Aeropuertos, trenes, ¨¢reas de servicio: c¨®mo sobrevivir en lugares donde se come fatal
A veces no queda m¨¢s remedio que pedir algo en sitios deprimentes: esta es una gu¨ªa para enfrentarse a la comida en medios de transporte, facultades, macrofestivales o bares ¡®de proximidad¡¯
A veces me gusta comer mal sabiendo que voy a comer mal. Al espesar la mirada en unas vitrinas de hosteler¨ªa con lamparones -tres croquetas congeladas, una balsa de salpic¨®n, una monta?a medio derruida de ensaladilla con largas, largas tiras de inservible y decorativo pimiento rojo-, me siento en un cuadro de Edward Hopper. Pedir una hamburguesa humild¨ªsima sabiendo de antemano cu¨¢l va a ser su sabor, su predecible, melanc¨®lico y satisfactorio sabor, me da paz y me ayuda a alcanzar una suerte de po¨¦tica de la introversi¨®n. Porque comer en sitios deprimentes es lo que uno hace cuando est¨¢ solo, cuando est¨¢ nervioso, cuando espera por alguien, cuando hace tiempo.
La m¨¢s refinada expresi¨®n urbana de ese ¡°hacer tiempo¡± es la comida nolug¨¢rica. Sabemos que el no lugar, seg¨²n el antrop¨®logo franc¨¦s Marc Aug¨¦, remite a esos espacios de transitoriedad sombr¨ªa que resultan intercambiables unos por otros y convierten a los ciudadanos en espectros. Los aeropuertos, las estaciones de servicio, los chiringuitos chill out, las grandes superficies comerciales. Esos destinos donde uno sabe que no va a comer bien, y aun as¨ª come, y aun as¨ª disfruta, de forma complicada (como todos los placeres que importan). Hagamos un repaso de los mejores/peores sitios para comer bien/mal.
Estaciones de autob¨²s y tren
Todo viaje implica su plan de comidas, pre?ado de sacrificios. Porque a veces la vida adulta no es otra cosa m¨¢s que elegir entre llevar s¨¢ndwiches hechos de casa o comer en -fanfarria de trombones- la cafeter¨ªa de la estaci¨®n.
A este respecto, y como autoproclamada autoridad en el arte del cutrecomer, me gustar¨ªa dejar clara una m¨¢xima. En Espa?a es posible tener una experiencia satisfactoria en algunas estaciones de autobuses, no as¨ª en las de tren. La homogeneidad franquicioide que Renfe ha impuesto en sus instalaciones, siempre saturada de blanqu¨ªsima luminosidad, impide que podamos encontrar la paz entre esas colas bandejiles a medio camino entre el autoservicio y el campo de concentraci¨®n.
Nada est¨¢ rico ah¨ª y nada recuerda a nada, a diferencia de algunas estaciones de autob¨²s en las que hay a¨²n se?ores con barriga y se?oras con mandil despachando penosos pinchos (o peor a¨²n, bocatas) de tortilla que saben a algo no necesariamente bueno pero s¨ª reconocible: a viajes de la infancia. Esas tortillas fr¨ªas de patata hormigonera tienen algo que los muffins de Renfe nunca podr¨¢n comprar: carisma.
Tambi¨¦n la gente que pulula por una y otra estaci¨®n marcan la diferencia: en Renfe encontraremos enjambres de guiris, ejecutivos o personas que claramente salen poco de casa pero justo han elegido ese d¨ªa para hacerlo y cruzarse contigo (matrimonios de ancianos habladores, por ejemplo); en las estaciones de autob¨²s, pese a ser lugares de tr¨¢nsito, hay habituales: jubilados que juegan al domin¨®, drogodependientes, prostitutas, chaperos y personas interesantes en general.
Por consiguiente, no temo arriesgarme a caer en el antip¨¢tico maximalismo si afirmo que uno no aprende nada yendo a comer a la estaci¨®n de tren -ni siquiera yendo a tomar un caf¨¦, con o sin cruas¨¢n-, mientras que es posible reencontrar algo viejo, y querido, o descubrir algo nuevo, y excitante, comiendo en las m¨¢s s¨®rdidas estaciones de autob¨²s.
