India para so?ar
Fascinante y colosal, distinguida y ¡®kitsch¡¯, a ratos fren¨¦tica y siempre asombrosa. El tri¨¢ngulo de ciudades que forman Jaipur, Delhi y Hyderabad nos sumerge en una India de maharaj¨¢s y leyendas donde los monos se burlan del viajero
Lo mejor ser¨¢ escoger el camino de Galta, recorrerlo de nuevo (inventarlo a medida que lo recorro)¡¡±. Al llegar a Jaipur, iba acord¨¢ndome del arranque de El mono gram¨¢tico, de Octavio Paz, y pensando que ser¨ªa bueno fiarme de todo un se?or Nobel de literatura, seguir su consejo y empezar por visitar el legendario templo de los Monos en Galta, en las afueras de la ciudad.
Est¨¢ dedicado a Hanuman, el simp¨¢tico y astuto dios mono, capaz de cruzar de un salto de India a Ceil¨¢n y cargar con los Himalayas a sus espaldas. Pero sobre todo, seg¨²n el Ramayana, nadie le igualaba en el dominio de las escrituras y como transmisor a la humanidad del lenguaje y la gram¨¢tica.
Ambos eran buenos gu¨ªas sobre el papel, pero en India nada resulta como uno piensa de antemano. Lo mejor es, desde el principio, aceptar que un higi¨¦nico desconcierto y una l¨®gica alternativa, parecida a la de Lewis Carroll, trastocan siempre los planes: nada suele salir como espera el europeo armado de sus mapitas y horarios.
Nada m¨¢s empezar, result¨® que el camino de Galta son en realidad dos: si el conductor de autorickshaw no est¨¢ de humor para gastar gasolina, lo m¨¢s seguro es que sin m¨¢s explicaciones nos deje en la Galta Gate, un port¨®n amurallado que se abre a un sendero empinado que trepa y retrepa por las peladas colinas rocosas al este de la ciudad (las vistas compensan los jadeos), y uno acaba por llegar a los tanques sagrados de las abluciones y la plazoleta del templo de Hanuman y sus dependencias despu¨¦s de dos kil¨®metros de subidas y bajadas entre desfiladeros y riscos calcinados. La caminata al sol merece la pena, pero cuando uno llega agotado y se encuentra con que hab¨ªa otro camino a Galta perfectamente asfaltado que rodea las colinas y deja a los visitantes al pie del templo, no sabe si re¨ªr o llorar. Tampoco sabe si se est¨¢n riendo del en¨¦simo turista desconcertado las familias enteras de macacos que campan a sus anchas por el recinto y, m¨¢s que pedir, exigen gajos de una mandarina que hay que defender con u?as y dientes.
Se puede y en realidad se debe volver al centro de Jaipur por la carretera oficial, porque esa s¨ª es la ruta que recuerda Paz en su libro, arbolada y amena, y bordeada de templos y algunos palacios de recreo que pueden visitarse. Los jardines del palacio campestre de la reina Sisodia, dispuestos en terrazas y adornados de pabellones y fuentes y frescos con escenas de caza, dan una primera medida del refinamiento y el gusto por los placeres de la vida de la corte m¨ªtica de los maharaj¨¢s de Jaipur.
Fundaron la ciudad en el siglo XVIII, y sus calles anchas y en ret¨ªcula le ganaron el apodo de Par¨ªs de India. Pero en realidad uno piensa m¨¢s en Versalles y otras grandes cortes barrocas europeas cuando entra en el recinto amurallado del City Palace, en el centro de la Ciudad Vieja, y empieza a ver c¨®mo se suceden las maravillas. Es una verdadera ciudad dentro de la ciudad, y lleva su tiempo orientarse y ver una m¨ªnima parte de todo lo que contiene: patios, jardines, pabellones y el impresionante Durbar o sal¨®n de ceremonias.
Las cuatro puertas
Entre lo m¨¢s memorable est¨¢ el gran patio Pitam Niwas: en sus cuatro muros se abren cuatro puertas policromadas de una belleza que casi duele. La puerta del Loto, la puerta de la Rosa, la puerta Verde y la m¨¢s impresionante, la puerta del Pavo Real: el abanico desplegado de su cola turquesa forma la b¨®veda de entrada y separa las dependencias privadas de la familia real de Jaipur, que a¨²n vive en el palacio.
Yo me salt¨¦ la visita guiada porque costaba una peque?a fortuna (el nombre, Royal Grandeur Tour, tambi¨¦n me ?desanim¨® un poco), pero cualquiera que visite el palacio por su cuenta acaba familiariz¨¢ndose con los miembros m¨¢s ilustres de la familia: Gayatri Devi, una de las ¨²ltimas maharan¨ªs, liberal y culta y bell¨ªsima, que escribi¨® unas memorias de su vida como princesa en la d¨¦cada de los cuarenta que no resist¨ª el morbo de comprar (y que est¨¢n francamente bien); el extravagante Ram Singh II, que a mediados del siglo XIX se aficion¨® a la fotograf¨ªa y se autorretrat¨® bajo muchos disfraces, a la occidental, a la oriental y hasta semidesnudo como asc¨¦tico disc¨ªpulo de Shiva; o el legendario Jai Singh II, coronado a los 11 a?os en 1700 y que llev¨® a Jaipur a su m¨¢ximo esplendor.
