Uchda, la pen¨²ltima valla antes de llegar a Espa?a
Esta ciudad fronteriza con Argelia es la puerta de entrada de la inmigraci¨®n irregular hacia Marruecos, donde se recuperan todos aquellos que, antes o despu¨¦s, dar¨¢n el salto a Europa
La casa de Hamza est¨¢ en un callej¨®n sin salida cerca del zoco de Uchda. La puerta casi siempre est¨¢ abierta porque la ¨²nica llave la tiene el casero. El aire se espesa al subir los diez primeros escalones hacia la primera planta. La vivienda tiene dos pisos, una terraza en el tejado, un ba?o y diez cuartuchos de paredes ro?osas. Cuando llueve el agua entra por el tragaluz de la escalera. No hay cocina. Ni muebles. Ni equipaje. Solo algunas colchonetas y esterillas pegadas unas a las otras y un par de m¨®viles carg¨¢ndose en los enchufes. Dormir aqu¨ª, en un pedazo de suelo, cuesta un euro al d¨ªa. La casa de Hamza, un sudan¨¦s veintea?ero y enigm¨¢tico, sirve de escondite a 40 refugiados sudaneses reci¨¦n llegados a Uchda, la ciudad marroqu¨ª a solo cinco kil¨®metros de Argelia que supone la pen¨²ltima frontera antes de intentar el salto a Espa?a.
Uchda tiene medio mill¨®n de habitantes y es la principal puerta de entrada de la inmigraci¨®n irregular hacia Marruecos. Aqu¨ª est¨¢n los que antes o despu¨¦s intentar¨¢n saltar la valla de Ceuta o Melilla. O si pueden pagarlo, irse a la costa atl¨¢ntica para embarcarse en una patera hacia Canarias. Algunos hombres y mujeres llegan aqu¨ª tan rotos, tan violados o torturados que renunciar¨¢n a su sue?o de llegar a Europa. Se instalar¨¢n en cualquier ciudad marroqu¨ª en la que encuentren trabajo. Muy pocos, agotados de intentarlo, volver¨¢n a sus pa¨ªses. Otros morir¨¢n en el intento.
Muchos de los ocupantes de la casa de Hamza han vivido en campos de refugiados en Sud¨¢n. Tambi¨¦n han pasado por centros de detenci¨®n en Libia. Algunos muestran las cicatrices que provoca el pl¨¢stico quemado al caer sobre la piel, una de las torturas favoritas de los milicianos libios ¡ªaunque no la m¨¢s retorcida¡ª. Planeaban llegar a Italia o Malta en una barca neum¨¢tica, pero cambiaron la ruta como llevan haciendo miles de sudaneses en los ¨²ltimos dos a?os: en Libia, las mafias exigen cada vez m¨¢s a cambio de menos.
Hamza habla por primera vez y todos callan: ¡°Antes por 500 euros ten¨ªas dos intentos para llegar a Europa en barco. Ahora el precio ha subido y si no lo consigues a la primera te quedas sin nada. Las neum¨¢ticas son mucho peores y cuando los guardacostas [financiados por la UE] te encuentran en el mar te entregan directamente a las milicias¡±. Babakar Ibrahim, otro de los inquilinos, a?ade: ¡°Las milicias tienen un gran negocio. Ya no pasas por una sola prisi¨®n en la que piden dinero a tu familia para liberarte, ahora te mandan de un sitio a otro y piden varios rescates¡±. Para estos sudaneses ¡ªy el resto de nacionalidades que se encuentra en la ciudad¡ª el camino hacia sus destinos, sea cuales sean, pasa hoy por Espa?a. Cuando se curen de sus heridas. Cuando descansen. Cuando tengan el dinero suficiente para continuar el viaje.
En el r¨¢pido recorrido hacia la azotea se ven decenas de documentos de la Agencia de Refugiados de las Naciones Unidas (Acnur) tirados en el suelo de una habitaci¨®n con la bandera de Reino Unido pintada en la pared y de la barandilla cuelga una bolsa con dos ganchos de los que se usan para agarrarse a las vallas de Ceuta y Melilla. Los inquilinos no est¨¢n muy contentos con su alquiler en esta casa mugrienta. ¡°El casero nos corta el agua para que no gastemos. No es un buen tipo¡±, dicen. Pero aqu¨ª tampoco hay mucho donde elegir. En las calles, puentes y montes de Uchda duermen decenas de j¨®venes y menores que ni siquiera pueden permitirse ese euro al d¨ªa.
