El camino a Beirut nunca se borra: memoria de la ciudad donde la vida cotidiana es una lecci¨®n
Maruja Torres nunca conoci¨® un Beirut normal: el m¨¢s cercano es el que abandon¨® al marcharse hace m¨¢s de una d¨¦cada con la intenci¨®n, imposible, de no volver
Los d¨ªas de calor extremo, cuando teni?a que mandar mi columna a EL PAI?S, con internet cai?do en casa y la energi?a ele?ctrica ni os cuento, soli?a deslizarme por la acera, pegada al muro, a lo largo de la Rue du Liban, que bajaba perpendicularmente desde mi callejo?n ciego, y que disfrutaba de una iglesia y de un doble milagro: mi peluqueri?a y, enfrente, una papeleri?a como las de antes pero con un altillo en el que reverencia?bamos dos ordenadores voluminosos (anticuados ya en 2006-2010, la temporada sin interrupciones que pase? en Beirut) pero con una posible conexio?n, por la que los usuarios clama?bamos al dependiente a grito pelado.
Ahora escasea la electricidad (la robaron los de arriba, como todo), los alimentos ma?s ba?sicos esta?n por las nubes (suerte que producen verduras para el mercado interno), la gente pasa necesidad, nadie recoge las basuras, el pai?s depende ma?s que nunca de los cre?ditos exteriores, ha habido elecciones y au?n no han formado Gobierno, pero van a reunirse (como de costumbre: lo mismo anunciaba un titular L¡¯Orient- Le Jour cuando llegue? la primera vez, en 1986), la situacio?n de los campos de refugiados (cientos de miles, de palestinos a sirios) se manifiesta insostenible, la dia?spora que ya dobla a la poblacio?n, aumenta, y hay demasiados pobres pidiendo en la calle. Y Beirut, por la noche, esta? pra?cticamente a oscuras.
Todo esto lo se? porque me informo, porque ha renacido en mi? el deseo de recorrer el camino hacia la ciudad en donde fui feliz o, para decirlo con mayor exactitud, en donde supe en cada momento que era feliz porque me senti?a viva y porque, entre un par de sobresaltos, me podi?a dedicar a disfrutar de las pequen?as cosas; de las personas buenas o, simplemente, diferentes e interesantes.
De vez en cuando busco Beirut en Google Earth. O me meto en la web del Museo Nacional, y recupero la calma que senti?a al contemplar el mosaico del nacimiento de Alejandro y uno de los muchos que existen en el mundo que representan el rapto, ay, de Europa por Zeus, disfrazado de toro blanco. Y dos laureles de Indias en un rinco?n acristalado, abrazados, acorralados por el cemento, como los a?rboles que le quedan a la ciudad sobrecargada de rascacielos fantasmales.
Amigas que la visitan me mandan fotos del precioso edificio color albero en donde plante? mi nido y erigi? mi refugio, con flores en los balconesy hasta un camelio que brotaba cuando ma?s necesario me era, cuando pintaban bastos cerca del barrio y resultaba conveniente no dejarse ver. Pero nada puede reemplazar la realidad. Ni siquiera las fotos que empece? a tomar ya tarde, cuando me visitaban los colegas que veni?an a cubrir el u?ltimo zambombazo. Esos compan?eros, todos ma?s jo?venes que yo, no conocieron el Beirut de los ochenta, de la interminable primera guerra. De modo que, cuando ahora me dicen que aquello esta? muy mal, ignoran que lo vi peor. Lo vi completamente a oscu-as, lleno de agujeros, sacos terreros, coches carbonizados, controles de milicianos o de militares. Barreras, trincheras, francotiradores.
Y, sin embargo, la vida cotidiana era una leccio?n. Era la facilidad de adaptacio?n del ser humano elevada a su ma?xima potencia. La Corniche en donde respira?bamos a pleno pulmo?n cuando podi?amos y en donde todavi?a hoy se lanzan al mar, de cabeza, los muchachos que no pueden huir a ganarse el pan a otra parte. Fumarse una shisha en esa Corniche, en una silla plegable, bajo las palmeras y con el horizonte alrededor, el Mediterra?neo convertido en media esfera luminosa: es algo que he hecho muchas noches y que espero volver a hacer. Aunque sea con una linterna.
