De Bolonia al exuberante mirador de la Silla del Papa
Balcones al Estrecho de Gibraltar, vestigios de civilizaciones ancestrales y otros tesoros de un rinc¨®n de la costa gaditana
Son solo un pu?ado de escalones de piedra prerromana, pero llegar hasta la Silla del Papa y culebrear roca arriba hasta las antenas que coronan el enclave tiene como recompensa una vista de 360? al para¨ªso. Desde aqu¨ª, a unos 500 metros de altitud, la sierra de la Plata y el parque del Estrecho desparraman su exuberancia al borde del fiero azul del mar. Hacia Levante, la ensenada de Valdevaqueros, Los Lances y Tarifa, punta del Estrecho de Gibraltar al sur de la pen¨ªnsula ib¨¦rica. A Poniente, Zahara, Barbate y el cabo de Trafalgar. En la otra orilla del Atl¨¢ntico, el perfil monta?oso de la costa norteafricana. En direcci¨®n opuesta, hacia el interior, la sierra del Ret¨ªn, Vejer de la Frontera y los valles poblados por aerogeneradores que baten sus enormes aspas con el viento mientras aqu¨ª arriba el tiempo y el silencio permanecen en suspenso.
Para llegar hasta la Silla del Papa solo hay que alejarse un poco de los muchos otros encantos de Bolonia, a pocos kil¨®metros de Tarifa, dejando a la izquierda la entrada a las ruinas romanas de Baelo Claudia por la CA-8202 en busca del desv¨ªo que, a la altura del acuartelamiento militar El Bujeo, conduce a una agujereada carretera llena de baches en direcci¨®n a El Realillo. Al divisar una peque?a ermita, junto a la que suele pastar una manada de vacas retintas a la sombra de los eucaliptos, se impone aparcar el coche e iniciar el ascenso a pie.
El camino asfaltado es una sucesi¨®n de curvas de gran pendiente que conviene remontar a primera hora para evitar los rigores estivales. A un lado y a otro de la calzada, pinos pi?oneros y alcornoques brindan recesos de sombra mientras los buitres leonados sobrevuelan nuestras cabezas planeando en c¨ªrculos. Media hora larga despu¨¦s se divisa una verja al final del sendero que flanquea la entrada a una finca. Hay que abrirla y dejarla cerrada a nuestro paso. Tras un ¨²ltimo remonte sin se?alizar aparecen los modestos y ancestrales escalones de la Silla del Papa por los que se sube a este gran balc¨®n del Estrecho. La sierra de la Plata tambi¨¦n alberga otros tesoros como la cueva del Moro, cuyas pinturas rupestres y grabados de caballos est¨¢n datados en el paleol¨ªtico superior. Pero esa es otra historia que merece su correspondiente y m¨¢s complejo peregrinaje.
La vuelta a la playa
Tras el descenso, la queser¨ªa ecol¨®gica El Cabrero de Bolonia, muy cerca de la ermita donde arranc¨® el paseo, supone el primer punto de avituallamiento de uno de los manjares de la zona. Las 170 cabras de raza aut¨®ctona 100% Payoya de Inma y su marido pacen libremente por el parque del Estrecho. El matrimonio transforma a diario, entre enero y agosto, hasta dos centenares de litros de la leche cruda reci¨¦n orde?ada para elaborar quesos que maduran con mohos de madera de chopo en una cueva de piedra. De regreso al nivel del mar, los borriquetes y las delicias de at¨²n de Almadraba se cocinan al fuego lento en el restaurante Las Rejas. Y si tras la puesta de sol la noche se complica, al final del mismo carril siempre nos quedar¨¢ la m¨²sica del chiringuito Sirocco.
Por supuesto, aqu¨ª abajo tambi¨¦n reclama su atenci¨®n la playa de aguas transparentes. Una franja costera de fina arena blanca que se extiende a lo largo de cuatro kil¨®metros entre las puntas de Camarinal y Paloma. La imponente duna que corona el paraje comparte vecindario con las ruinas romanas de Baelo Claudia, fundada hacia el siglo II antes de nuestra era. El apogeo de Baelo sobrevino gracias a la pesca del at¨²n y la floreciente industria de salazones, cuyos vestigios en forma de grandes piletas troncoc¨®nicas custodian los secretos de la cotizada salsa garum: una espesa salmuera a base de intestinos, gargantas, fauces y otros despojos del pescado tras el despiece que reputados chefs de la provincia de C¨¢diz reivindican hoy en sus cartas.
Las que nunca se han cortado un pelo al exigir su pedazo de tierra en las inmediaciones de la ensenada de Bolonia, legendario enclave de corsarios y buscavidas, son las tot¨¦micas vacas retintas que campan y cagan a sus anchas. Ellas se sienten como verdaderas due?as de este espacio que invaden a placer entre los chiringuitos. A su paso, m¨¢s de un cliente que pierde la cuenta de los mojitos suele creer estar viendo una alucinaci¨®n.
El tiempo queda suspendido de nuevo en otro rinc¨®n secreto del parque del Estrecho. La siesta desnuda bajo una higuera. Los libros desperdigados por el suelo de piedra ostionera. Las noches a la brasa, perfumadas con aromas que unen las dos orillas del Estrecho. La comuni¨®n con el oc¨¦ano mediante el surf al despuntar el alba en alg¨²n spot cercano. El milagro, fugaz como un destello, de encontrar alg¨²n sentido a la existencia. La libertad.
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