gandesa y la sierra de Pandols para avanzar desde all¨ª hacia el Mediterr¨¢neo y reconquistar Vinaroz.
¡ªVamos ¡ªdice Harpo, y la orden recorre la fila.
Se pone Pato en pie y camina entre sus compa?eras, detr¨¢s de la Valenciana, intern¨¢ndose entre ca?izales que se espesan mientras se acercan al r¨ªo, roz¨¢ndoles la cintura. Los muslos mojados ya se le han quedado fr¨ªos y tirita un poco, as¨ª que aprieta los dientes para que no casta?eteen y alguna lo tome por lo que no es, o no es del todo.
El suelo se hace blando y h¨²medo a medida que la orilla est¨¢ m¨¢s pr¨®xima. Las alpargatas se hunden hasta los tobillos en la tierra fangosa, removida por centenares de pisadas, que un poco m¨¢s all¨¢ se convierte en barrizal espeso.
¡ªA ver, alto. Las primeras seis, que embarquen.
Ahora es posible advertir, a contraluz en el reflejo tenue del cielo estrellado en la corriente del r¨ªo, las formas oscuras de los botes que aguardan. Sonido de madera que entrechoca en las bordas, chapoteos de fango y agua. En voz baja, procurando no hacer m¨¢s ruido que el necesario, los remeros urgen a las mujeres que embarcan.
¡ªEchad una mano aqu¨ª, que estamos atascados¡ Empujad, venga¡ Eso es, con ganas¡ Empujad.
El suelo de la orilla, negro como la noche, est¨¢ salpicado de una constelaci¨®n de peque?as motas de color claro. Pato se fija en eso cuando, tras empujar el bote atorado, se agacha para asegurar las cintas de la alpargata que est¨¢ a punto de perder en el barro. Por un instante lo observa, sorprendida e intrigada, antes de ponerse de nuevo en pie. Es como si la orilla hubiera sido espolvoreada con cientos de papelitos semejantes a confeti de verbena.
¡ªLas seis siguientes... Vamos, moveos.
Pato se quita el armaz¨®n del cable telef¨®nico y lo mete en el bote. No est¨¢ dispuesta, si algo va mal, a caer al agua con ese peso a la espalda. Bastante lastre lleva en los bolsillos del mono. Despu¨¦s apoya las manos en la borda, pasa las piernas por encima y se instala en la estrecha barca, apretada con sus compa?eras. La Valenciana se deja caer a su lado. Alguien empuja desde tierra, suenan los remos contra la madera y la embarcaci¨®n se aparta de la orilla.
¡ªAgarrad la maroma y tirad de ella para ayudar a los remos y la corriente ¡ªdice un barquero.
Las seis mujeres obedecen, tirando de la gruesa soga mojada que lacera las manos. Se oyen sus respiraciones jadeantes por el esfuerzo. La orilla opuesta sigue en silencio, y es obvio que los fascistas no se percatan de lo que ocurre; pero eso puede cambiar. Todas lo saben y procuran dar al bote la mayor velocidad posible, encamin¨¢ndolo hacia la tenue l¨ªnea oscura, cada vez m¨¢s intensa y cercana, que marca la orilla enemiga.
En ese instante, Pato cae en la cuenta de lo que significan los cientos de motitas de papel en la orilla que dejan atr¨¢s: antes de dirigirse hacia un futuro inmediato e incierto, velado todav¨ªa por las tinieblas, todos los hombres de la primera oleada est¨¢n rompiendo sus carnets de afiliaci¨®n pol¨ªtica y sindical: PCE, UGT, FAI, CNT. Ignoran lo que va a ocurrir en los momentos iniciales del asalto, y no quieren llevarlos encima si caen prisioneros. Uno de esos documentos en manos del enemigo puede llevar directamente al pared¨®n.
La certeza la golpea como una bofetada, y por primera vez esta noche la aprensi¨®n deja paso al miedo. Pero se trata de un miedo de verdad ¡ªahora lo comprende al fin¡ª nunca conocido antes: un estremecimiento intenso, oscuro, que nace entre las ingles y asciende despacio por el vientre y el pecho hasta la garganta, seca y amarga, y la cabeza, nublada de presentimientos. Un latir desacompasado del coraz¨®n, como si lo enfriase una bruma sucia y gris.
Entonces Pato Monz¨®n, atenazada por ese temor reci¨¦n descubierto que no se parece a ning¨²n otro que haya sentido nunca, deja de tirar de la soga y, con s¨²bita urgencia, mete la mano entre la ropa en busca de su carnet del Partido Comunista, rompe la cartulina en min¨²sculos fragmentos y los deja caer por la borda.
Sentado en su pozo de tirador con el Mauser apoyado en el borde y el casco de acero en el suelo, a un centenar de pasos de la orilla del r¨ªo, el soldado de infanter¨ªa Gin¨¦s Gorguel Mart¨ªnez l¨ªa a tientas un cigarrillo con la picadura que guarda en la petaca, pasa la lengua por el filo del papel, lo hace girar entre los dedos y se lo lleva a la boca. La noche es tan oscura que s¨®lo ve las manchas claras de sus manos.
