Las maravillas ocultas de Madrid
De los frescos de Goya en San Antonio de la Florida a los jardines secretos de la ciudad, un paseo en busca de esas joyas tan castizas que no se revelan a primera vista
Para fisgonear entre los rincones de Madrid necesitamos poner en tela de juicio una verdad casi universal que enunci¨® Walter Benjamin: importa poco no saber orientarse en una ciudad; perderse, en cambio, requiere aprendizaje. Madrid le lleva la contraria, sus habitantes han perfeccionado la distancia con alguno de sus tesoros; aqu¨ª es preciso callejear con cierto c¨¢lculo. ?nica capital importante de Europa surgida por azar ¡ªla decisi¨®n artificial de Felipe II en 1561¡ª, durante 150 a?os nadie le dio cr¨¦dito. Ni la Iglesia, ni la aristocracia, ni siquiera el pueblo. Con la casa real aislada en sus dominios y sin tomar medidas hasta Carlos III, las ¨®rdenes religiosas siguieron prefiriendo otras urbes para edificar los grandes templos, como Toledo, Salamanca o Santiago. Por su parte, la mayor¨ªa de los nobles dificultaron construir sus casas se?oriales en la capital y cuando decidieron hacerlo, en el siglo XIX, se inclinaron por las afueras. Y el pueblo, sin protecci¨®n, se defendi¨® burlando las ordenanzas que les exig¨ªan alojar a los funcionarios en los pisos altos de sus propiedades con las llamadas casas de malicia.
La respuesta de los madrile?os es la clave. Al desd¨¦n con el desd¨¦n. Si las clases dominantes ignoraban su ciudad por ser solo villa y los habitantes de las sedes de los viejos reinos espa?oles miraban con desconsideraci¨®n la falta de monumentos de Madrid, ellos har¨ªan un arte de la altivez frente a lo monumental. Y tambi¨¦n de la hospitalidad ¡ªquiz¨¢ para demostrar que no lo hac¨ªan por soberbia¡ª, convirtiendo en vecino, en madrile?o, a todo aquel que quisiera instalarse en la corte.
Hay varias evidencias. La m¨¢s clara, en mi opini¨®n, es la actitud ante las pinturas de Goya en San Antonio de la Florida, una obra maestra que Roma, Par¨ªs o Londres calificar¨ªan entre sus mejores, algo por lo que all¨ª har¨ªamos cola y pagar¨ªamos entrada cuando en Madrid es gratis y no se nos ocurre ense?arla a los visitantes. El asunto de los frescos es curioso. La pintura espa?ola no es pr¨®diga en este formato, pero Madrid conserva las joyas. San Antonio de los Alemanes apenas llama la atenci¨®n entre las estrechas calles del barrio de Malasa?a. Es una iglesia casi circular, el¨ªptica, cubierta por completo de frescos de, entre otros, una de las estrellas del siglo XVII, Luca Giordano. La mejor obra de este autor en la capital es la Alegor¨ªa del Tois¨®n de Oro, que ilumina el techo del inmenso Sal¨®n de Baile del Palacio del Buen Retiro, convertido en sala de lecturas y ¨²nico espacio accesible al p¨²blico ¡ª?Madrid nos mata!¡ª del Centro de Documentaci¨®n del Museo del Prado.
El Huerto de las Monjas es un peque?o jard¨ªn de hace 300 a?os en torno a una fuente con querubines de bronce
?Y qu¨¦ decir de los extraordinarios frescos de Tiepolo en el Palacio Real? Tiepolo fue, entre los grandes pintores de la historia, justamente el del desd¨¦n, el que supo callar y se burlaba amablemente de la vida. No puede ser casual. Roberto Calasso, el m¨ªtico editor de Adelphi, define su pintura como el ¨²ltimo ejemplo de una cualidad, una palabra, sprezzatura, un t¨¦rmino ambiguo que integra varias ideas: una pizca de distancia, una parte de gran estilo y casi dos tercios de esa seguridad, de esa desenvoltura, de quienes se muestran ante los dem¨¢s disimulando su arte, dando la impresi¨®n de que act¨²an sin esfuerzo. La actitud sprezzante es un c¨®ctel que se manifiesta a trav¨¦s de un aire sutil, leve y desde?oso, cuyo sabor sorprende por incluir el ingrediente m¨¢s seductor: estar tocado por la gracia. Pues bien, Tiepolo, a quien Calasso denomina ¡°el ¨²ltimo soplo de felicidad en Europa¡±, vivi¨® sus ¨²ltimos ocho a?os en Madrid y muri¨® en la Casa de las Alhajas de la plaza de las Descalzas Reales. Aunque ning¨²n madrile?o les presumir¨¢ de ellos, no se pierdan sus frescos del Palacio Real.