El casero de Hamza aparece de repente en la terraza. Es un hombre de algo m¨¢s de 30 a?os, tatuado y fornido, que luce una camiseta ajustada. Regenta un puesto de vestidos de mujer en el zoco y siempre tiene un ojo en su otro negocio, el m¨¢s rentable. ?l mismo autoriz¨® la visita de EL PA?S a la vivienda cuando los sudaneses le consultaron, pero no se f¨ªa. No dice nada, pero con su mera presencia todos entienden que la conversaci¨®n se ha acabado.
El centro de Uchda est¨¢ lleno de cafeter¨ªas donde los hombres pasan las horas sentados en las terrazas sin hacer nada. El tr¨¢fico, intenso, respira en sem¨¢foros donde se apostan mujeres subsaharianas para pedir limosna junto a sus ni?os, tambi¨¦n con la esperanza de llegar a Europa. En un cruce algo m¨¢s alejado del centro, una refugiada siria vestida de negro cuenta mediante un cartel que se ha quedado varada en la ciudad. Una plaza con c¨¦sped y palmeras alt¨ªsimas abre paso a la medina amurallada, donde bulle un zoco lleno de ropa y un vecindario que charla en taburetes frente a las puertas de sus casas.
¡°Aqu¨ª no hay lugar seguro¡±
Durante la Fiesta del Cordero, la fecha m¨¢s importante del calendario musulm¨¢n, que este a?o ha ca¨ªdo en 10 de julio, hace much¨ªsimo calor y no hay nadie en la calle. Al mediod¨ªa suena el tel¨¦fono de esta periodista. Es un mensaje en ¨¢rabe de uno de los chicos de la casa de Hamza.
¡ª?Vas a venir?
¡ª?Ten¨¦is un lugar seguro donde encontrarnos?
¡ªAqu¨ª no hay lugar seguro.
La cita se precipita en una esquina en la que aparecen m¨¢s de 30 j¨®venes. El grupo conoce bien esta calle. Aqu¨ª est¨¢ el diminuto local de techo bajo en el que muchos de ellos comen cada d¨ªa. Lo regenta Mohamed, un hombre de 64 a?os de pelo canoso, barba de tres d¨ªas y cejas arqueadas. Los chicos le llaman hach, una f¨®rmula para dirigirse con respeto a las personas mayores. Mohamed ha perdido su clientela habitual desde que hace un a?o su tienda se ha llenado de sudaneses. Al precio de un euro por persona, prepara enormes perolos de lentejas con pan o guisantes que los chicos machacan con una botella de coca cola de vidrio que les sirve de mortero. ¡°A veces no tienen dinero y me piden fiado. S¨¦ que nunca me pagar¨¢n, ?pero qu¨¦ hago? ?Les dejo hambrientos? Lo hago de forma altruista, s¨¦ por lo que est¨¢n pasando: mi propio hijo quiere emigrar¡±, explica.
El lugar seguro para hablar acaba siendo una cafeter¨ªa cercana con aire acondicionado y c¨¢maras de vigilancia. Entra un primer grupo de cinco personas, en el que hay dos chicos de 13 y 14 a?os. Son los que no tienen el euro diario para pagar una casa y duermen en una parcela llena de cascotes donde hace no mucho hab¨ªa un edificio. Sobre las piedras hay sacos de dormir, colchones mugrientos y una tienda de campa?a que sirve de alojamiento a otros 13 refugiados. A pocos metros huele a gato muerto y basura fermentada.
Los dos adolescentes, Mohamed Ibrahim y Adil Adam, cuentan historias parecidas. Familia pobre, guerra, muertes, fracaso en los estudios. Salieron de Sud¨¢n con apenas 10 a?os junto a otros chicos. Y s¨®lo quedan ellos. Su plan es llegar a Espa?a.
¡ª?Alguien os cuida por ser peque?os?
¡ª Aqu¨ª cada uno se cuida solo.
