Doctorado en historias
Si en nuestros pa¨ªses no existiera el abismo de la desigualdad que padecemos, Virginia tendr¨ªa un doctorado en la mejor universidad del mundo, porque es lista como el profesor Obama. Se le ve desde la primera vez que uno habla con ella. S¨®lo estudi¨® hasta cuarto de primaria, pero no parece cre¨ªble porque, mientras desbarata los nudos que deja la tensi¨®n en una espalda, desmenuza la realidad como quien hace un deshilado o una tesis doctoral. Y la juzga, la enfrenta, la digiere con una sencillez pasmosa. Es implacable y desconoce la piedad gratuita. Es muy buena lectora. Lo que le vaya regalando su clientela se lo bebe mientras anda en el Metro o camina sobre la cuerda floja del transporte p¨²blico. Y de todo entiende, porque as¨ª como sabe contar historias, sabe o¨ªrlas.
"Ella casi no fue al colegio, pero tiene la mente de un fil¨®sofo"
Tiene una personalidad atravesada de proezas sin reclamos y va con ella por el mundo gan¨¢ndose el derecho a vivir en paz o en guerra, seg¨²n le dicten su conciencia o su fantas¨ªa. Casi no fue al colegio, pero tiene la mente racional y clar¨ªsima de un fil¨®sofo cartesiano.
Empez¨® a trabajar desde muy ni?a. Primero ayudando a su madre que par¨ªa hijos sin resistirse a los embates de una vida conyugal injusta desde donde se la mirara: ni se diga los ojos de su hija que creci¨® contando sus embarazos y ayud¨¢ndola a lavar pa?ales. Despu¨¦s, a los nueve a?os, levant¨¢ndose al llamado de su padre para ir a limpiar un edificio de oficinas. Cuando terminaban, el hombre las pon¨ªa en un cami¨®n de regreso a la casa. Antes pasaban por un restor¨¢n donde recog¨ªan el costal de comida sobrante que llevaban hasta el cuarto en que viv¨ªan, para d¨¢rselo de comer al cerdo que su madre criaba en el patio.
Viv¨ªan en un terreno que su pap¨¢ hab¨ªa comprado, por lo que costaban dos puercos, en un rumbo que entonces era un terregal intransitable: no hab¨ªa luz, ni agua, ni pavimento. Cuando llov¨ªa se inundaba la casa y cuando no, se ahogaban en polvo. De semejante pobreza se propuso salir. "Ahora mi mam¨¢ tiene ah¨ª una casa de dos pisos, con todo. Y como se la hicimos bien, llueva lo que llueva el agua no le entra".
Hace m¨¢s de veinte a?os que Virginia destraba los nudos de mi espalda. Y mientras lo hace va trabando sus historias en mi vida. Es mucho mejor fabuladora que yo. S¨®lo que ella no fue a la universidad, ni aprendi¨® las ma?as que debe darse un escritor para serlo. Cuando yo terminaba la carrera ella iba entrando a trabajar como nana de unos hijos ajenos.
Su ambici¨®n, antes que el dinero y la calma, era la libertad. Desde que entr¨® a ese quehacer se puso a mirar qui¨¦nes pod¨ªan ir y venir por la ciudad, conocer gente, ganarse la vida sin m¨¢s lazos que los de su voluntad. Por eso se fij¨® en la masajista. Ella era la que dec¨ªa cu¨¢ndo pod¨ªa volver y cuando no, a ella la esperaba la se?ora de la casa y era capaz de cambiar sus horarios para acomodarse a los suyos. Le pidi¨® que le ense?ara su destreza. Y la otra lo hizo los domingos por una peque?a paga y porque le gust¨® la tenacidad de la nana. Lo dem¨¢s fue por cuenta de Virginia y sus manos, su esfuerzo y su generosidad. Tres d¨¦cadas m¨¢s tarde procura clientas de media vida. Y para todas tiene y con todas habla de todo. Ella da masajes y conversa. Con lo que prueba que tambi¨¦n la lengua lima las desigualdades. Yo, de o¨ªrla, conozco a su gente, su ir y venir, su penar, su desvivirse. Todo un mundo de nombres, casas, pueblos, familias ha puesto a caminar en mi cabeza. Le pregunto por ellos, como si los conociera, y ella de ellos me cuenta tan bien que cuando los conozco o me ense?a una foto, puedo ponerles nombre a sus caras. Y sucede lo mismo con sus clientas. Yo pregunto por la salud de las m¨¢s viejas, por el estado de los matrimonios en crisis, por el pap¨¢ enfermo de una soltera y el hijo reci¨¦n casado de una viuda. Y ella con la misma compasi¨®n me cuenta los dolores de su vecina con c¨¢ncer, el susto que se peg¨® su nieta al ver un payaso y la agon¨ªa heroica de su clienta la m¨¢s rica. Y no hace diferencias. Su mirada es la medida del mundo y el mundo suyo lo hace de todos los que la rodean. Se apiada con la misma fuerza del dolor de un rico que del de un tonto, del abandono de un hu¨¦rfano que de la orfandad de una vieja. Y conversa y escucha, cuenta y guarda cuentos. Hace de unos el asunto de otros. Si tuviera internet ser¨ªa como la se?ora Huftintong, de hecho trae en la cabeza y las palabras un blog de blogs, y divide a sus seres queridos, miembros todos de la congregaci¨®n que agrupa de su voz, entre los que cuentan lo que les pasa y los que se quedan callados. Seg¨²n ella, los que guardan sus penas sufren m¨¢s que quienes las cuentan. Y s¨®lo concibe como un abismo insalvable la diferencia que hay entre unos y otros.
?ngeles Mastretta es escritora y periodista mexicana
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