Su gran pasi¨®n fue la astronom¨ªa, y cerca del palacio construy¨® el Jantar Mantar u Observatorio Real: es una especie de parque a cielo abierto de descomunales arquitecturas metaf¨ªsicas que m¨¢s que a Octavio Paz recuerdan a Borges. Ni en sus cuentos m¨¢s ambiciosos imagin¨® estructuras como el Samrat Yantra o Instrumento Supremo, el Krantivritta o Instrumento Ecl¨ªptico Abandonado, o los 12 Rashi Yantras (uno por cada signo del zodiaco). Los colosales astrolabios, cuadrantes y sextantes estaban pensados para medir posiciones celestes con una exactitud que todav¨ªa hoy no ha sido superada.
Esa mezcla casi mareante de lo totalmente desmedido y lo absolutamente refinado, de las proporciones colosales y los detalles m¨¢s minuciosos, da a la imaginaci¨®n los pies alados de Hanuman, excita la fantas¨ªa del m¨¢s sereno, se sube a la cabeza r¨¢pido y se repite a menudo en el viejo Jaipur de los rajput: en los 12 pisos del Hawa Mahal o Palacio de los Vientos, por ejemplo, que por fuera parece la fachada de un edificio inmenso e intrincado como una colmena y que resulta ser desde el otro lado solo una pantalla de corredores y celos¨ªas de vidrio colorido superpuestas. Refugiadas tras ellas, las innumerables concubinas y mujeres nobles de la corte pod¨ªan cotillear sin ser vistas los desfiles de aparato y procesiones sagradas.
O en el fuerte gigantesco de Amber, sobre las colinas rocosas parecidas a las de Galta, sede de la capital original a unos kil¨®metros del centro. Merece la pena llegar temprano para ver c¨®mo los convoyes de elefantes (ahora pensados para acarretar turistas) trepan por las rampas escarpadas, cruzan el port¨®n inmenso abierto en las murallas cicl¨®peas y entran en un laberinto de patios, jardines, pabellones abiertos y cisternas. Es una arquitectura a¨¦rea, pensada para combatir el calor y apabullar al visitante desprevenido: en el pabell¨®n de recepciones Jai Mandir, las incrustaciones de espejo y vidrios coloreados eran protegidas del calor mediante esteras tejidas en ra¨ªces arom¨¢ticas que refrescaban y perfumaban el aire cuando se asperjaban de agua varias veces al d¨ªa.
El cine m¨¢s espectacular de India
De vuelta en la ciudad, ese mismo esp¨ªritu modernizado flota en los jardines y patios del Diggi Palace, el antiguo palacio convertido en hotel que se abarrota cuando sirve de sede al Jaipur Lit Fest, el mayor festival literario gratuito del mundo. Y sobre todo en las escalinatas, pasillos, vest¨ªbulos e inmensa sala de proyecci¨®n del Raj Mandir, el cine m¨¢s espectacular de India (y del mundo), donde lo suyo es comprar entradas para el taquillazo de Bollywood que toque esa noche, coreado y aplaudido por los espectadores.
El Fuerte Rojo de Delhi
Despu¨¦s de la exuberancia de Jaipur, el paso por Nueva Delhi exige cambiar el ritmo y las ideas: la capital tiene verdaderos problemas de contaminaci¨®n y cuesta adaptarse a la nube de smog casi perpetua y al cambio de escala y velocidad. El tr¨¢fico fluye raudo por el engranaje de rotondas y avenidas ajardinadas de la ciudad nueva, construida durante el Raj (el periodo de dominaci¨®n colonial inglesa) por el interesante arquitecto y urbanista Edwin Lutyens. Y se atasca y colapsa en la ciudad vieja, alrededor del Fuerte Rojo y la soberbia Jama Masjid, una de las mezquitas m¨¢s grandes de India, elevada sobre el caos de las callejuelas y herencia de la ¨¦poca de esplendor del reinado mogol.
En Delhi todo se mezcla: las colonias ajardinadas de edificios del m¨¢s puro racionalismo para los m¨¢s pudientes (con un aire inesperado a la colonia de El Viso madrile?o), las reminiscencias londinenses en torno a Connaught Place, los puestos callejeros en torno al Fuerte Rojo, el art d¨¦co suntuoso del hotel Imperial construido por los ingleses, los restaurantes iran¨ªes y afganos en torno al mercado central, el optimismo posindependencia de la arquitectura moderna y arbolada del campus de la Universidad Nehru.
