Un infiltrado en el último barrio de barracas de Barcelona
El Arxiu Fotogràfic expone las imágenes que Esteve Lucerón hizo en la Perona a lo largo de toda la década de los a?os ochenta
“El pinchaubas se conpra muebre biejos y chatarra”, podía leer en un letrero colgado de un poste de la luz todo el que cruzaba el Puente del Trabajo, en la Verneda de Barcelona, durante los a?os ochenta del siglo pasado. El Pinchaubas era el mote de un patriarca gitano que compraba y vendía muebles y trastos viejos, como la mayoría de los hombres que por entonces vivían en ese poblado de barracas situado en unos terrenos ...
“El pinchaubas se conpra muebre biejos y chatarra”, podía leer en un letrero colgado de un poste de la luz todo el que cruzaba el Puente del Trabajo, en la Verneda de Barcelona, durante los a?os ochenta del siglo pasado. El Pinchaubas era el mote de un patriarca gitano que compraba y vendía muebles y trastos viejos, como la mayoría de los hombres que por entonces vivían en ese poblado de barracas situado en unos terrenos junto a la vía del tren, en los dos kilómetros comprendidos entre los puentes de Espronceda y del Trabajo.
El letrero del Pinchaubas era la se?al que marcaba la entrada a un territorio inhóspito para el resto de la ciudad en el que llegaron a vivir unas 5.000 personas en cerca de 1.000 barracas fruto de la falta endémica de viviendas en Barcelona. Al principio, cuando tras la visita al lugar por Eva Duarte, mujer de Perón en 1947 este lugar de la periferia adoptó este nombre, por inmigrantes venidos de otras zonas de Espa?a. Y luego por gitanos, conforme los primeros eran realojados en polígonos (otra forma de barraquismo vertical) construidos a las afueras de la ciudad.
Pero en este poblado se infiltró un hombre discreto y tranquilo que, entre 1980 y 1989, fotografió todo lo que allí pasaba y acabó, como casi todos ellos, siendo conocido por un mote: Payo Largo. Esteve Lucerón (La Pobla de Segur, Lleida, 1950) captó con paciencia y buena mano la vida cotidiana de este ecosistema marginado en una Barcelona que comenzaría pronto a cambiar, sobre todo tras saberse en octubre de 1986 que en 1992 acogería unos juegos olímpicos y había que mostrar al mundo una imagen de prosperidad y modernidad.
Después de una década, Lucerón realizó 2.000 imágenes que acabó dando en 2017 al Arxiu Fotogràfic de Barcelona que ahora le dedica la exposición Esteve Lucerón. La Perona. El espacio y la gente comisariada por el propio fotógrafo (estos días lamentablemente ingresado en Sant Pau) y por Jordi Calafell, del AFB, en la que puede verse (gratis, hasta el 22 de mayo) una selección de un centenar de estas imágenes; un documento excepcional y un referente de la fotografía documental barcelonesa sobre una ciudad y una forma de vida desaparecidas.
Según explica el también fotógrafo Manuel Laguillo (que realiza uno de los textos del catálogo de la exposición virtual) delante de las fotos: “Lucerón trabaja como un pescador, desde la espera y sin prisa, para no espantar, sabiendo que la gente que vive en esos a?os en la Perona se siente marginada por tratarse de un barrio de barracas y por el menosprecio secular al gitano”. Lucerón, Payo Largo, ha explicado que tuvo que ir días tras día a lo largo de dos a?os, fotografiando primero los ni?os y regalándolos al día siguiente una copia para ir ganándose la confianza poco a poco. Al final pudo captar la vida de la calle, las comidas, el trajín de unos y otros, el juego de los ni?os, el trabajo incansable de las mujeres, las bodas y las innumerables fiestas, pese a todo. Pero también sus viviendas vacías de gente y llenas de trastos y los pisos en los que acabaron realojados, en los que se percibe la desubicación y la tristeza por la libertad perdida.
Según Laguillo, “Lucerón configura un conjunto de fotografías sin caer nunca en el tópico, en la sensiblería, en el efectismo escandaloso o en el dolor, sino buscando la empatía y la dignidad de los fotografiados”. Por su parte, Calafell apunta que llama la atención “las imágenes de sororidad entre las mujeres gitanas, con un rol superior a la de los hombres. Si la familia y la comunidad resiste es por ellas, mientras que los hombres aparecen con funciones subalternas”.
Según recordó Laguillo, Lucerón comenzó a fotografiar La Perona, tras adquirir una Canon F-1 con parte de la indemnización que recibió cuando cerró la fábrica motores eléctricos para lavadoras donde trabajaba, mientras era alumno del Centro Internacional de Fotografía de Barcelona (CIFB) del Raval, un lugar, donde Laguillo era profesor. En este centro conoció a muchos de sus referentes: Lewis Hina, Jacob Riis y Walker Evans y Dorothea Lange, que documentaron la miseria de los humildes para que la administración americana pusiera remedio. Sería por eso o por sus idearios de izquierda como hijo de represaliado en 1939, por lo que Lucerón decidió volcarse con pasión en la vida de La Perona. A los cinco a?os fue contratado como vigilante de los talleres ocupaciones que el Patronato Municipal de la Vivienda tenía junto a las vías del tren destinados a la reinserción laboral y social de los vecinos de las barracas. “Eso le facilitó aún más el acceso a un territorio que repelía a los fotógrafos profesionales”, prosigue Calafell.
En 1990, cuando se derribó la última barraca, Lucerón dejó la fotografía, también por su creciente problema de visión. Tan solo volvió a fotografiar la zona a comienzos del 2000 transformada en el Parc de Sant Martí, pese a que ha seguido manteniendo el contacto con muchas de estas personas y de vez en cuando pide al AFB que hagan una copia para regalarles una de sus fotos. Su trabajo se ha expuesto poco. Ninguna de sus fotografías se publicó en ningún medio o publicación. Comenzó a difundirlo en 2010, después de que solo se viera en la galería Maple Syrup en 1990. Luego expuso alguna de esas imágenes en el Macba y el Reina Sofía compró ocho fotografías. Entre ellas la del Pinchaubas, el patriarca que nunca pensó que su mensaje de compra de muebles y chatarra llegara tan lejos.