Est¨¢ prohibido fumar en los puestos avanzados, pero tiene por delante m¨¢s de tres horas de centinela y ning¨²n oficial ni suboficial cerca. Tampoco es un soldado ejemplar, de los que cumplen a rajatabla; m¨¢s bien lo contrario. Tiene treinta y cuatro a?os, sabe leer y escribir, conoce las cuatro reglas. En su hoja de servicios, si es que alguien la tiene al d¨ªa, constar¨¢ su intervenci¨®n en las batallas de Brunete y Teruel; pero en ambos episodios procur¨® mantenerse lejos del tomate, actitud para la que posee un especial talento. Seg¨²n dicen los m¨¦dicos, cuyos consejos sigue al pie de la letra, los tiros van fatal para la salud.
Gorguel saca del bolsillo el chisquero, se agacha cuanto puede para ocultar el chispazo, frota con la palma la ruedecilla y enciende el pitillo con la brasa humeante. Tras darle una larga chupada ocult¨¢ndolo en el hueco de una mano, se pone el casco, se incorpora un poco y echa un vistazo al paisaje negro como la tinta, sin escuchar otra cosa que el canto de los grillos ni ver m¨¢s que las estrellas. No hay ni un soplo de brisa. Todo sigue en calma, de modo que vuelve a sentarse en su agujero, vuelta la espalda al r¨ªo.
Aunque no puede verlos, Gorguel sabe que los compa?eros m¨¢s pr¨®ximos est¨¢n repartidos a izquierda y derecha, en agujeros similares al suyo. Entre ¨¦l y otros cinco cubren doscientos metros de orilla, lo que prueba la sangre gorda con que se lo toman los mandos de la agrupaci¨®n ¡ªmedio batall¨®n de infanter¨ªa, un tabor marroqu¨ª y una compa?¨ªa de la Legi¨®n situada como reserva¡ª que guarnece el sector de Castellets. Con tanto sue?o y aburrimiento, imagina, como ¨¦l mismo. El frente est¨¢ tranquilo y los rumores sobre una ofensiva enemiga son m¨¢s propios de radio macuto que de una fuente seria. Adem¨¢s, el r¨ªo constituye una defensa natural estupenda. Tambi¨¦n hay tendida una l¨ªnea de alambradas. As¨ª que bien acurrucado, el capote sobre las piernas para abrigarse del relente que empieza a calar la ropa, atento a que nadie de los suyos ni de los de enfrente advierta la brasa del cigarrillo, se dispone a disfrutarlo.
Mientras fuma, Gorguel piensa en si se pasar¨ªa al enemigo de no mediar el r¨ªo entre ¨¦l y los rojos. Si tendr¨ªa valor para eso.
La idea le cruz¨® m¨¢s de una vez por la cabeza, pues ¨¦l es de Albacete, y eso queda en zona de la Rep¨²blica. All¨ª tiene esposa, hijo, madre viuda y una hermana, y a estas horas estar¨ªa en el ej¨¦rcito enemigo de no haberse encontrado trabajando en Sevilla el 18 de julio de 1936, donde lo reclutaron: loter¨ªas de la vida. En realidad, carpintero de oficio como es, no entiende de pol¨ªtica ni nunca se afili¨® a nada, ni siquiera a un club de f¨²tbol; y en tal sentido, lo mismo le dan unos que otros. Una vez vot¨® a las izquierdas, pero ya ni se acuerda. Gane quien gane, cuando acabe la guerra todos necesitar¨¢n que alguien fabrique puertas, ventanas y nuevos muebles, de los que en los ¨²ltimos tiempos se han roto unos cuantos. Por eso, al pensar en la familia ¡ªlas cartas que manda a trav¨¦s de un pariente en Francia no llegan o no tienen respuesta¡ª le viene una negra melancol¨ªa. Son muchos los que se encuentran en id¨¦ntica situaci¨®n, tanto en un bando como en el otro.
De haberse atrevido, Gorguel habr¨ªa cruzado las l¨ªneas hace tiempo. Lo disuadi¨® que cuatro compa?eros que quisieron pasarse, sin lograrlo, fueron fusilados. De cualquier modo, ahora ya no vale la pena correr riesgos, pues todos dicen que al asunto le queda poco, que los rojos no levantan cabeza y que van de derrota en derrota. De culo y cuesta abajo. En tal caso, alguna ventaja tendr¨¢ haber estado con los nacionales, cuando vuelva a Albacete. O eso supone. Incluso para un oficial de carpinter¨ªa.
