Anestesia
Ver ¡®La Isla de las tentaciones¡¯ es contemplar el mundo de antes. Nunca la telerrealidad fue tan irreal, tan ficticia.
R¨ªen. Se abrazan. Se restriegan los cuerpos mojados en las piscinas, en los jacuzzis, mientras la brisa de una isla tropical se les pega en el pelo. Las manos resbalan. Desfilan los besos (toda clase de besos), lenguas entrelazadas en la primera noche. Sin mascarilla. Sin gel hidroalcoh¨®lico. El ¨²nico alcohol que hay disponible en la casa es el de sus copas cada noche cuando bailan bachata, salsa, bailes sensuales y sugerentes en los que los cuerpos se pegan como las lonchas de jam¨®n de york mientras por los altavoces suenan las ¨²ltimas canciones producidas para discotecas que no resuenan en ninguna sala.
Nosotros los miramos. En mi unidad familiar, compuesta por el hombre al que quiero y por m¨ª misma, mirarlos es una actividad que sucede varios d¨ªas a la semana y en torno a la cual edificamos nuestras rutinas de ocio. No nos perdemos ni un programa. No nos perdemos ni un debate. Ni un solo minuto de im¨¢genes in¨¦ditas. Queremos verlo todo. Queremos la saliva y la sangre. Nos hemos suscrito a la app premium para poder ver la Isla de las tentaciones un d¨ªa antes que el resto de los mortales. ?Qu¨¦ son cuatro euros al mes a cambio de entrar durante dos horas a ese para¨ªso?
Lo que de verdad queremos es la anestesia. Como en un sopor fentan¨ªlico, nos sentamos en el sof¨¢ dispuestos a contemplar el cortejo de playa y alcohol. Da igual que sus conversaciones no lleven a nada. Da igual que ni el hombre al que quiero ni yo hayamos actuado jam¨¢s de esa forma. Que ese ligoteo, la mayor¨ªa de las veces grimoso, nos parezca impostado, absurdo y artificial. Da absolutamente lo mismo porque en Villa Monta?a y en Villa Playa no existe la caja b; los partidos no huyen de sus sedes por corrupci¨®n; no hay fascistas core¨¢ndole a la Divisi¨®n Azul con el brazo en alto; no hay raperos encarcelados por cinco frases; no hay pol¨ªticos faltando el respeto a sus compa?eras por ser trans. No hay m¨¢s de 500 muertos al d¨ªa por un virus que lleva desde hace un a?o campando por el mundo. No hay nada de nuestra realidad.
Ver La Isla es contemplar el mundo de antes. El mundo previo al colapso en el que s¨ª, bail¨¢bamos, en el s¨ª, nos li¨¢bamos con cualquiera que nos hubiera hecho sentir algo la misma noche en la que nos ve¨ªamos por primera vez. Esos casi treinta concursantes son los vestigios prehist¨®ricos de lo que ¨¦ramos. Son la versi¨®n no evolucionada a base de desgracias incomprensibles de nosotros mismos. Por eso nos gusta verlos vivir. Simplemente existir en tumbonas con sus torsos musculosos y labios recauchutados, sus cuerpos sin estr¨ªas, sus caras destapadas. Nos hacen acordarnos de que una vez hubo otro tiempo mejor. Nunca la telerrealidad fue tan irreal, tan ficticia. No quiero ver m¨¢s series ni pel¨ªculas, solo quiero ver a la gente vivir. Aunque sea en islas paradis¨ªacas a las que nunca ir¨¦. Solo quiero que la anestesia dure un poquito m¨¢s en mi cuerpo.
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