As¨ª se muere un pueblo
Los dos ¨²ltimos habitantes de La Estrella (Teruel), una pareja de ancianos, abandonan la aldea en la que han vivido solos y sin electricidad los ¨²ltimos 30 a?os
El ¨²ltimo habitante de La Estrella es un hombre de 89 a?os, de cuerpo menudo y dedos anchos, tan alegre y jovial que incluso suelta una carcajada cuando tropieza y est¨¢ a punto de caerse. ¡°Parezco un borracho¡±, dice. Hasta hace unas semanas, Mart¨ªn Colomer y su esposa, Sinforosa Sancho, de 92 a?os, eran los dos ¨²nicos habitantes de esta pedan¨ªa enclavada en la profundidad de las monta?as del Maestrazgo, en los l¨ªmites de las provincias de Teruel y Castell¨®n. Pero cuando Sinforosa se rompi¨® la cadera y le dijeron que era mejor ingresarla en una residencia, Mart¨ªn tuvo que aceptar que era el momento de irse a vivir con su hijo a Villafranca, a 20 kil¨®metros de ah¨ª. No fue f¨¢cil convencerle de que, a punto de cumplir los 90 a?os, y con temperaturas de 10 grados bajo cero, vivir totalmente solo en un lugar donde lo m¨¢s tecnol¨®gico es el transistor donde escucha RNE, no era la mejor opci¨®n. Desde entonces, baja cada pocos d¨ªas en su vieja Citro?n C15 para dar de comer a los animales o limpiar la iglesia. Los que lo conocen, dicen que es para poder ir despu¨¦s a la residencia y contarle a su compa?era de vida que todo sigue igual en el pueblo.
¡°Ah¨ª viv¨ªan Mariano y Benem¨¦rita, ah¨ª Xisco, ah¨ª Dorotea, ah¨ª¡ Buena gente, todos¡±, dice Mart¨ªn se?alando con la cabeza las casas derruidas de un pueblo formado por tres calles empedradas, un r¨ªo seco, una iglesia vac¨ªa, una escuela con polvo, un lavadero p¨²blico y una peque?a plaza. Mart¨ªn pasea sin necesidad de bast¨®n con un pu?ado de llaves en la mano. Son las llaves de la escuela, donde a¨²n permanecen las pizarras de la ¨¦poca. Las de la iglesia, que barre con mimo cada d¨ªa a pesar de lo poco que le gustan los curas, o las del granero, donde duermen los perros. Con cada puerta, el sonido de la bisagra y el crujir de la madera rompen el silencio de un lugar donde solo suena el viento, las risas de Mart¨ªn y una perturbadora sierra el¨¦ctrica al fondo. Lejos quedaron los d¨ªas en los que La Estrella ten¨ªa 300 habitantes, dos tabernas, un cura, un maestro, un practicante, un enterrador, un carpintero y ocho guardias civiles.
Desde que hace 35 a?os se march¨® el ¨²ltimo vecino, la pareja ha vivido sola en La Estrella sin necesidad de tel¨¦fono o electricidad gracias a unas l¨¢mparas de aceite, conectados al mundo con una peque?a radio. Desde la infancia aprendieron a vivir sin supermercados y todo lo que consumen, desde la miel a la leche o las verduras, salen de su huerta y sus animales.
Caminar un pueblo abandonado es como una pel¨ªcula en mute, donde las escenas se imaginan: Mariano no sale de la tasca, Benem¨¦rita no regresa con la ropa, Francisco no conduce sus ovejas y Dorotea no termina de remendar un pantal¨®n al sol. Ellos, los ancianos, murieron y los hijos, uno a uno, se fueron yendo. Unos a Villafranca, otros a Castell¨®n y los m¨¢s valientes a Barcelona. Desde entonces la maleza trepa por los muros, los bancales est¨¢n descuidados, los tejados derrumbados, los cristales rotos y las chimeneas apagadas.