De modo que Madrid ha respondido a las negligencias de sus gobernantes con su mejor cualidad, la iron¨ªa, entre otras cosas porque no cuenta con obras arquitect¨®nicas comparables a las de las grandes capitales europeas. Ahora bien, ?es cierto? ?No las hay? Todo lo contrario: Madrid, lo estamos viendo, contiene un buen n¨²mero de espacios semiocultos donde sentir lo que buscamos, la agitaci¨®n del gran arte y el encuentro con lo imprevisto. Y adem¨¢s, en la intimidad. Por ejemplo, en una peque?a iglesia g¨®tica que contiene uno de los mejores retablos del Renacimiento espa?ol (la capilla del Obispo); o en villas con jardines italianos o rom¨¢nticos (la Quinta del Duque de Arco y El Capricho); museos recoletos y magn¨ªficos (Academia de Bellas Artes de San Fernando) o parques plenos de fuentes y perspectivas barrocas apenas visitados (Campo del Moro). Incluso en la gran arquitectura civil, ahora bien, al estilo de la Villa y Corte. No la busquen en los ministerios o en los palacios, sino en lo de menor importancia, en lo popular, en lo castizo, en lugares como la C¨¢rcel de la Villa, el Hospicio o la plaza Mayor.
Palacio de Godoy
Es hora de iniciar el paseo. Pero antes, un matiz, este callejeo incluye banda sonora escrita en esta ciudad. Bastan dos piezas: Perdido en Madrid, parte 5 (1987), de Miles Davis, y La m¨²sica nocturna de las calles de Madrid, que compuso Boccherini en 1780. Partimos de la calle de la Encarnaci¨®n, con la airosa plaza de la Marina y el palacio de Godoy marcando el tel¨®n de fondo. La larga tapia del monasterio que da nombre a la calle nos encamina al atrio y nos pone a los pies de la fachada de la iglesia, sintetizando las tramas de la arquitectura madrile?a del siglo XVII, la herencia de El Escorial, los escudos nobiliarios, el ajedrezado, los emblemas, la alternancia de frontones, la combinaci¨®n de piedra y ladrillo, los juegos de luces y sombras.
Unos pasos por delante, en semi?c¨ªrculo, la plaza de Oriente. El gran sal¨®n de Madrid. Solo dos observaciones. Vamos al centro, con la vista puesta en la escultura de Felipe IV a caballo; fue la primera estatua ecuestre de bronce del mundo sostenida exclusivamente por sus patas traseras, lo que oblig¨® a quien dise?¨® el equilibrio, el mism¨ªsimo Galileo Galilei, a un prodigio de c¨¢lculos matem¨¢ticos para distribuir los vac¨ªos y los rellenos.
La segunda observaci¨®n puede verificarse bajo cualquiera de las efigies de piedra caliza entre el Teatro Real y el Palacio Real. M¨¢s all¨¢ del tama?o, algo nos sorprende: las figuras no est¨¢n bien acabadas, faltan rasgos por definir. Cuando el viejo Alc¨¢zar de los Austrias se incendi¨® en la Nochebuena de 1734, la nueva dinast¨ªa borb¨®nica se propuso sustituirlo por un gran palacio. Al consultar al arquitecto, Filippo Juvara, sugiri¨® construirlo en la monta?a del Pr¨ªncipe P¨ªo, donde ahora se asienta el templo egipcio de Debod. La respuesta fue indignada, los Borbones construir¨ªan su casa sobre las mismas huellas del Alc¨¢zar de los Austrias y de la alcazaba ¨¢rabe. Y para que nadie pusiera en duda la legitimaci¨®n, el rey encarg¨® a fray Mart¨ªn Sarmiento un programa iconogr¨¢fico que manifestara su lugar entre la grandeza hisp¨¢nica. El plan detallaba la estatuaria, la pintura y los tapices del nuevo palacio estableciendo una doble vinculaci¨®n de la monarqu¨ªa hispana: los reyes godos con el imperio romano, por el matrimonio entre el visigodo Ata¨²lfo con la emperatriz Gala Placidia; y los reyes b¨ªblicos con los Borbones, equiparando a dos padres y dos hijos: David y Salom¨®n con Felipe V y Fernando?VI. Para testimoniar a la nueva dinast¨ªa como sost¨¦n de todas las Espa?as, una multitud de estatuas de piedra de los reyes coronar¨ªa la cornisa, desde los emperadores hispanos de Roma y Bizancio, Trajano y Arcadio, hasta los actuales, pasando por los godos y por todos los reinos, incluyendo los de ultramar con los soberanos de los imperios inca y azteca, Atahualpa y Moctezuma.
