Entre las flores
La se?ora a la que est¨¢n atendiendo se vuelve hacia m¨ª y me pide disculpas. "Perdone, en seguida termino". "No importa", replico, encogi¨¦ndome de hombros. "No tengo a d¨®nde ir".
Antranik Helvadjian es el director general de la Librairie Internationale y este viernes est¨¢ especialmente indignado: "Nadie, nadie en ning¨²n lugar del mundo quiere a los ¨¢rabes. Nadie hace nada para detener a Israel. ?Y por qu¨¦ Israel se cree con derecho a todo? ?A invadir un pa¨ªs para defenderse de quienes defienden sus propias fronteras? ?Debido a que sufrieron un Holocausto? ?Sabe cu¨¢ntos cientos de miles de personas perecieron en el genocidio perpetrado por los turcos contra mi pueblo? ?Me da eso derecho a invadir, a matar?". Antranik -Antoine, para los amigos- es armenio pero defiende a los ¨¢rabes y afirma -es un hombre bien informado- que los soldados israel¨ªes fueron detenidos por Hezbul¨¢ dentro de L¨ªbano. Recuerda muy bien las anteriores ocupaciones de Israel, las matanzas, los asedios.
El buen hombre ignora que yo utilic¨¦ algunos de sus rasgos de car¨¢cter y f¨ªsicos para uno de los personajes de mi ¨²ltima novela. Y no pienso cont¨¢rselo ni bombardeo mediante. Nunca se sabe. En todo caso, una vez me dijo, durante la paz de los 90, que muchas veces hab¨ªa pensado en suicidarse, cosa que nunca le ocurri¨® durante el interminable conflicto. Y, demonios, hoy he visto en su mirada el br¨ªo y la irritaci¨®n y el orgullo que le mantuvieron, sin claudicar, a pie de librer¨ªa, en los a?os de guerra.
Es un viernes extra?o, este d¨ªa santo para los musulmanes. Un viernes c¨®ncavo, en el que resuenan las campanadas de la iglesia del Rosario -Wardiy¨¦- y el est¨¦reo decib¨¦licamente insoportable de la oraci¨®n del mediod¨ªa del ulema de la peque?a mezquita Hamra, un hombre que siempre me ha parecido especialmente latoso. Dentro del tranquilo recinto de la mezquita, algunos hombres descalzos reposan, sentados en las alfombras, aprovechando la frescura y la sombra, y la moment¨¢nea paz. Muy cerca, en lo que fue m¨ªtico hotel Commodore, en la actualidad convertido en una especie de mausoleo hotel¨ªstico para nuevos ricos, congresistas y turismo depredador emocional -ya saben: aqu¨ª viv¨ªan los reporteros, vamos a echar un ojo, acu¨¦rdate de que hubo un loro mascota que muri¨® en un tiroteo-, empresarios de Ghana y de Ethiop¨ªa aguardan con impaciencia los coches que les sacar¨¢n del pa¨ªs. El de seguridad, a la entrada, quiere registrar mi bolso -que cada d¨ªa se hace m¨¢s grande y pesado: por si tengo que quedarme a dormir en cualquier parte-, pero entonces yo pronuncio una palabra que vuelve a tener magia en este Beirut, en estos d¨ªas: "Sahafie", digo. Periodista. El tipo me contempla con una agitaci¨®n que me recuerda la de mi amigo, el librero. La parte buena de los viejos tiempos tambi¨¦n ha regresado. La tribu informativa est¨¢ volviendo. Empezamos a ver fot¨®grafos, chalecos multibolsillos, teleobjetivos aparatosos. Los taxistas ya echan sus cuentas. Los empleados sue?an propinas.
Pero es dif¨ªcil fotografiar lo peor de esta guerra, esos aviones que sobrevuelan los edificios durante la noche, camino de la siguiente org¨ªa de destrucci¨®n. En el insomnio, que ya empieza a agriar las caras de los prudentes y preocupados viandantes, uno se pregunta a d¨®nde van, qu¨¦ m¨¢s piensan destruir, de qu¨¦ indispensable fuente de energ¨ªa o camino o carretera o puente van a privarnos. Los tel¨¦fonos m¨®viles tambi¨¦n pueden sufrir interferencias deliberadas, me dice la amable persona del Instituto Cervantes que me anuncia que ha empezado la evacuaci¨®n de espa?oles. Uno se pregunta cu¨¢ntas vidas m¨¢s segar¨¢n. En los bombardeos de esta noche casi se cargaron la iglesia de Mar Mikhail -San Miguel-, cerca de donde -as¨ª es Beirut- el antiguo antisirio general Aoun firm¨® no hace mucho un acuerdo con el l¨ªder de Hezbul¨¢, Nasrallah, para mantener al presidente Lahoud, prosirio, en el poder, para que aguante mientras Aoun intenta suplantarle.
Las farmacias, aparte de los libreros, permanecen abiertas durante el viernes. Hacemos cola. Unos piden calmantes, otros estimulantes, otros art¨ªculos normales. La se?ora a la que est¨¢n atendiendo se vuelve hacia m¨ª y me pide disculpas. "Perdone, en seguida termino". "No importa", replico, encogi¨¦ndome de hombros. "No tengo a d¨®nde ir". La alusi¨®n a nuestro aislamiento despierta una carcajada general.
Por eso me gusta quedarme con ellos, florecen inesperadamente. Iman, un joven amigo m¨ªo oriundo de un pueblo cercano a Jezzin, junto a la maltratada Saida, me dice que sabe que un miembro de su familia ha muerto la noche pasada bajo las bombas. Pero en el caos, a¨²n no sabe qui¨¦n puede haber sido la v¨ªctima. "Es el destino. Yo no tengo miedo. Podr¨¢n matarnos, pero no conseguir¨¢n que tenga miedo".
Adem¨¢s, Antoine el librero me ha asegurado que "todav¨ªa no hay plazas en el Para¨ªso para nosotros", refiri¨¦ndose a ¨¦l y a m¨ª. Y los cajeros autom¨¢ticos funcionan, aunque la libra libanesa se desploma, y pronto van a pedirnos que lo paguemos todo en d¨®lares contantes, sonantes, crujientes y sin marcar.
Qu¨¦ suerte. He escrito una cr¨®nica y no he incurrido todav¨ªa en uno de los t¨®picos del periodismo: tensa espera. Pues ni se la imaginan. Pero las buganvillas y los flamboyanes de Beirut est¨¢n preciosos.
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