Mart¨ªn naci¨® en abril de 1934 en ¡°una mas¨ªa ah¨ª cerca¡±, seg¨²n la unidad m¨¦trica del campo turolense, consistente en que ¡°lo que est¨¢ cerca¡± es un lugar a pie ubicado ¡°despu¨¦s de pasar el cerro, continuando por el ca?¨®n del r¨ªo antes de subir la loma que queda enfrente¡±, un sistema de medidas ampliable al manejo del fr¨ªo, m¨¢s cercano a Siberia que a un pa¨ªs mediterr¨¢neo. Cuando naci¨® Mart¨ªn, las derechas acababan de ganar las elecciones y lo primero que hicieron fue absolver a Sanjurjo del intento de golpe de Estado de 1932. ¡°Mi padre fue fusilado al terminar la guerra y mi madre pas¨® siete a?os encarcelada. Me cuidaron unos conocidos en una mas¨ªa hasta que a?os despu¨¦s ella regres¨® a La Estrella¡±. Eran los a?os 40 y aquellas d¨¦cadas de hambre y maquis en los montes de Teruel, a los que la Guardia Civil reprimi¨® con dureza. ¡°Se llevaron a gente buena que no hab¨ªa hecho nada malo¡±, dice sobre aquellos a?os.
¡°He trabajado como una mula desde que levantaba as¨ª del suelo¡±, dice llevando la palma de la mano a la altura del pie. ¡°El trabajo del campo es muy duro y no sacas ni para vivir. Eran jornadas de 12 horas y el patr¨®n apenas te daba para comer una naranja o una sardina enlatada. As¨ª es la vida aqu¨ª y no creo que muchos j¨®venes pudieran soportarla hoy¡±.
¡°?Viste el puente de ah¨ª arriba, el que est¨¢ protegido a ambos lados?, es por los borregos¡±, dice cambiando de tema. ¡°Eso se hace por si alguna vez un borrego se despista y cae al r¨ªo, porque el resto del reba?o se tira detr¨¢s siguiendo al primero¡±, explica. ¡°As¨ª son los borregos: donde va uno van todos y el hombre es el animal m¨¢s tonto despu¨¦s del borrego¡±. As¨ª, como si nada, Mart¨ªn desliza frases que parecen escritas por un elevado sadhu indio o salidas de un libro de Hermann Hesse. ¡°Dicen que aqu¨ª viv¨ªamos solos, pero yo tengo mis perros, los gatos, alguna gente que llega¡ Me siento solo cuando he ido a la ciudad¡±, sentencia. Hay antrop¨®logos incapaces de resumir el mundo mejor que el viejo pastor.
Mart¨ªn y Sinforosa se conocieron como se conoc¨ªan las parejas antes de las apps de citas. En el trabajo y en el barrio. Ella, que ahora es una mujer de sonrisa ancha y larga melena blanca, ¡°viv¨ªa ah¨ª al lado¡±, dice se?alando una casa con las ventanas de madera y el techo vencido, ¡°y los dos ¨¦ramos pastores¡±. La cortej¨® durante a?os hasta que ¡°ya muy mayor¡±, casi con 28, se casaron en la plaza del pueblo a la vez que otras dos parejas. No hubo anillo, ni viaje de novios. Una comida con varios pollos para 20 personas y al d¨ªa siguiente de nuevo con las ovejas. ¡°Antes no se beb¨ªa como ahora. Tal vez un poco de vino o algo de an¨ªs cuando era fiesta¡±, dice sobre aquel d¨ªa. ¡°La vida aqu¨ª es dura, pero era mucho m¨¢s dura antes. Los inviernos eran largos y fr¨ªos, con nevadas de m¨¢s de un metro, pero la tierra siempre nos ha dado lo que necesitamos. El hambre de verdad fue el que pasamos despu¨¦s de la guerra. El hambre es lo m¨¢s duro que hay¡±.