Acaba de apagar la colilla, y la guarda cuidadosamente en la petaca ¡ªmedia docena de colillas suman un pitillo entero¡ª, cuando le parece escuchar un ruido procedente del r¨ªo: algo semejante a un suave entrechocar de madera. Incorpor¨¢ndose en el pozo de tirador dirige un largo vistazo a la orilla sin ver otra cosa que oscuridad. Luego mira a derecha e izquierda, pero no advierte nada entre ¨¦l y el lugar donde se encuentran los compa?eros m¨¢s pr¨®ximos. S¨®lo noche y silencio.
Detesto las jodidas guardias, piensa.
Est¨¢ a punto de agacharse de nuevo cuando repara en que el silencio es m¨¢s absoluto que antes: no se oye el rumor de los grillos que canturreaban entre los matorrales. Eso lo sorprende un poco, y durante un rato escudri?a otra vez, con mucha atenci¨®n, las tinieblas entre ¨¦l y el r¨ªo. Sigue sin advertir nada inquietante ¡ªlas noches de un centinela est¨¢n llenas de sonidos extra?os¡ª, pero no se decide a relajarse. El mutismo repentino de los grillos lo tiene mosca.
Tras pensarlo un momento, saca de las cartucheras dos bombas de mano Lafitte y las coloca en el borde del pozo de tirador, junto a la culata del fusil. Las Lafittes son granadas de percusi¨®n que estallan al golpear el suelo, y se activan en el aire durante el lanzamiento, desenroll¨¢ndose una cinta de cuatro vueltas que extrae el pasador del seguro. Son caprichosas de juzgado de guardia, y matan m¨¢s a quien las usa que al enemigo, porque a veces estallan a medio vuelo. Por eso las llaman las Imparciales. Pero es lo que hay, y tambi¨¦n los rojos las usan y las sufren. Pesan casi medio kilo y pueden ser arrojadas, seg¨²n la fuerza de quien lo haga, a una distancia de veinte o treinta metros. Por si acaso, les quita a las dos la horquilla de alambre, dej¨¢ndolas listas para su uso.
A pesar de todo, Gorguel se lo piensa bien. Montar jarana por una falsa alarma a esas horas de la noche significa que los puestos cercanos empezar¨¢n a disparar a tontas y a locas, y toda la l¨ªnea, oficiales incluidos, se despertar¨¢ de malas pulgas. Eso supone chorreo seguro. Complicaciones, a las que ¨¦l no es aficionado en absoluto. As¨ª que m¨¢s vale asegurarse antes de empezar un combate imaginario por su cuenta y riesgo. Una de sus habilidades es pasar inadvertido; eso ayuda a escurrir el bulto y sobrevivir. La prudencia, seg¨²n dicen los sabios, es madre de la ciencia. O algo parecido. Y ¨¦l, dos a?os de guerra sin un rasgu?o ni por Dios ni por la patria, tiene el rabo m¨¢s pelado que un gato de callej¨®n.
Aun as¨ª, espabila, Gin¨¦s, se dice. No vayan a madrugarte por la cara.
De momento, lo que hace es cuanto puede hacer, granadas aparte: asegurar el barboquejo del casco y echar mano al Mauser. El arma ya ten¨ªa acerrojada una bala de las cinco del peine que le introdujo al entrar de guardia, as¨ª que se limita a quitarle el seguro y meter el ¨ªndice en el guardamonte. Luego estira un poco m¨¢s el cuello y fuerza la vista para penetrar algo la oscuridad. Aguzando el o¨ªdo inquieto.
Nada.
Ni luz, ni ruido. Silencio.
Pero los grillos siguen sin cantar.
Y ahora s¨ª lo oye, otra vez el mismo ruido leve de maderas, como tablones que se tocaran. Lejano, proveniente de la orilla negra. Puede ser cualquier cosa, claro. Pero tambi¨¦n pueden ser los rojos. Por esa parte s¨®lo est¨¢n las alambradas y la orilla, y nadie del bando nacional se pasear¨ªa por all¨ª a oscuras. Eso hace in¨²til un qui¨¦n vive o la demanda de un santo y se?a ¡ªesa noche es Morena Clara¡ª. As¨ª que, sin darle m¨¢s vueltas, Gorguel deja el fusil, coge una Lafitte, se incorpora a fin de tomar impulso y la arroja lo m¨¢s lejos que puede, en direcci¨®n al r¨ªo. Y a¨²n est¨¢ la primera granada en el aire cuando hace lo mismo con la otra.
Pum-bah. Pum-bah.
Dos estampidos con un intervalo de dos o tres segundos. Dos breves llamaradas naranjas que recortan las madejas de alambre de espino sujetas en piquetes de hierro. Y su resplandor ilumina un instante docenas de siluetas negras en movimiento: un espeso hormiguero de hombres que avanzan despacio desde la orilla del r¨ªo.
Entonces, dejando atr¨¢s el fusil y el capote, Gin¨¦s Gorguel abandona el pozo de tirador y corre aterrado hacia la retaguardia.
L¨ªnea de fuego, la nueva novela de Arturo P¨¦rez-Reverte, se publica el 6 de octubre en la editorial Alfaguara.
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