AVES y aviones
Si bien he hablado en t¨¦rminos poco elogiosos de Renfe y su homogeneidad franquicioide, una vez el tren se pone en marcha, oh l¨¤ l¨¤ monsieur, estamos en otra pantalla radicalmente diferente de la vida: la pantalla de la fantas¨ªa. Comer en la estaci¨®n tiene algo de castigo: est¨¢s all¨ª para hacer tiempo hasta que llegue tu tren. Comer en el AVE, en cambio, tiene algo de recompensa: premias tu esfuerzo por haber aguantado las primeras horas de viaje -intercambiando momentos de disciplinada lectura con vistazos aterrados a la pel¨ªcula de Santiago Segura que est¨¢n poniendo en las pantallas- con una visita al servicio de cafeter¨ªa a bordo. La comida es igual de mala; la experiencia, opuesta, gracias al espejismo de la gratificaci¨®n.
En continuidad con esta performance -levantarse, decir ¡°permiso¡±, caminar, abrir unas puertas gal¨¢cticas hasta llegar a la barra y desembolsar 12 euros por un s¨¢ndwich de jam¨®n es una performance-, debemos entender que, una vez dentro del tren, nuestros compa?eros de viaje ya no son aleatorios NPC¡¯s como los que pueblan las estaciones, sino convivientes. De pronto, la gente empieza a parecernos m¨¢s estimulante, legible, analizable, y podemos iniciar la fantas¨ªa mental de que ese tren, ese ambiente, es tambi¨¦n un potencial escenario del crimen, ¨¤ la Poirot. He ah¨ª mi vicio: el vag¨®n-caf¨¦ como escape room.
La sonrisa se marchita, eso s¨ª, al hablar de los aeropuertos y los aviones. Incluso un entusiasta de la comida nolug¨¢rica como yo ha de reconocer un l¨ªmite aqu¨ª. Todo lo dicho sobre las estaciones de tren es v¨¢lido para los aeropuertos -colas, bandejas, despersonalizaci¨®n, arbeit macht frei- y nada de lo referido sobre los trenes se aplica al interior del avi¨®n, ya que la ausencia de una cafeter¨ªa apartada nos obliga a comer s¨ª o s¨ª en nuestro asiento, infectando hedores a la vecindad. Y eso, pues no.
Food trucks de macrofestivales
Perritos calientes sobreelaborados, revoltijos de frescos poco frescos camuflados bajo la coartada de lo pok¨¦, fish and chips que avergonzar¨ªan a los ca¨ªdos contra la invencible inglesa, hamburguesas siempre m¨¢s hechas y secas y duras y secas y tristes y secas que la foto, fritangada plant-based que no por ser plant-based es menos fritangada pero s¨ª m¨¢s cara que la mayor¨ªa de las cosas plant-based (y, en un giro s¨¢dico del mercado, tambi¨¦n m¨¢s cara que la mayor¨ªa de carnes fritas). S¨ª, hemos entrado en el mundo del rancho de camioneta para muertos vivientes que llevan demasiadas horas con las gafas de sol puestas.
Y adivinidad qu¨¦: nada de lo que enumerado m¨¢s arriba est¨¢ fuera de lugar. De hecho, es justo lo que corresponde a la atm¨®sfera de un macrofestival, apoteosis del hiperconsumismo culpable del que todo el mundo habla pestes, como fen¨®meno, pero en el que todo el mundo cae, como trampa. Y no pasa nada, no hay que justificarse. Te has gastado 200 euros para ver, de lejos, en pantallones, a un par de grupos que te gustan, y para ver de algo menos lejos a otros tantos que o bien te gustan menos o bien no conoces, y para emborracharte con tus amigos, y para colgar stories, y para hacer cola en las dos fuentes de agua gratuita que hay en 190.000 metros cuadrados, y no tienes que darle explicaciones a nadie. Est¨¢ todo ok. Ahora bien: no esperar¨¢s que luego la comida all¨ª no sea grasienta, pretenciosa o ultracara.
Yo digo: si eres capaz de aceptar que la sombra de Charli XCX a tres kil¨®metros de distancia es una experiencia cultural y de ocio completa, ?por qu¨¦ no asumir que esas cachapas venezolanas de 13 euros son el remate perfecto para una sesi¨®n especialmente masiva de ¡°me gusta no pese sino precisamente porque me hace mal¡±? Nadie culmina una borrachera ¨¦pica comi¨¦ndose un filet mignon y nadie deber¨ªa aspirar a culminar un festival con otra cosa que no fuera un delicioso e indigesto timo.
?reas de servicio
?Cu¨¢nta tristeza cabe en un La Pausa? He aqu¨ª una pregunta de respuesta incalculable. Esos bocatas de ib¨¦rico envueltos en papel transparente se presentan siempre ante m¨ª con las notas de Angelo Badalamenti para la revelaci¨®n del cad¨¢ver de Laura Palmer, she¡¯s dead, wrapped in plastic. Pese a todo me dan paz las ¨¢reas de servicio; me recuerdan al premio interior que sent¨ªa florecer en m¨ª cada vez que, en medio de un largo trayecto vacacional en coche, mis padres hac¨ªan un descanso para comer algo.