La siguiente cita es con Hamza, en la misma cafeter¨ªa, a las seis de la tarde. Pero ¨¦l, que odia llegar tarde, se retrasa m¨¢s de 40 minutos. Saluda sin dar la mano. Su moral isl¨¢mica, dir¨¢ despu¨¦s, no le permite tocar a las mujeres.
¡ª El casero nos ha encerrado y no pude venir antes.
El hombre decidi¨® que ese d¨ªa ir¨ªa a cobrar antes su renta diaria. Ech¨® a los que no pod¨ªan pagarle y encerr¨® a los que s¨ª lo hicieron. Su particular manera de evitar que se le colase nadie. ¡°No s¨¦ por qu¨¦ lo hizo, no me preguntes, pero es nuestra libertad bajo su control¡±, se indigna Hamza.
El joven quiere ayudar. Ha facilitado entrevistas con sus compatriotas y dedicado un par de horas a explicar la frustraci¨®n de ser un refugiado que no encuentra un lugar seguro en el que vivir. ¡°Llegar a Uchda es un golpe de realidad. Muchos no son conscientes de lo dif¨ªcil que es seguir si no tienes dinero para hacerlo. Despu¨¦s de lo que pasamos, podr¨ªa ser lugar m¨¢s seguro, pero aqu¨ª no hay trabajo para nosotros. ?T¨² qu¨¦ har¨ªas? Pues seguir movi¨¦ndote¡±, explica.
Uchda fue pr¨®spera y din¨¢mica, a pesar de mirar hacia una frontera de 1.500 kil¨®metros que, en el ¨²ltimo medio siglo, ha estado m¨¢s tiempo cerrada que abierta. Viv¨ªa del contrabando. La ciudad ha sido una de las grandes perjudicadas por las hostilidades que marcan las relaciones entre Marruecos y Argelia. Con el cierre definitivo de los pasos en 1994 aument¨® la vigilancia y comenz¨® su decadencia. Y cambi¨® radicalmente el perfil de los que empezaron a transitar sus calles. Uchda siempre recibi¨® extranjeros. En los 60, la ciudad lleg¨® a ser la segunda del Reino marroqu¨ª con m¨¢s for¨¢neos. M¨¢s del 28% de sus vecinos eran inmigrantes, seg¨²n datos recopilados en un libro del ge¨®grafo Abdelkader Guitouni. Eran, sobre todo, argelinos, espa?oles y franceses. La universidad atrae hoy a cientos de estudiantes subsaharianos, a mismo tiempo que Uchda es la primera ciudad que pisan el 41% de los migrantes cuando llegan a Marruecos, seg¨²n el instituto estad¨ªstico nacional. La inmensa mayor¨ªa, de forma clandestina.
Violencia y secuestros en la frontera
Para llegar a Uchda tambi¨¦n se salta una valla. Y un foso. Xavier, un m¨¦dico de Chad de 30 a?os que atiende en el servicio de urgencias de la ciudad, dedica buena parte de sus consultas a atender a los heridos de esta frontera. Amputaciones de dedos en invierno por la exposici¨®n prolongada al fr¨ªo y fracturas de pie, mano, pierna, cabeza o maxilar durante todo el a?o. Seg¨²n los testimonios de sus pacientes, ¡°muchas de las fracturas se deben a la agresividad de las fuerzas armadas de la frontera marroqu¨ª¡±.
La polic¨ªa no es la ¨²nica amenaza. Por aqu¨ª circulan historias terribles de lo que puede pasarte si no corres lo suficiente una vez que has sorteado la alambrada que separa Argelia de Marruecos. ¡°Cuando entras tienes que huir de la mafia. Si te cazan acabas encerrado en una casa, no te dan de comer y no te liberan hasta que pague tu familia¡±, cuenta Hamza. Estos secuestradores, que imitan el modelo libio de extorsi¨®n de los migrantes, son marroqu¨ªes compinchados con los argelinos que, desde el otro lado, avisan cuando pasa un grupo, asegura.