El amigo que me prepara para mi regreso me dice lo que en el fondo se? y anhelo. Que, en realidad, Beirut es lo mismo de siempre. Li?bano puede desaparecer, pero los libaneses no, an?ade, hacie?ndose eco de una ma?xima que quienes conocemos el pai?s y su capital solemos repetir. Ma?xima que ha sido puesta a prueba desde que, en 1975 estallo? la guerra civil que, con sus mu?ltiples y sangrientas amenidades e interferencias, duro? 15 an?os y luego rebroto?, en distintas reencarnaciones, y a temporadas y con protagonistas diversos, y siempre con destruccio?n y muerte, hasta nuestros di?as. Quiza? lo peor sea la corrupcio?n ende?mica, que se reproduce de arriba abajo, de los que gobiernan y poseen el pai?s hasta el aparcacoches o el mozo de hotel, ese clientelismo venenoso y sectario, mafioso, empapa la poli?tica y paraliza el desarrollo. Ese expolio salvaje quedo? al descubierto en el verano del 2020 por la brutal y venal explosio?n que se produjo en el puerto beiruti?.
Los jo?venes son quienes peor lo tienen. Y son tambie?n quienes ma?s vibran. Para marcharse o para inventar nuevas formas de existencia.
Nunca conoci? un Beirut normal. De hecho, el ma?s normal fue aquel que abandone? al marcharme con la intencio?n (irreal, ahora lo se?) de no volver jama?s. Cuando los bombardeos israeli?es del verano de 2006, hubo jo?venes que, desafiantes, los esperaban sentados en las azoteas, con un equipo de sonido. Luego grababan mu?sica con el fondo de la aberrante guerra. Hicieron co?mics. Mucho antes, en plena contienda grande, se hizo ce?lebre una sala de baile donde, a 18 kilo?metros de Beirut, se daban fiestuquis: hoy es la discoteca de disen?o B018, que sobrevivio? a la tragedia del puerto porque, con gran visio?n de futuro, fue construida bajo tierra. Ahi? pase? una Nochevieja cantando y brindando con mis amigos libaneses, y aplaudiendo los fuegos artificiales cuando abrieron el techado. La vida, otra vez.
No hay di?a en que no se me salten las la?grimas, dice, para animarme, la amiga beiruti? que tambie?n quiere que vuelva. Por las pequen?as cosas. Sabemos las dos a que? se refiere. Un gesto de amistad, una ayudita en la calle, un encuentro callejero que se convierte en un paseo largo, un helado sabrosi?simo y casero, servido en un pequen?o antro por una dama de acogedora pechera, un escritor local ensimismado en el rinco?n de un cafe?, un conseguidor en cada calle. Ah, los conseguidores de Beirut. Si les pides un elefante malva simplemente girara?n los ojos y te preguntara?n: ¡°?Te arreglas con una jirafa vestida de escoce?s?¡±. No conocen el no. Se buscan la vida.
Los di?as de tormenta (no se? que ocurre alli? con el cambio clima?tico; ni quiero saberlo), que soli?an ser tres o cuatro de aguas bi?blicas, acompan?adas por truenos y rayos de la mejor calidad; esos di?as, me gustaba ponerme el impermeable y las botas de goma y salir a pisar charcos y a salpicar. Creo que Beirut saco? de mi?, en esa ocasio?n y en muchas otras, a la nin?a que no habi?a podido jugar y que, ya adulta, se desahogaba en un mundo de reglas imprecisas. Eso es lo que todavi?a reservo para mi probablemente cercano regreso, temporal pero hondo: la capacidad de asombro, la oportunidad de participar en un juego peligroso, pero compartido. El de sobrevivir, inventar cotidianamente, ponerme a prueba.
Lo hago, regresar, cuando ya no puedo saltar por los charcos. Por dentro, si?. Beirut seguira? recibie?ndome, porque nadie que la haya probado alguna vez puede resistirse a volver.
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