Hasta hace poco, un d¨ªa normal de Mart¨ªn comenzaba a las cuatro de la ma?ana y terminaba al caer el sol. ¡°Nada m¨¢s levantarme iba a por agua a la fuente o sacaba los animales. Despu¨¦s arreglaba la huerta, podaba los ¨¢rboles o sal¨ªa con el perro a ver si encontraba alguna trufa¡±, recuerda sobre una vida simple en la que ¡°comemos cuando tenemos hambre y nos acostamos cuando tenemos sue?o¡±, vuelve a soltar. La vivienda donde la pareja ha vivido los ¨²ltimos a?os es una vieja casona de techos altos, puertas de madera y un espectacular arco de piedra. En el piso de abajo hay una chimenea, una mesa y una cama donde se acurruca el matrimonio cuando cae la noche y el fr¨ªo se cuela por las esquinas. Hasta que Sinforosa tuvo que ser ingresada, el sonido del pueblo eran los ladridos de los perros, las conversaciones y las risas de la pareja. Tambi¨¦n el motor de la Citro?n o los sacos de harina que ella extend¨ªa cada tarde al sol para dormir la siesta mientras ¨¦l la miraba. Pero cuando ella se fue ya solo se escuchaban sus pasos y el viento furioso.
Mart¨ªn y Sinforosa tuvieron dos hijos. Una ni?a, Rosana, que muri¨® repentinamente a los 11 a?os cuando un d¨ªa en la escuela se rompi¨® una vena y no pudo llegar a tiempo al hospital. Su hijo, Vicente, trabaja en la construcci¨®n en Vilafranca, una poblaci¨®n de 2.250 habitantes, donde a partir de ahora empezar¨¢ a vivir Mart¨ªn.
Con una superficie de 14.000 kil¨®metros cuadrados, la mitad de B¨¦lgica, y una densidad de poblaci¨®n de nueve habitantes por kil¨®metro cuadrado, Teruel es una de las provincias m¨¢s despobladas de Europa. En los ¨²ltimos 100 a?os ha perdido la mitad de su poblaci¨®n frente a las cifras de Espa?a, que ha doblado el n¨²mero de habitantes. ¡°Ni siquiera el r¨ªo lleva agua¡±, dice Mart¨ªn, ¡°y si no hay agua, no hay vida¡±, vuelve a soltar.
En la plaza central de La Estrella, una placa recuerda que antes que Mart¨ªn y Sinforosa, otra persona del pueblo apareci¨® antes que ellos en los medios de comunicaci¨®n. Se trata de Silvino Rodr¨ªguez, el ni?o de La Estrella, un conocido torero nacido ¡°en la casa de ah¨ª¡±, se?ala Mart¨ªn. Habilidoso con el capote, El ni?o de La Estrella tore¨® en Madrid y tom¨® la alternativa en Barcelona en 1937, cuando ya hab¨ªa comenzado la Guerra Civil. Poco despu¨¦s se uni¨® a la Rep¨²blica y form¨® parte de la conocida como Brigada de los Toreros republicanos, conformada por matadores de izquierdas. Terminada la guerra, intent¨® volver a torear, pero termin¨® en Francia, donde muri¨® en una accidente de tr¨¢fico.
Al caer el sol, Mart¨ªn se despide de su pueblo con una doble vuelta a la llave de la casa. A lo largo de varias horas de conversaci¨®n, solo se ha puesto triste cuando habl¨® de su hija y de Sinforosa, a la que echa de menos con la austeridad emocional del campo, sonriendo y subiendo los hombros con los ojos vidriosos porque no la ve bien de la memoria. ¡°Recuerda mejor lo que hizo hace 30 a?os que lo que hizo ayer¡±, resume. Al final del d¨ªa, la historia de La Estrella es tambi¨¦n la historia de amor de Mart¨ªn y Sinforosa.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.