La majestad en persona
Solo Isabel II de Inglaterra, la reina por antonomasia para todo ser vivo del planeta hasta ayer mismo, pod¨ªa re¨ªrse de s¨ª misma sin abandonar la pompa ni la circunstancia. No le hac¨ªa falta impostarlas. Las llevaba puestas
Ante la duda, que sea yo la viuda. El implacable y sanchopancesco dicho castellano alude a esa regla no escrita seg¨²n la cual muchas viudas suelen florecer tras la muerte de su supuestamente imprescindible c¨®nyuge, mientras que muchos viudos tienden a marchitarse hasta quedarse en nada despu¨¦s de enterrar a sus esposas, sus verdaderas manos derechas e izquierdas. No consta si existe un dicho similar en la cultura anglosajona. Ni si, en la intimidad de palacio, depend¨ªa m¨¢s uno de otra u otra de uno. Nunca sabremos qu¨¦ hubiera pasado si el orden de sus ¨®bitos hubiera sido el inverso, pero el hecho es que Isabel de Inglaterra, la reina por antonomasia para cualquier ser vivo en este planeta hasta ayer mismo, no fue una viuda pl¨¢cida y empez¨® su definitiva cuesta abajo al sepultar a su esposo de m¨¢s de siete d¨¦cadas.
Solo 17 meses ha sobrevivido la regia Isabel al apol¨ªneo Felipe de Edimburgo, pionero en encarnar con aplomo la figura del hombre consorte, tarea a la que ciertamente ayudaba su colosal altura, su mand¨ªbula equina y su rictus de yo soy el marido de la reina y usted no lo ser¨¢ en la vida. La conmovedora imagen de su graciosa majestad en el funeral del padre de sus hijos, sola, cabizbaja, devastada, pareciendo por primera vez la anciana que llevaba siendo lustros, presagiaba un duelo dif¨ªcil.
As¨ª parece haber sido. Porque, pese a los oc¨¦anos de tinta que se est¨¢n vertiendo, en esta historia solo se puede hablar de presunciones. ?Qu¨¦ sabe nadie lo que se le pasaba a la reina estos ¨²ltimos meses por debajo de sus sombreros de tarta de tres pisos, sus gafas de varilla dorada, su peinado de abuela adorable y esos vestidos de colorinchis de poner lavadora aparte? Nada sabemos en realidad de la reina intramuros, m¨¢s all¨¢ de las prodigiosas transfiguraciones, m¨¢s que interpretaciones, que ofrecieron Helen Mirren y Olivia Colman en The Queen y The Crown y que, al parecer, tan del gusto fueron de la interpretada. La finada, adem¨¢s de reina, era viuda, madre, suegra, t¨ªa, abuela y bisabuela de una tropa complicada, como todas, porque en todas casas, por muy reales que sean, cuecen jud¨ªas. Quedar¨¢ en nuestra memoria colectiva, aparte de su hist¨®rico legado, su modo de re¨ªrse de s¨ª misma sin abandonar ni la pompa y ni las circunstancias, su ir¨®nica distancia del terrenal mundo, su manera de envejecer en directo sin renunciar a la coqueter¨ªa, pero sin sucumbir a los estiramientos y los rellenos faciales tan del gusto de otras royals del universo mundo, y no miro a nadie en concreto. No le hac¨ªan falta. Parec¨ªa eterna. Los primeros ministros, los presidentes de los Estados Unidos, los oligarcas rusos, los astronautas, los Papas pasaban. Ella permanec¨ªa. Para eso era el perfil de las monedas de medio mundo. Para eso era el Reino Unido hecho carne. Para eso era la majestad en persona.
As¨ª se ha ido. Herm¨¦tica, discreta, cercana en su lejan¨ªa. Sin molestar, sin dar la nota, sin dar m¨¢s trabajo del necesario, ni a su familia, ni a sus asistentes, ni a sus compatriotas. Una muerte que muchos quisi¨¦ramos para nosotros mismos. Nunca sabremos a ciencia cierta qu¨¦ ocurri¨® entre la foto del martes, dando la bienvenida a la en¨¦sima primera ministra, luciendo fragil¨ªsima, consumidita viva y con el dorso de la diestra acribillado por las agujas de los m¨¦dicos, y el comunicado oficial del jueves, que anunci¨® al mundo la mala nueva de su muerte. O igual s¨ª lo sabremos: un ictus, un infarto, un fallo multiorg¨¢nico y la consiguiente parada cardiorrespiratoria. Qu¨¦ m¨¢s da. La noticia es que no era eterna. Que era mortal. Ya que, como a cualquier hijo de vecino, al final Dios no salv¨® a la reina, al menos que su Dios la tenga en su gloria.
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