Sobre jardiner¨ªa emocional: ¡°Hoy seguimos mirando al cerezo y recordamos al abuelo¡±
?Hay algo m¨¢s evocador que el olor de un gal¨¢n de noche o los colores de los gladiolos? La horticultura permite vincular ciertas plantas con los seres queridos que ya no est¨¢n y hace de ellas un tesoro de valor incalculable
Nunca se sabe d¨®nde va a acabar aquella planta que hoy cultivamos. La ra¨ªz de un ciruelo (Prunus domestica) crece hoy, para hundirse hasta donde el terreno le permita. Sus hojas se desenvuelven incansables, superando los momentos dif¨ªciles y los m¨¢s benignos. Vincular ciertas plantas con los seres queridos hace de ellas un tesoro de valor incalculable, hermoso, fr¨¢gil y temporal, como nosotros mismos.
Aunque el tiempo parece perpetuarse con las flores de un jard¨ªn particular en Montevideo. Al abrirse aquellos gladiolos (Gladiolus cv.) ense?an sus t¨¦palos blancos, con la boca de la flor pintada con unos pocos toques de color fucsia. Los cuida con mimo Erika Reichert, ama de casa, y le regalan sus grandes flores todas las primaveras desde hace m¨¢s de 65 a?os. Ella no los plant¨®, sino que fue su padre, Don Carlos: ¡°Un emigrante alem¨¢n que lleg¨® a Uruguay en el a?o 1926. Falleci¨® cuando yo ten¨ªa 12 a?os, hoy ya tengo 76. Pude conservar los gladiolos que eran de su jard¨ªn y no cambiaron su color, aunque puede que s¨ª su tama?o, algo m¨¢s peque?o. Don Carlos era un amante de la naturaleza¡±, explica. Y ese amor se ve reflejado en Reichert, otra amante de las plantas y de los animales, entusiasta aprendiz de lo bello de la vida. Su padre todav¨ªa late en estas flores del jard¨ªn.
D¨¦bora Soriano, del pueblo de ?greda (Soria), guarda un nexo hermoso con su abuelo, Jes¨²s Mart¨ªnez El Herrero, del que recuerda su inteligencia y su cari?o: ¡°Su habitaci¨®n y la m¨ªa daban al campo. ?l se encargaba de prepararme para ir al colegio, porque mis padres trabajaban. Me despertaba y hab¨ªa que abrir la ventana para ventilar¡±. Entonces aparec¨ªan unas vistas muy especiales: ¡°A la derecha se ve el Moncayo y, a la izquierda, el gallinero, d¨®nde mi abuelo y sus hermanos ten¨ªan animales, el huerto y los aperos de labranza. All¨ª se ve un cerezo (Prunus avium), al que le tenemos especial cari?o, y un lilo (Syringa vulgaris). Mi abuelo nos hac¨ªa contemplar el cerezo todos los d¨ªas, cuando se le ca¨ªan las hojas, con nieve, con fruto¡ Pero era una fiesta cuando estaba lleno de flores. Hoy seguimos mirando al cerezo y recordamos al abuelo¡±, cuenta Soriano.
El cerezo y su memoria tiene alg¨²n sentimiento m¨¢s que narrar: ¡°Nuestro abuelo tambi¨¦n ten¨ªa una tradici¨®n: la ma?ana del d¨ªa 10 de junio cortaba la rama con las mejores cerezas y se las llevaba a su hija Mili, para felicitarle el cumplea?os. Hoy, si podemos, seguimos haci¨¦ndolo¡±. Sus ra¨ªces unen a la familia Soriano, en una herencia hecha de flores y frutos.
Para Pedro Garc¨ªa, de Molina de Segura (Regi¨®n de Murcia), es el gal¨¢n de noche (Cestrum nocturnum) el que le evoca a su madre, Araceli: ¡°Ella era una manchega, felizmente trasplantada al Mediterr¨¢neo, que amaba las flores olorosas. Plant¨® en su jard¨ªn un gal¨¢n de noche y en verano, en cuanto oscurec¨ªa, abr¨ªa todas las ventanas y su olor inundaba toda la casa¡±, explica sobre sus recuerdos y la peculiaridad de esta especie para perfumar el aire cuando el sol desaparece. ¡°Ella nos dej¨® un agosto, envuelta en su aroma preferido. Mi hijo y yo vivimos ahora en la que fue su casa, y en las noches de verano, cuando el olor del gal¨¢n es una presencia casi f¨ªsica, sentimos que ella vuelve a casa. ?Hay algo m¨¢s evocador que un aroma?¡±, concluye Garc¨ªa.
Otras veces, gracias a las plantas, se hermanan dos seres queridos que ya no est¨¢n, como es el caso de las abuelas Nieves y Felisa. De esta forma lo relata Aura Pacheco, de Quiroga, un pueblo del sur de Lugo en plena Ribeira Sacra: ¡°La abuela Felisa tambi¨¦n viv¨ªa aqu¨ª, en una casita peque?a, hasta que muri¨® en 1999. Yo, con 23 a?os, acababa de irme a vivir con mi marido. Fuimos a vaciar la casa de la abuela Felisa, y lo ¨²nico que quise para m¨ª fue la hortensia (Hydrangea macrophylla) de color rosa que ten¨ªa al pie de la escalera. Me la traje a mi piso, un ¨¢tico con terraza orientado al sur¡±. ¡°Aqu¨ª sigue en su maceta y la acompa?a otra hortensia que era de la abuela Nieves, la abuela de mi marido, a la que le encantaban las plantas de todas las clases y colores. Ella era feliz cuando le ped¨ªas una para llev¨¢rtela a casa para plantar¡±.
Para la chilena Andrea Orellana, su hermano, Nicol¨¢s, sigue vivo con su buen hacer para las plantas: ¡°?l ten¨ªa buena mano con las plantas. Cada vez que hab¨ªa una media muerta, la tocaba, la cuidaba un poco y reviv¨ªa¡±. Y pone un claro ejemplo: ¡°Plant¨¦ unas hiedras en mi casa que no lograban sobrevivir, y le ped¨ª a Nicol¨¢s entre bromas que, por favor, las tocara, porque siempre le dec¨ªamos que ten¨ªa una habilidad especial con las plantas. Despu¨¦s de que ¨¦l las toc¨®, las hiedras lograron revivir y crecieron tanto que ten¨ªamos que estar pod¨¢ndolas para que no se descontrolaran de tanto crecer. Lo gracioso de esto es que yo soy paisajista y mi hermano era ingeniero en construcci¨®n, dec¨ªamos que est¨¢bamos con las profesiones cambiadas¡±, relata Orellana con una sonrisa.
Las ra¨ªces de aquel ciruelo se ir¨¢n a dormir dentro de poco, porque el oto?o llama a su puerta. Aunque este arbolito se quedar¨¢ sin hojas en unos d¨ªas, la savia llenar¨¢ con fuerza sus capullos en primavera, para rememorar con la floraci¨®n la mano de la persona que lo sembr¨®. ?l ya no est¨¢, pero la belleza de su esp¨ªritu se hace presente en cada brote, en cada recuerdo. Un gorri¨®n acaba de posarse en una de sus ramas.