El caso Arnaldo, icono de la degradaci¨®n institucional
La renovaci¨®n del Tribunal Constitucional lo que ha hecho es deteriorar m¨¢s si cabe su imagen. La instituci¨®n se ha reafirmado, sin edulcorante alguno, como espacio para el cambalache pol¨ªtico
El llamado caso Arnaldo, el hombre que aceler¨® la carrera acad¨¦mica de Pablo Casado, ha adquirido tanta notoriedad es porque es un compendio del mal uso de la llamada raz¨®n de Estado, que acostumbra a ser el recurso ret¨®rico para justificar operaciones que se mueven en terreno oscuro. El solemne argumento de los intereses superiores del pa¨ªs puede colar si el resultado que se obtiene supone una mejora sensible de la situaci¨®n. No es el caso. Al contrario. la renovaci¨®n del Tribunal Constitucional lo que hecho es deteriorar m¨¢s si cabe su imagen al reafirmarlo, sin edulcorante alguno, como espacio para el cambalache pol¨ªtico.
Pedro S¨¢nchez, sin esconder su incomodidad y la de los suyos, es decir, levantando acta del juego sucio, lo ha justificado apelando ¡°al deber de salvar el acuerdo y garantizar la renovaci¨®n que exige la Constituci¨®n¡±. Pero el sentido del deber queda empa?ado cuando ni siquiera se es capaz de esconder la frivolidad del empe?o. As¨ª no se defienden las instituciones, al contrario se las desacredita en la medida en que el Parlamento se hace c¨®mplice de un parip¨¦ injustificable. Efectivamente, renovar los cargos caducados del Constitucional es una obligaci¨®n legal que el PP ha bloqueado ¡ªen esta y en otras instituciones¡ª por puro inter¨¦s partidista. Hace ya mucho tiempo que el PP viene utilizando instituciones y poderes del Estado que deber¨ªan caracterizarse por su independencia como v¨ªa de prolongaci¨®n de sus pol¨ªticas por otros m¨¦todos para debilitar al Ejecutivo. Pero el cumplimiento del deber pospuesto no justifica cualquier forma de renovaci¨®n. No se trataba de cambiar por cambiar, si no de elevar objetivamente la competencia y la independencia del alto tribunal. Y con este cambio lo que se transmite es m¨¢s de lo mismo en grado de agravamiento.
El Gobierno (PSOE y Unidas Podemos) se est¨¢ tragando el bochorno de haber ca¨ªdo en la trampa del PP, en lo que puede haber sido la novatada de F¨¦lix Bola?os. Priorizar el acuerdo sin valorar el precio a pagar por ¨¦l no acostumbra a ser una buena estrategia. Y ahora al Gobierno s¨®lo le queda especular con que al final, con las informaciones que se han ido conociendo y las que puedan venir, los costes del disparate se trasladen prioritariamente a la cuenta del PP. Con algo hay que consolarse. Porque el da?o es serio. Llueve sobre mojado y queda como un ejemplo m¨¢s de una tradici¨®n ¨Cforjada en el bipartidismo- de uso ventajista de las instituciones.
Es triste ver como la inmensa mayor¨ªa de los diputados socialistas y podemitas han optado, en palabras de Jaume Asens, por ¡°el voto de la verg¨¹enza con la pinza en la nariz¡± para evitar ¡°consecuencias desastrosas¡±, como si no fuera inquietante el resultado obtenido. ?Era realmente necesario pasar por esta humillaci¨®n? Pero, dicho esto, no toda la responsabilidad debe recaer en los pol¨ªticos. Y si este caso se ha convertido en ic¨®nico es porque sintetiza buena parte de las contradicciones del sistema institucional, que demasiado a menudo conducen a un carrusel de irresponsabilidades que van mucho m¨¢s all¨¢ de la clase pol¨ªtica. Porque est¨¢ bien se?alar a los partidos como principales culpables de la lamentable deriva de la renovaci¨®n de instituciones claves del Estado, pero los cargos caducados estaban ocupados por personas portadoras de derechos como todos, a los que se les supone una competencia que les impide alegar desconocimiento de la situaci¨®n de provisionalidad en la que estaban y de sus consecuencias.
Y, sin embargo, con raras excepciones, se han mantenido impasibles en sus puestos, esperando que los responsables pol¨ªticos dieran los pasos permanente. Si ellos se hubiesen plantado, dando su misi¨®n por cumplida al final de sus mandatos, los dirigentes pol¨ªticos hubiesen quedado expuestos sin coartada para eludir el cumplimiento de sus obligaciones. Y la estrategia del PP de presionar por la v¨ªa de la inacci¨®n hubiera tenido poco recorrido.
Pero parece que en las instituciones espa?olas raramente se siente la necesidad de salir, hasta el momento en que alguien abre la puerta de modo imperativo. Es un mal muy extendido. En Catalu?a, por ejemplo, hay en este momento 112 cargos institucionales caducados, algunas que acumulan ya bastantes a?os, sin que casi nadie del paso: ni los que tienen que proveerlos ni los que han agotado su tiempo. Ni la desidia pol¨ªtica, ni el apego de los escogidos, contribuyen precisamente al honor y al fortalecimiento de la cultura democr¨¢tica. M¨¢s bien confirman el natural escepticismo de la ciudadan¨ªa.
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