Para descansar (y sobre todo respirar), lo mejor es escapar de cualquier cosa motorizada que nos salga al paso y darse una vuelta por los jardines de Lodhi, en torno a las tumbas arruinadas de esa dinast¨ªa que gobern¨® la ciudad en el siglo XV. Quienes no tengan tiempo de acercarse al Taj Mahal, en Agra (o les d¨¦ pereza las hordas de turistas), pueden ver casi a solas el bell¨ªsimo mausoleo mogol de la Tumba de Humayun. Elevado sobre un plinto majestuoso, perfectamente sim¨¦trico y elegant¨ªsimo al combinar arenisca roja e incrustaciones de m¨¢rmol, sirvi¨® de modelo y precedi¨® en m¨¢s de medio siglo al Taj Mahal: en mi opini¨®n, no tiene demasiado que envidiarle.
Hyderabad, un respiro
Todas esas huellas de la India musulmana se vuelven deslumbrantes en Hyderabad, la capital del nuevo Estado de Telangana, en el centro del pa¨ªs. No suele incluirse en los circuitos cl¨¢sicos de India y es a la vez una pena y una suerte, porque permite al europeo que recala por aqu¨ª (y llama la atenci¨®n por las calles de la ciudad vieja) visitarla crey¨¦ndose a ratos un viajero del siglo XIX.
Porque aqu¨ª es casi imposible resistir la tentaci¨®n culpable del orientalismo m¨¢s recalcitrante: desde la Edad Media, los nizams de Hyderabad compitieron con los maharaj¨¢s del Rajast¨¢n en munificencia y boato, monopolizaron el comercio de diamantes y gemas de India y dotaron a la ciudad de grandes monumentos, mezquitas, palacios y fuertes.
Para guiarme por los zocos de la ciudad vieja, sustitu¨ª a Octavio Paz por otro escritor, inopinado e ir¨®nico: el espa?ol Juan Benet, ni m¨¢s ni menos, que en su d¨ªa cont¨® su propia visita a la ciudad y la impresi¨®n de atravesar en un fr¨¢gil rickshaw los enjambres y marabuntas de peatones, animales y veh¨ªculos de todas las formas, tracciones y combustibles imaginables. El tr¨¢fico demencial de las ciudades indias se vuelve aqu¨ª una experiencia ya casi sobrenatural, a la par terror¨ªfica y euforizante: seg¨²n Benet, a quien sobrevive le queda ¡°la impresi¨®n infantil despu¨¦s de una vuelta en el tiovivo, el g¨¹itoma o la monta?a rusa; una mezcla de alivio y anhelo de repetici¨®n¡¡±.
El trayecto casi suicida compensa, desde luego, cuando se visitan los salones magn¨ªficos del complejo de palacios conocidos como Chowmahalla, que incluyen el fabuloso Rolls-Royce ceremonial de principios del XX, ejemplar ¨²nico, incrustado de piedras preciosas y esmaltado ex profeso con el amarillo real, que est¨¢ como nuevo y solo acumula unas pocas millas en su cuentakil¨®metros (serv¨ªa en las grandes ocasiones para cruzar la calle hasta la mezquita Masjid); el fuerte arruinado de Golconda y las tumbas de la dinast¨ªa Qutub Shah, tan evocadoras en su desolaci¨®n a las afueras de Hyderabad; o los templetes funerarios de las tumbas de la familia noble de los Paigah, los ¨²nicos cuyas hijas pod¨ªan dar herederos a los nizams: son dificil¨ªsimas de encontrar y el rickshaw de turno dar¨¢ muchas vueltas hasta depositarnos en el recinto, pero la extra?eza y el refinamiento de sus estucos labrados dejan sin aliento.
El mono Hanuman
Cerca del extra?o y aparatoso monumento del Charminar, una especie de arco de triunfo cu¨¢druple con mezquita elevada y minaretes incorporados que sirve de s¨ªmbolo a Hyderabad (y que es m¨¢s bonito al natural que en foto), Benet pretend¨ªa haberse topado en una tienda de estampitas religiosas hind¨²es y cromos de l¨ªderes pol¨ªticos con la l¨¢mina de un avatar o un dios menor id¨¦ntico al escritor Juan Garc¨ªa Hortelano, que ese 1992 acababa de morir en Madrid.
Daba indicaciones precisas para encontrar el puestecito (¡°All¨ª ha quedado en un tenderete de Sardar Patel, cerca de Charminar, seg¨²n se baja hacia el puente a la izquierda¡¡±), pero yo no encontr¨¦ ni la estampa, ni la tienda, ni siquiera el puente del que habla. Me parece que el propio avatar de Benet, sentado cerca del mono gram¨¢tico Hanuman, se estaba riendo en alg¨²n lado de mi en¨¦simo desconcierto indio.
Javier Montes es autor de la novela ¡®Varados en R¨ªo¡¯.
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