Es cierto que en Espa?a, y particularmente en Castilla, tiene delito comer en una gasolinera cualquiera cuando hay excelentes mesones de carretera -alguien dijo alguna vez que Castilla es, en realidad, uno de esos grandes mesones hecho regi¨®n-, lo que no quita para exprimir el appeal cinematogr¨¢fico de una buena estaci¨®n de servicio, quiz¨¢s lo m¨¢s parecido que tenemos en nuestro pa¨ªs a uno de esos diners donde una camarera llamada Betty (llena de sue?os y llena de secretos) te rellena el caf¨¦.
Facultades y otros centros de estudio
Muy poca gente recuerda con detalle los pormenores de aquella asignatura eminente de tercero de carrera que tanto insomnio provoc¨® en generaciones enteras de alumnos; en cambio, todo el mundo recuerda la fritangosa comida de la cafeter¨ªa de su facultad. Esos men¨²s, a menudo deplorables -platos combinados con milanesas de zapatilla, patatas congeladas y ensaladilla de bola; s¨¢ndwiches vegetarianos con at¨²n; espaguetis bolo?esa empapados en aceite de girasol-, eran tambi¨¦n un refugio, una excusa para descansar del estudio, zanganear o enamorarse de alguien.
Lo cual es l¨®gico, ya que, al final, ?qu¨¦ es lo que se materializa en tu cabeza cuando giras la moviola de la imaginaci¨®n hasta los a?os de la facultad? No aparecen los power points: aparecen las milanesas y las birras y las chicas y los chicos. Un t¨ªtulo universitario es como un mcguffin en una pel¨ªcula de Indiana Jones: el dispositivo que hace que la trama -que la vida- avance y llegue a un destino equis, para en realidad cambiar a su protagonista; sea arque¨®logo o estudiante, no tanto por la consecuci¨®n en s¨ª de una reliquia (o un diploma) como por la experiencia del viaje.
Ninguna de las veces que decidimos comer en la facultad esperamos comer bien, pero nos qued¨¢bamos, asimilando nuestro momento vital a aquellas patatas y aquellas gentes. Frente a una comida excepcional, de restaurante caro, bueno, que deja en nosotros el recuerdo de un sabor, o peor, de una experiencia gastron¨®mica capaz de devolverte a unos d¨ªas de infancia o juventud -hay toda una industria ratatouille consagrada a vender nostalgia, antip¨¢ticamente sofisticada, en la alta cocina-, merece la pena reivindicar la imagen bruta, sin filtros, proustiana, de una ¨¦poca m¨¢s sencilla.
?Y qui¨¦n no ha pedido alguna vez, ya mayor, tal vez encanecido, un men¨² de filete empanado y ensaladilla en un enjambre de estudiantes buscando reencontrar esa sencillez?
Alimento de proximidad
Termino reivindicando el ¨²ltimo templo de la comida cutre: los bares que quedan ¡°cerca¡±. Est¨¢n a mano de tu casa, del trabajo, de la plaza en la que quedas con tu pareja. No vas a ellos porque te gusten: te acaban gustando porque vas mucho a ellos, de manera inevitable, atra¨ªdo por un im¨¢n peripat¨¦tico. Bar Paco. Bar Isabelita. Bar de siempre. La deambulaci¨®n sin rumbo tiene siempre su meta en esas terrazas, a las que uno se acaba entregando casi por cansancio, bajo la tenue luz que emite la vela puesta al santo del ¡°m¨¢s vale malo conocido¡±.
Me gustar¨ªa detenerme, a modo de broche, en las esperas. Ha quedado dicho que comer en sitios deprimentes es lo que uno hace cuando espera por alguien y creo que esto es importante. Vivir es aprender a esperar por un examen, por una persona a la que quieres, por un tren, por un avi¨®n. Y durante esas esperas trascendentes resulta apropiado comer cosas intrascendentes. Intuyo que somos mejores personas cuando esperamos que cuando nos hacemos esperar; m¨¢s reflexivas, autoconscientes; sensibles quiz¨¢s a la ¨¦pica de unas patatas fritas congeladas y un san jacobo en el momento exacto, en el tiempo preciso. El no lugar nos convierte a todos en fantasmas, pero las milanesas malas -y cuanto m¨¢s malas, mejor- nos humanizan.
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