El perfil de la torre mud¨¦jar de San Nicol¨¢s, del siglo XII, nos anuncia una plaza min¨²scula con una fachada singular
M¨¢s de un centenar de esculturas. Nunca llegaron a ser colocadas. La leyenda dice que lo impidi¨® un sue?o apocal¨ªptico de Isabel de Farnesio, la reina madre de Fernando VI, en el que se hund¨ªa el palacio bajo el peso de las estatuas. En realidad lo orden¨® Carlos III. Esa muchedumbre le parec¨ªa un disparate. Hoy adornan varios parques, entre ellos el Retiro y los jardines de Sabatini, en Madrid, y otros de Burgos o Vitoria. Dise?adas para ser vistas a 50 metros de distancia, ya sabemos el motivo del tosco acabado. Un ¨²ltimo detalle: no se hizo ninguna escultura de quienes dominaron la Pen¨ªnsula durante 800 a?os, los reyes ¨¢rabes. La arquitectura como s¨ªmbolo del poder y espejo de la historia.
Aunque ning¨²n madrile?o presumir¨¢ de ellos, no se pierda los frescos de Tiepolo en el Palacio Real
Continuamos en direcci¨®n a la plaza de Ramales; por el camino haremos un alto para saludar la memoria de don Diego Vel¨¢zquez: estamos pasando por delante de su casa y fue enterrado en la iglesia que se alz¨® sobre esa plaza. ?Saben que los madrile?os suelen comentar ante ciertos atardeceres que el cielo tiene colores velazque?os? Lo dicen con naturalidad, sin darse cuenta de la carga de profundidad de la frase: es la naturaleza quien imita a sus pinturas y no al rev¨¦s. Un poco m¨¢s adelante, la calle del Biombo y el perfil de la torre mud¨¦jar de la iglesia de San Nicol¨¢s (siglo XII) nos anuncian una plaza min¨²scula con una fachada singular. Dos austeras moles de ladrillo apenas separadas entre s¨ª para dejar lugar a la puerta y al emblema de la arquitectura de los Austrias: la torres estilizadas de pizarra, los chapiteles.
Es la hora del aperitivo. Hagamos una pausa en El Anciano Rey de los Vinos, el bar adonde se escapaba Alfonso XIII ¡ªest¨¢ frente a su casa¡ª, que sin el menor problema borr¨® de su nombre la palabra ¡°rey¡± al d¨ªa siguiente de la proclamaci¨®n de la Rep¨²blica. Reponemos fuerzas con un verm¨² de grifo y volvemos a Mayor hasta la calle del Sacramento para entrar en el Huerto de las Monjas. Un peque?o jard¨ªn de hace 300 a?os en torno a una fuente con querubines de bronce, el ¨²nico resto del viejo convento de las bernardas, las benem¨¦ritas monjas cistercienses, sustituido en la d¨¦cada de 1970 por el edificio actual de apartamentos. Crucen con decisi¨®n la verja, es un oasis visitable. Salimos por la puerta de la calle del Rollo, donde se alzaba el rollo o picota de Madrid, la columna de piedra sobre la que se expon¨ªa a los reos de peque?os delitos y, en ocasiones, la cabeza o los cuerpos ajusticiados por la autoridad civil.
San Antonio de los Alemanes apenas llama la atenci¨®n entre las estrechas calles de Malasa?a
Ahora entremos por unos instantes en la se?orial plaza de la Villa. Los chapiteles barrocos del Ayuntamiento parecen conversar con la torre g¨®tico mud¨¦jar del palacio de los Lujanes, mientras que el arco de herradura de la entrada de la casa de ?lvaro de Luj¨¢n se hace lado con las filigranas platerescas de la portada de la de Cisneros. Luego, la calle del Cord¨®n nos encamina ante la fachada convexa de la bas¨ªlica de San Miguel; tan pomposo nombre incita a subir las gradas y asomar la cabeza; ya no estamos en Madrid, los colores, las capillas, las pinturas, todo se corresponde con las iglesias de Roma. Hecho el alto, volvemos a nuestra senda particular, nos ayuda el nombre de la calle de delante: Pu?onrostro. Cruzamos Segovia hasta el palacio del Nuncio y la iglesia de San Pedro, otra torre mud¨¦jar del siglo XIV, en este caso limpia de ornamentos y con perspectiva impecable. En la esquina, el jard¨ªn de Winthuysen del palacio del Pr¨ªncipe de Anglona nos invita a otro lugar fuera del tiempo.
