Soledad en el sal¨®n de los abuelos
El traj¨ªn de los j¨®venes, entre trabajo y mil quehaceres, no deja margen para cuidar a los que nos cuidaron. Lo urgente se impone a lo importante
Una vez, Bebeto salt¨® sobre mi espalda y casi me tira al suelo. El futbolista no, claro. El perro. El perro de mi abuelo Jos¨¦. Hubo un tiempo en el que en mi familia se bautizaba a los canes que llegaban con el nombre de jugadores del D¨¦por. Eran buenos tiempos. El m¨ªo, un perro salchicha de color caf¨¦ con leche, se llamaba Djukic. Fue antes del penalti.
Cuando Bebeto me salt¨® a la espalda en un ataque de ira inesperado, me ara?¨® medio brazo. Mi hermana me rescat¨® en volandas y el perro, consciente quiz¨¢s de la que hab¨ªa liado, huy¨®. Con m¨¢s susto que da?o, anunci¨¦ entre llantos que nunca m¨¢s iba a volver a Santa Mari?a, la aldea de mis abuelos Jos¨¦ y Maruja. Recuerdo a mi abuela sollozar desconsolada y a mi padre correr detr¨¢s del perro por el camino del monte con una vara en alto. Tard¨® una semana en volver a casa ¡ªel perro, no mi padre¡ª y yo pocos d¨ªas en incumplir mi promesa.
Santa Mari?a siempre ha sido una aldea envejecida de cinco casas y menos vecinos, rodeada de monte y sin apenas cobertura. Una maravilla entonces y un lujo hoy. El d¨ªa de la fiesta patronal, los nietos de todas las casas jug¨¢bamos al f¨²tbol en la era hasta que el bal¨®n acababa en el tejado de alg¨²n vecino y d¨¢bamos por concluido el partido. Todo all¨ª era divertido. Con mi abuela Maruja iba de tanto en tanto a coger fresas a la huerta y pas¨¢bamos las tardes dando paseos por la estivada, reventando estalotes escoltadas por Bebeto o el perro de turno. Con mi abuelo Jos¨¦ d¨¢bamos de comer al burro Luis, un santo animal que lleg¨® ya viejo a la familia y fue a acabar sus d¨ªas como un maraj¨¢ en la paz de una cuadra de Santa Mari?a a pensi¨®n completa.
El otro d¨ªa, mi t¨ªo Dani me envi¨® una foto de mi abuelo con el burro Luis y Bebeto en la huerta. ?l, de pie, con su pantal¨®n de pana y la boina a la cabeza, una sonrisa de oreja a oreja y asiendo fuerte al burro. Hac¨ªa tiempo que no ve¨ªa a mi abuelo de pie.
Los achaques de la vida siempre le fueron al viejo a las caderas y este verano, tras una mala ca¨ªda, las pr¨®tesis y la cabeza acabaron por encamarlo. Mi padrino, carpintero de los mejores, le arregl¨® una cama articulada en el sal¨®n y otra a mi abuela. Y ah¨ª pasan el d¨ªa, dormitando ¨¦l y vigilando ella; mirando al infinito los dos. Demasiadas horas solos.
A ratos, la soledad desborda el sal¨®n y la cocina de le?a calienta para nadie. Ya no hay ni?os en la era ni fresas en la huerta. Abruman esas tardes de tedio sin cruzar palabra ni novedad, esperando que alguien traiga una buena nueva. O mala. Algo. Que se rompa el silencio, al fin.
La familia hace encaje de bolillos a diario para ir a verlos al menos un rato y echar un cuento. Pero el d¨ªa se hace largo para ellos y corto para nosotros.
El neurocient¨ªfico Facundo Manes dec¨ªa hace unos d¨ªas en una entrevista en EL PA?S que la soledad es la alarma biol¨®gica que nos recuerda que somos seres sociales. Y advert¨ªa de que esa epidemia de aislamiento que achicaba a los ancianos antes de la crisis de la covid se ha agudizado. En Espa?a, m¨¢s de 850.000 mayores de 80 a?os viven solos.
Mis abuelos, que han sorteado el coronavirus con m¨¢s pena que gloria, son v¨ªctimas de esa otra epidemia. Atenuada, quiz¨¢s, por los efectos de la tribu en la aldea y esa red familiar que nunca falla, pero v¨ªctimas en cualquier caso. Como tantos otros de su quinta.
Qu¨¦ eternas se hacen las noches en la penumbra de una aldea casi desierta, pegados a un tel¨¦fono de marcaci¨®n r¨¢pida como ¨²nica conexi¨®n con el auxilio si sucede algo. C¨®mo pesa el ¡°y si¡±: ¡°?y si me caigo?¡±, ¡°?y si le pasa algo al otro?¡±, ¡°?y si alguien entra en casa?¡±. En esas madrugadas de desasosiego, la incertidumbre revuelve las tripas, el p¨¢nico empapa las s¨¢banas y el miedo nubla el sentido. Pesa la soledad.
El traj¨ªn de los j¨®venes, entre trabajo y mil quehaceres, no deja margen para cuidar a los que nos cuidaron. Lo urgente se impone a lo importante.
En la aldea, de hecho, los verdaderos arietes contra la soledad son los animales. El burro Luis y Bebeto, entonces. Hoy, el Rex o el Tommy, un can de palleiro que anda suelto por la casa y un gigantesco san bernardo (o algo parecido) que duerme en el corral. Agradecidos, siempre est¨¢n. Como aquella vez que mi abuela se cay¨® en la huerta y Tommy le golpeaba con su hocico entre aullidos despavoridos. O como cuando alguien los va a buscar para ir al m¨¦dico y Rex enfila una carrera detr¨¢s del coche que se los lleva en busca de sus due?os. Donde no est¨¢n los humanos, ellos est¨¢n. Siempre.
Mi abuelo Jos¨¦ tiene 86 a?os y ningunas ganas de morir. Lo dice siempre. Mi abuela, de la misma edad, quiere que Dios la lleve, pero no hay manera. Y ah¨ª est¨¢n. Solos. Esperando a ver qu¨¦ pasa.
Entretanto, agradecen cada minuto de compa?¨ªa. Ella nunca quiere que te vayas y se enzarza en peculiares discusiones para alargar la visita. Dice que mi ¨²nico defecto es que soy ¡°protestante¡±, que es como llama ella a todos los que no profesamos la fe cristiana con devoto fervor y solemos cagarnos en Dios cada tres frases. Un d¨ªa me pregunt¨® que qu¨¦ est¨¢ m¨¢s alto, los aviones o Dios. Le dije que depende del avi¨®n.
Mi abuelo se r¨ªe cuando suelto improperios. No le importa que sea una malhablada. Plena indulgencia con sus nietas. Desde la cama, de hecho, nos mira con la misma sonrisa entrecortada con la que nos observaba desde el banco de piedra delante de su casa el d¨ªa de la fiesta, mientras jug¨¢bamos al futbol en la era. Solo con estar es suficiente. No necesitan m¨¢s.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.