La cicatriz del aut¨®mata
Sin el ritual familiar del ¡®cagati¨®¡¯, busqu¨¦ suced¨¢neo en los antiguos juguetes de la remozada buhardilla del Museo Mar¨¨s
No quiero saber de la herida inaugural. Pero la cicatriz puede reseguirse: la ausencia, estas Navidades cov¨ªdicas, del ritual del cagati¨® con los sobrinos, sanador suced¨¢neo en la ¨²ltima d¨¦cada del que hac¨ªa con los hijos, a su vez p¨¢lida, vana reconstrucci¨®n del de mi infancia. Ahora constato que en su alegr¨ªa inocente rastreaba de manera injusta indicios de la que fue la m¨ªa ante paquetes modestos a los pies de la maceta m¨¢s grande de casa, la de un arbusto que bautizamos el-de-orejas-de-Mickey, suplente de un abeto que no pod¨ªamos o quer¨ªamos comprar¡
La espiral no se desvanece (para eso hemos venido) ante la remozada Sala de las Diversiones, en la buhardilla del Museo Frederic Mar¨¨s de Barcelona, la ¨²ltima del Gabinete del Coleccionista que su fundador bautiz¨® como ¡°Museo Sentimental¡±. Con acierto. ¡°Est¨¢n mal puestos, ese es el oficial y aqu¨¦l, el trompeta, deber¨ªan estar delante¡±, ilustra, perdonavidas, el se?or de abrigo y sombrero a su esposa mientras contemplan la colecci¨®n de soldaditos de plomo en el p¨®rtico de la sala. Suena a afrenta, quiz¨¢ porque los de la ¨²nica media decena que tuve no ten¨ªan compa?¨ªa ni rango, pesados trocitos descoloridos, totalmente grises, sin relieves¡ Uno, mal remedo del de Hans Christian Andersen, era manco, algo que, curiosamente, imped¨ªa su estabilidad. Me pregunto si los que tuve de pl¨¢stico (indios, vaqueros, confederados, yankees, tropas de la Segunda Guerra Mundial¡) aguantar¨ªan una parada militar si los dos botes circulares y altos de jabones de cinco kilos de Dixan o de Col¨®n que los guardaban no hubieran desaparecido cuando los padres dejaron el piso familiar.
Paso injustamente r¨¢pido (el exceso de halo intimista de la nueva iluminaci¨®n ayuda) por los folletos antiguos del XIX del Liceo, alg¨²n cartel de corrida de toros de 1853 ¨® de 1913 (¡°Machaquito, Gallo, Gallito, Vicente Pastor¡±), una foto de Santiago Salvador, el anarquista del atentado al coliseo de 1893, y unos cuantos Singlots po¨¨tics, de Seraf¨ª Pitarra (¡°Cada obra, un singlot. Cada singlot, un ral¡±). Pero los dioramas de cart¨®n, como luego pasar¨¢ con los teatrillos que reproducen el Apolo, el Espa?ol o la Zarzuela, me convierten en un insecto con fototaxis positiva a la luz infantil: seis, siete capas de profundidad, entrar en mundos como el del escenario oriental, donde al fondo cobra relieve un carruaje tirado por un drag¨®n¡
Ha sido un fogonazo, imposible de retener, pero ha cruzado una imagen borrosa de un diorama parecido que hab¨ªa en casa de una t¨ªa, un piso que era su wunderkammer personal, todo rastro de ello perdido tras una disputa familiar. Cada mudanza, un desgarro sentimental. El centelleo se ir¨¢ repitiendo, con estampas inasibles que no hab¨ªan asomado nunca. Ocurre con el Chim-Chuap, juego de peque?as piezas romboidales que permiten hacer siete figurillas, ¡°pasatiempo chinesco con que se distrae frecuentemente la nobleza del celeste imperio¡±, reza su vetusta caja. Tuve uno parecido, de pl¨¢stico, claro, amarillo, enmarcado en un cuadrado rojo; y otro, en verde y blanco. No s¨¦ d¨®nde estar¨¢n, ni si ya existen, como desconozco en qu¨¦ parte de mi trastienda emocional dorm¨ªa su recuerdo hasta ahora.
Sucede igual con un mill¨®n y un puzle de cubos, ambos de madera, que ya no s¨¦ si tuve o es un recuerdo implantado ahora por su visi¨®n en las vitrinas del Mar¨¨s. S¨ª fue bien real una caja con bloques de madera para construir. Estaba en casa de la abuela paterna, a la que acud¨ªa con mi progenitor: ellos hablaban bajito en el comedor, ante la mesa con hule, mientras dejaban al ni?o con unos escasos bloques de colores y un par de soldados de caballer¨ªa napole¨®nicos, restos de serie de la infancia de mi padre y su hermano salidos de una caja de zapatos. Hab¨ªa que moverse en silencio para no importunar a la bisabuela, siempre en cama y la luz apagada, m¨¢s misterio y secretismo de unas visitas que no sol¨ªan contarse a mi madre.
Un rel¨¢mpago trae tambi¨¦n una peonza de madera con una cuerda de blanco usado, y un vag¨®n de tren de lat¨®n, solitario, no tan lujoso como el de la vitrina, rojo en vez de verde olivo y sin v¨ªa alguna. Pero, en cambio, s¨ª es casi freudianamente id¨¦ntico el p¨¢jaro encerrado en la jaula dorada: suelo de terciopelo verde c¨¦sped, subido a un trozo de rama, pelirrojo, inquietantes ojos en dos puntos negro azabache brillante; cola y pico movi¨¦ndose muy lentamente. El de casa de la t¨ªa emit¨ªa tres tipos de canto¡
Es la antesala del ¨¢rea de las mu?ecas de porcelana, caras con ojeras un punto t¨¦tricas, como la de la que reposaba en el cabezal de la cama de la abuela. Y la del territorio de los aut¨®matas, una docena de los cuales han recuperado movimiento y m¨²sica originales. El p¨¢rpado derecho medio ca¨ªdo y la lengua espasm¨®dica que entra y sale de su boca dan al payaso pelirrojo que toca el viol¨ªn un punto siniestro, que contrasta con el candor del ni?o oriental que se esconde tras la pandereta mientras da vueltas. Otro payaso acr¨®bata con una silla es tan espectacular como el tambi¨¦n ni?o que, arrodillado con orejas de burro, aprende la lecci¨®n bajo la varita del profesor. Hay un tercer infante que arrastra un carro¡ ?No hab¨ªa uno en casa que hac¨ªa lo propio con una tartana, cerca de un ¨¢ngel de porcelana de capa roja y m¨²sica met¨¢lica que sosten¨ªa una vela?
¡±?No toque!¡±, me ri?e un punto excitado un vigilante cuando intento abrir el abanico de madera de la pared que contiene tras un cristal, junto a otros documentos, un juego de la oca de papel de hilo del XIX, con sus instrucciones en el centro (¡°Se hallar¨¢ en la librer¨ªa Piferrer, plaza del ?ngel¡±, dice al pie). Igual que me gritaba mi madre. Todo completo¡ Un ¨²ltimo aldabonazo de la memoria me asusta: el parqu¨¦ de la buhardilla del Mar¨¨s, con sus formas cuadradas, es id¨¦ntico al que hab¨ªa en casa de la t¨ªa.
Sin saberlo, todos estos a?os adultos he conservado la fe, Fidem servavi, me digo al salir. S¨ª, las heridas acaban cicatrizando, incluso en un aut¨®mata, pero esa cicatriz no deja de ser memoria misma de esa herida que, en el fondo, pues, sigue ah¨ª.
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