Siguen vivas
Las cabinas no han desaparecido de las calles

La melod¨ªa de los Nokia, el tama?o de esos zapat¨®fonos que pesaban un quintal y no pod¨ªan llevarse en el bolsillo sino en carretilla, la alegr¨ªa fl¨²or de los Alcatel One Touch easy, los mensajes a 25 pesetas, juntando las palabras para no tener que enviar dos y pagar 50, quedarse sin saldo en el punto m¨¢s ¨¢lgido de la conversaci¨®n m¨¢s crucial, recargar el m¨®vil en el locutorio¡ Son recuerdos que deben tener algo m¨¢s de dos d¨¦cadas, localizados en la era pre-euros y se refieren al inicio de la telefon¨ªa m¨®vil. Su nacimiento supuso la cuenta atr¨¢s para la eliminaci¨®n de otros artilugios de comunicaci¨®n como, por ejemplo, las cabinas.
Ver esos mamotretos deficitarios que ya casi nadie usa fue como subirme en el DeLorean y viajar unos cuantos a?os atr¨¢s.
Sin embargo, a¨²n no han muerto. En solo una semana, me he encontrado dos en mi localidad. Ah¨ª andaban, enhiestas, cuales reliquias que han optado por burlar al tiempo y que parecen ajenas a la nostalgia que generan. Me transportaron a un momento en el que las cabinas eran como huchas. Venga, recon¨®zcanlo, m¨¢s de uno y de dos hemos metido los dedos en el hueco en el que ca¨ªa el cambio por si al usuario anterior se le hab¨ªa olvidado cogerlo y eso serv¨ªa para que pudi¨¦ramos prolongar la llamada en curso. Si, por lo que fuera, no nos aceptaba la moneda, recurr¨ªamos al viejo truco de frotarla en alguna superficie rugosa para que entrara mejor. Sin duda, se trata de una acci¨®n tan est¨¦ril como la de apretar m¨¢s fuerte los botones del mando a distancia, cuando lo que le sucede es que no tiene pilas, con todo, no hay d¨ªa en el que no lo intentemos. Ll¨¢menlo costumbre o superstici¨®n.
Ver esos mamotretos deficitarios que ya casi nadie usa fue como subirme en el DeLorean y viajar unos cuantos a?os atr¨¢s. Me acord¨¦ de cuando necesitaba tener charlas confidenciales y en casa resultaba imposible, puesto que el tel¨¦fono (fijo, claro) estaba en el sal¨®n. Ah¨ª la intimidad no cab¨ªa, por lo que me bajaba a la calle, con dinero suelto y me liaba a cascar sin testigos conocidos. Porque testigos s¨ª hab¨ªa, claro, quienes estaban fuera o a unos metros esperando su turno, abrasados o congelados. Las cabinas escucharon mis primeras conversaciones con chicos. A fin de evitar que lo cogieran mis padres, era yo la que llamaba. A veces, lo cog¨ªan los padres de ¨¦l y me daba una verg¨¹enza m¨¢xima, hasta cambiaba la voz.
Era una ¨¦poca en la que llamar a una provincia que no era la tuya resultaba car¨ªsimo y dec¨ªamos que est¨¢bamos haciendo una conferencia. Pese a que pudi¨¦ramos efectuarla desde casa, si lo hac¨ªamos desde la cabina, control¨¢bamos cu¨¢nto nos estaba costando. Era el truco para evitar los sustos de la factura.
En las cabinas me hinch¨¦ a hacer bromas telef¨®nicas, a lo Bart Simpson pero m¨¢s ca?¨ª y, probablemente, con mucho menos ingenio. S¨ª, regalaba mi exigua paga de los domingos a Telef¨®nica. Con algo m¨¢s de edad, y a fin de evitar infartos maternos o paternos, me serv¨ªan para avisar (y mentir): ¡°Mam¨¢, que he perdido el b¨²ho, llegar¨¦ una hora m¨¢s tarde¡±. Y as¨ª, descansaban.
Ahora las miro, casi in¨²tiles y pienso que con esto de la covid-19 no podr¨ªamos ni usarlas¡ Maldita pandemia.
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