Las islas Aran, en territorio ¡®Gaeltacht¡¯
Estos tres pedazos de tierra, refugio del ga¨¦lico, conservan la inh¨®spita identidad de Irlanda con milenarias fortalezas y asombrosos acantilados
Acantilados de v¨¦rtigo, fortalezas milenarias y, sobre todo, buena parte de la esencia de la Irlanda m¨¢s tradicional. As¨ª son las islas Aran, tres pedazos de piedra viva habitados por poco m¨¢s de 1.300 personas que emergen en el oc¨¦ano Atl¨¢ntico muy cerca de la costa irlandesa, desde la que se pueden divisar cuando se circula por la Wild Atlantic Way, la carretera que bordea los acantilados del oeste. Las islas Aran estaban abocadas a ser meros puntos en el horizonte hasta que, en 1934, el cineasta norteamericano Robert Flaherty las sac¨® del anonimato con el documental Man of Aran, en el que reflejaba la esforzada supervivencia de sus habitantes a comienzos del siglo XX. La pel¨ªcula, que obtuvo un premio en la Mostra de Venecia de aquel a?o, retrat¨® a estas islas de agreste paisaje como un lugar casi m¨ªtico en el que escritores como William B. Yeats y John M. Synge se refugiaban en busca de inspiraci¨®n y en la que el ga¨¦lico, la lengua originaria de los irlandeses, encontr¨® refugio ante el empuje del ingl¨¦s. No hay que olvidar que las Aran son consideradas Gaeltacht, zona de habla irlandesa. Por eso en esta ruta nos cruzamos con carteles que solo entienden de ga¨¦lico y en los servicios de caballeros no pone man sino fear.
Situadas a 48 kil¨®metros de la bah¨ªa de Galway, la mejor forma de llegar es en ferri¡ªa partir del pr¨®ximo 19 de julio, Irlanda ha anunciado que abre sus puertas a los turistas¡ª. En 40 minutos de navegaci¨®n, este une el puerto de Rossaveal con la mayor de las islas, Inis M¨®r. La aproximaci¨®n permite observarlas elevarse sobre el mar como adoquines naturales que resisten el embate de las olas y el severo clima que convirtieron durante siglos la vida de sus vecinos en una lucha continua contra los elementos. El atraque en el puerto de Cill R¨®n¨¢in, la principal poblaci¨®n, permite descubrir que, por fortuna, poco resta de aquella dura existencia. Ya no est¨¢n los esforzados pescadores retratados por el cineasta que, enfundados en sus gruesos jers¨¦is de lana blanca, se lanzaban a capturar tiburones a bordo de sus fr¨¢giles barcas de madera y tela alquitranada, los cu?rragh. Ahora, los araneses se ganan la vida ofertando a los turistas que llegan y se van en el mismo d¨ªa bicicletas de alquiler, buc¨®licos paseos en carretas de caballos, aceleradas excursiones en furgoneta y, c¨®mo no, aquellos jers¨¦is como recuerdo.
Tanto en Inis M¨®r como en las otras dos islas, cualquier ruta que se inicie termina irremediablemente mirando al Atl¨¢ntico desde agrestes acantilados. Sin embargo, hasta llegar a ese punto, primero hay que dejar atr¨¢s las calles de Cill R¨®n¨¢in, con sus tiendas de recuerdos y pubs, y aventurarse a un paisaje sin monta?as ni arbolado a trav¨¦s de senderos que zigzaguean al dictado de los humildes muros que parcelan los terrenos donde pasta el ganado. En ese deambular surgen casas dispersas, vetustas ermitas y cruces de estilo celta que recuerdan que aqu¨ª encontr¨® refugio el primitivo cristianismo a trav¨¦s de anacoretas y monjes, como el c¨¦lebre san Brand¨¢n, quien en el siglo V se lanz¨® al Atl¨¢ntico en busca de un para¨ªso que, desde luego, no encontr¨® en estas tierras.
Muestra de ello son las m¨²ltiples construcciones religiosas que se conservan, entre las que destacan las ruinas de Na Seacht dTeampaill ¡ªlas siete iglesias en ga¨¦lico, aunque en realidad son dos templos y varios edificios donde viv¨ªan los monjes¡ª y los muros sin techumbre de Teampall Bhean¡¯in, que con sus escasos dos metros de ancho por tres de largo encaramados en una suave colina es una de las iglesias m¨¢s peque?as del pa¨ªs y, posiblemente, la que mejores vistas ofrezca. Pero, sobre todo, en la mayor de las Aran destacan las majestuosas construcciones de la Edad de Bronce. Consideradas por algunos fortalezas defensivas y por otros centros religiosos paganos, su ejemplo m¨¢s espectacular es D¨²n Aonghasa. Sus muros de piedra conc¨¦ntricos en forma de herradura se asoman desafiantes desde el siglo VII antes de Cristo a un acantilado en el que aproximarse al borde es una temeridad si no se hace tumbado.
Sosiego natural
A las otras dos islas del archipi¨¦lago, Inis Me¨¢in e Inis Oirr, tambi¨¦n llegan los ferris, aunque el n¨²mero de viajeros que se aventuran hasta ellas, incluso en verano, es mucho menor, lo que les permite conservar su sosiego natural. La primera de ellas tambi¨¦n tiene fortalezas de las que presumir y caminos dibujados por muros de piedra en los que perderse. Los curragh bordean el min¨²sculo puerto donde atracan los barcos. Desde all¨ª hasta el otro lado de la isla se tarda poco m¨¢s de media hora a buen paso. Aqu¨ª se encuentra el asiento de piedra en el que el escritor irland¨¦s John M. Synge pasaba horas mientras se inspiraba contemplando en el horizonte la isla principal, separada solo por el kil¨®metro y medio de mar del estrecho de Gregory¡¯s Sound.
Por ello, las prisas no tienen sentido en Inis Me¨¢in. Hay que hacer un alto en Teach ?sta, un pub de paredes blancas y pintas de cerveza negra. Tambi¨¦n en la fortaleza ovoide de Dun Conchuir, menos espectacular que Aonghasa y, a diferencia de esta, alejada de la costa, pero igual de pret¨¦rita. Y, por supuesto, en la casa donde Synge residi¨® durante los cinco veranos que se refugi¨® aqu¨ª.
Algo similar ocurre en la m¨¢s peque?a de las islas, Inis Oirr. Una casa torre del siglo XV, un par de iglesias y el casco oxidado del Plassey (un mercante embarrancado en sus costas en 1960 y a cuyos tripulantes salvaron los isle?os) recuerdan al viajero que no son necesarios grandes monumentos para ser cautivado. Y si eso fuera poco, conserva leyendas de galeones de la Armada Invencible espa?ola que naufragaron en estas aguas cargados de un oro que, aseguran, a¨²n permanece oculto en alg¨²n lugar del fondo marino muy cercano a sus costas.
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