Alan, un cura de ascendencia hispano-francesa nacido en Uchda hace 70 a?os, relata con un disimulado entusiasmo c¨®mo hace a?os asum¨ªa el papel que no ejerc¨ªan las autoridades. ¡°Averigu¨¢bamos los escondites donde los encerraban y los sac¨¢bamos de all¨ª¡±. Las casas siguen existiendo en los mismos barrios pobres de la ciudad, muy cerca de la frontera.
Adem¨¢s del maltrato policial y los secuestros, hay otras formas de acabar mal en la frontera. Al cruzar, los migrantes acuden a los llamados taxi-mafia que les acercan a las puertas de la ciudad por 50 euros. Van a toda velocidad y corren un riesgo alt¨ªsimo de sufrir accidentes. El m¨¦dico recuerda especialmente a tres de esas v¨ªctimas que se han quedado parapl¨¦jicas. Dos de ellas viven en la ¨²nica iglesia cat¨®lica de Uchda, la ¨²nica instituci¨®n que se ha ofrecido a atenderlos. La tercera lleva dos a?os en el hospital.
Xavier advierte de que a los migrantes en situaci¨®n irregular ¡ªlos que ni siquiera han conseguido un papel de Acnur que les reconoce como refugiados, los que no tienen pasaporte o permiso de residencia¡ª se les niega el tratamiento. ¡°Aqu¨ª hay una realidad que Marruecos ignora. Es nuestro deber brindar asistencia a una persona en peligro, no puede haber diferencias¡±, reivindica el m¨¦dico.
Es la noche previa a la Fiesta del Cordero, las tiendas han cerrado y ya est¨¢ todo el mundo metido en casa con los preparativos de la celebraci¨®n. Hamed Mahamad Abded, rebozado en una fina capa de polvo anaranjado, dolorido y con los vaqueros rasgados, llega, por fin, a la ciudad. Acaba de saltar la valla y escapar de la mafia. Pide refugio en la iglesia. Se lo dan, pero ser¨¢ breve: la capacidad de los curas solo llega para atender a los heridos m¨¢s graves y los ni?os. El chico, de 21 a?os, tambi¨¦n de Sud¨¢n, solo piensa en cambiarse de ropa.
¡°Mi historia es larga y bastante triste¡±, anuncia. A Hamed le mataron a sus cuatro hermanos en 2015 unos milicianos, de una etnia rival de la suya que invadi¨® y quem¨® su aldea. ?l solo ten¨ªa 15 a?os. Se salv¨® porque estudiaba en Niala, la capital de la peligrosa regi¨®n de Darfur. Un a?o despu¨¦s del suceso, se march¨®. El joven pas¨® por minas de oro ilegales en Chad, sum¨® m¨¢s de un a?o secuestrado y esclavizado en Libia y lo detuvieron dos veces en Argelia. Su cuerpo est¨¢ lleno de cicatrices. Algunas se parecen a las que muestran los otros chicos, las de pl¨¢stico derretido en la piel. Hamed dice que no quiere irse a Europa si encuentra en Marruecos un trabajo en una f¨¢brica de azulejos. Asegura que conoce el oficio, que lo aprendi¨® con uno de los libios que lo mantuvo secuestrado. Si no lo encuentra tampoco piensa volver: ¡°Despu¨¦s de todo lo terrible que me ha sucedido, la vida no significa nada para m¨ª. Ni aunque me diesen todo el oro y la plata del mundo me compensar¨ªa. Pero si me deportasen a Sud¨¢n, lo har¨ªa de nuevo¡±.
Hamza s¨ª quiere llegar a Espa?a. Conf¨ªa en hacerlo de forma legal, aunque no hay opciones para ¨¦l. En el mejor de los casos, la embajada espa?ola podr¨ªa hacer una excepci¨®n, como est¨¢ haciendo puntualmente con algunos afganos, y ofrecerle un salvoconducto para pedir protecci¨®n en Espa?a. La ley de asilo contempla esa opci¨®n, pero apenas se aplica. Hamza tiene que encontrar otra f¨®rmula. Mientras, lamenta perder el tiempo en Uchda. No sabe cu¨¢ndo saldr¨¢ de este tortuoso lugar de paso donde hay gente que, aun sabiendo lo que aqu¨ª ocurre, prefiere no aparecer en este reportaje. No es indiferencia, es miedo.
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