Estamos en el coraz¨®n de la ciudad ¨¢rabe. A nuestra derecha, la plaza del Alamillo, testificando la relevancia del lenguaje. Este lugar albergaba el Alam¨ªn, el tribunal de la comunidad musulmana. Cuando en 1083 Alfonso VI conquist¨® Madrid, vino a presentar sus respetos a las autoridades judiciales. La placita se llamaba naturalmente del Alam¨ªn, como la Gran V¨ªa sigui¨® llam¨¢ndose Gran V¨ªa sin importar que le impusieran otro nombre, excepto que a alguien se le ocurriera una soluci¨®n, dir¨ªamos hoy, creativa. La pens¨® el mismo rey: plantar un ¨¢lamo, un alamillo. El Alam¨ªn fue transform¨¢ndose poco a poco en Alamillo.
La costanilla de San Andr¨¦s nos vuelve a sumergir en el idioma; la cuesta incorpora el esfuerzo del ascenso m¨¢s all¨¢ de la imagen misma de la plaza de la Paja, un pronunciado desnivel donde se desplegaba el zoco de la morer¨ªa. En la cumbre estaba la mezquita. Sobre su solar, tres edificios unidos: uno barroco, la capilla de San Isidro; otro mud¨¦jar, la iglesia de San Andr¨¦s, y el m¨¢s ¨ªntimo, la capilla del Obispo, de trazas g¨®ticas. Contiene un retablo plateresco firmado por Francisco Giralte, con un Cristo en escorzo que nos har¨¢ evocar al mejor Berruguete y hasta a Miguel ?ngel. Lo flanquean dos sepulcros en alabastro de similar calidad; el de la derecha lo preside, orando, quien pag¨® la capilla, Gutierre de Vargas y Carvajal, un noble espa?ol de manual del Renacimiento: obispo a los 18 a?os, vida disoluta y pendenciera hasta los 45 y, tras el Concilio de Trento, jesuita de moralidad irreprochable.
Es la hora del atardecer y nos acercamos a Las Vistillas ¡ªla plaza de la Morer¨ªa¡ª, para contemplar las luces violetas y confrontar, de nuevo, en el centro mismo de la ciudad, a la naturaleza regal¨¢ndonos visiones. Por encima de las fuentes y los paseos del Campo del Moro se impone la silueta de la sierra de Guadarrama. Ten¨ªamos prevista una cita con la mejor iglesia barroca en la capilla de la Orden Tercera y, a su lado, con la f¨¢brica neocl¨¢sica de San Francisco el Grande, cuya grandiosa c¨²pula supera a Santa Sof¨ªa. Pero ?basta de visitas! Vay¨¢monos a cenar a los figones de la Cava Baja.
?Queda tanto por recorrer! Por ejemplo, pasear las cr¨®nicas del mentidero de Madrid, entre la Plaza Mayor, la calle de Alcal¨¢ y el palacio de Villamediana; saludar a los insignes de la literatura en sus domicilios: Cervantes, Lope, Quevedo, G¨®ngora; la ruta de los conventos; evocar a las generaciones del 98 y del 27 en los viejos caf¨¦s de Carretas y la Puerta del Sol; los jardines famosos, el Bot¨¢nico, el Retiro y hasta la ¨²ltima obra importante realizada en la capital, Madrid R¨ªo; las villas rom¨¢nticas o italianas; los museos; las fuentes; las puertas; el barrio de Justicia con las Salesas Reales; el paseo del Prado, los Jer¨®nimos y el esbelto Observatorio Astron¨®mico¡ En realidad falta casi todo, pero es natural; ya saben, Madrid no tiene monumentos comparables a los de las grandes capitales europeas. Lo dej¨® dicho Miguel Hern¨¢ndez antes de mor¨ªrsenos en la c¨¢rcel de Torrijos: ¡°S¨®lo te nutre tu v¨ªvida esencia.?/ Duermes al borde del hoyo y la espada.?/ Eres mi casa, Madrid: mi existencia?/ ?Qu¨¦ atravesada!
Pedro Jes¨²s Fern¨¢ndez es autor de la novela Pe¨®n de rey.
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