4. La medicina, arma de guerra
El escritor se adentra en esta cuarta entrega en los centros de atenci¨®n m¨¦dica clandestinos
En la Siria en revuelta de Bachar el Asad, no solo est¨¢ prohibido hablar, manifestarse y protestar; est¨¢ prohibido tambi¨¦n curar y buscar a alguien que cure. Desde el principio de la revuelta, el r¨¦gimen libra una guerra sin cuartel contra cualquier persona o instituci¨®n que pueda prestar atenci¨®n m¨¦dica a las v¨ªctimas de la represi¨®n. "Es muy peligroso ser m¨¦dico o farmac¨¦utico", dice uno de estos ¨²ltimos en Bab Amro. El personal sanitario est¨¢ bajo arresto, como es el caso de un enfermero de al Qusayr, detenido al d¨ªa siguiente de que nos mostrara su centro clandestino de primeros auxilios, con alfombras cubiertas de lonas de pl¨¢stico para protegerlas de la sangre. O est¨¢ muerto, como Abdur Rahim Amir, el ¨²nico m¨¦dico de ese mismo centro, abatido a sangre fr¨ªa por miembros de la seguridad militar cuando intentaba auxiliar a civiles heridos en una ofensiva del Ej¨¦rcito regular en Rast¨¢n. O torturado. En Bab Amro, un enfermero del Hospital Nacional de Homs, encarcelado en septiembre, me describe con gestos los malos tratos a los que le sometieron: le dieron palizas a bastonazos, le vendaron los ojos, le azotaron, le electrocutaron, le colgaron de la pared sujeto solo por la mu?eca y le dejaron as¨ª, apoyado sobre las puntas de los pies, durante cuatro o cinco horas, una pr¨¢ctica habitual que se llama ash-shabah. "Tuve un trato de favor", subraya. "No me rompieron los huesos".
A veces, las fuerzas del r¨¦gimen se conforman con imprecarles. Una enfermera de la Media Luna Roja que iba en una ambulancia se encontr¨® bloqueada por un control: "?Nosotros les disparamos y vosotros los salv¨¢is!", gritaron, enfurecidos, los soldados.
Los dos hospitales de la ciudad, el civil (llamado "nacional") y el militar, est¨¢n bajo el mando absoluto de las fuerzas de seguridad, que han transformado sus s¨®tanos y algunas de sus habitaciones en salas de torturas. Volver¨¦ sobre ello, con testimonios. Las cl¨ªnicas privadas, ¨²nicos recursos para los heridos de la insurrecci¨®n, est¨¢n sometidas a ataques permanentes. En una de ellas, en el centro de la ciudad vieja, dos enfermeras me muestran los impactos de bala en las ventanas, las paredes y las camas, balas disparadas desde la Ciudadela, que est¨¢ al lado. Por lo dem¨¢s, la cl¨ªnica est¨¢ vac¨ªa. "Solo admitimos las urgencias, y no dejamos que nadie se quede m¨¢s de unas horas. Las fuerzas de seguridad entran todo el tiempo y detienen a todos los que encuentran. Los m¨¦dicos se han visto obligados a firmar una promesa de que no van a curar a m¨¢s manifestantes". Mientras hablan, suena una bala en la sala contigua. Todos se r¨ªen. "Desde que el ELS est¨¢ presente en el barrio", contin¨²a una de las dos, "podemos traer heridos".
"?Nosotros les disparamos y vosotros los salv¨¢is!"
El Ej¨¦rcito rebelde tambi¨¦n transporta a m¨¦dicos para realizar operaciones siempre que es posible. Hace cinco d¨ªas, la cl¨ªnica recibi¨® a un hombre con el est¨®mago abierto. Un primer cirujano consigui¨® operarle de urgencia, pero hac¨ªa falta un especialista que completara la intervenci¨®n, y el barrio estaba acordonado, as¨ª que era imposible traer a nadie ni llevar al paciente a otro hospital. "Al final, muri¨®", concluye la enfermera.
Abu Hamzeh, un cirujano de primera categor¨ªa, intenta curar a los heridos que llegan a diario a un puesto de primeros auxilios situado en su barrio. Est¨¢ tan desesperado por la falta de medios -su centro no dispone ni de anest¨¦sicos, ni de sondas, ni de aparato de radiograf¨ªa, no puede operar a nadie, solo poner vendas y hacer transfusiones- que quiere abandonar la medicina para empu?ar las armas. "Aqu¨ª no sirvo para nada", se queja amargamente delante de un hombre con el abdomen perforado por una bala de francotirador, "absolutamente para nada". Al principio de las revueltas, Abu Hamzeh trabajaba en el hospital militar de Homs, donde fue testigo de las torturas infligidas a los manifestantes heridos, a veces incluso a manos de enfermeros o m¨¦dicos, cuyos nombres anot¨® con sumo cuidado. Cuando el m¨¦dico jefe del hospital, un alau¨ª, trat¨® de prohibir esas torturas, lo ¨²nico que hicieron fue practicarlas con m¨¢s discreci¨®n. ?Un d¨ªa, atend¨ª a un hombre en urgencias. Al d¨ªa siguiente, volv¨ª a verlo en radiolog¨ªa, con un traumatismo craneal que no hab¨ªa tenido la v¨ªspera. Descubr¨ª que le hab¨ªan golpeado durante la noche. Muri¨® dos d¨ªas despu¨¦s, pese a que sus heridas iniciales no eran mortales".
"Las fuerzas de seguridad entran todo el tiempo y detienen a todos los que encuentran"
Horrorizado, Abu Hamzeh consigui¨® un bol¨ªgrafo c¨¢mara en Beirut y film¨® en secreto cuatro v¨ªdeos en una sala de cuidados postoperatorios, con la complicidad de una enfermera. Ahora me los ense?a y los comenta. En las im¨¢genes, a veces veladas, cuando la bata tapa el bol¨ªgrafo que lleva en el bolsillo de la chaqueta, se distingue a cinco pacientes, desnudos o casi desnudos bajo las s¨¢banas, con los ojos vendados y un tobillo encadenado a la cama. La mano del m¨¦dico descubre los cuerpos: sobre los torsos de dos de ellos, grandes marcas rojas, todav¨ªa frescas, de sendas palizas. Sobre un mueble, en exposici¨®n, los instrumentos de tortura: dos l¨¢tigos flexibles, unas tiras de goma cortadas de ruedas y reforzadas con cinta adhesiva, y un cable el¨¦ctrico con una toma en un extremo y una pinza en el otro, para sujetarlo a los dedos, los pies o el pene. Uno de los heridos gime sin parar. "Le hab¨ªan bloqueado los cat¨¦teres", se indigna Abu Hamzeh. "Cuando entr¨¦, estaban suplicando que les dieran de beber. Abr¨ª las sondas y cambi¨¦ las bolsas de orina, que estaban llenas, pero dos pacientes acabaron en coma por las lesiones en los ri?ones. Cuando cambi¨¦ las vendas, advert¨ª que uno de ellos ten¨ªa gangrena; se lo indiqu¨¦ al departamento ortop¨¦dico, pero no pude hacer el seguimiento. Tres d¨ªas m¨¢s tarde, me enter¨¦ de que le hab¨ªan cortado la pierna por encima de la rodilla".
Abu Hamzeh, que dimiti¨® hace poco para unirse a la oposici¨®n, fue apartado a toda velocidad. Pero las pr¨¢cticas que describe no han hecho m¨¢s que intensificarse con el aumento de las protestas. En Bab Amro nos presentan a R., un herido, con una pierna amputada, dado de alta en el hospital militar hace una semana. A finales de diciembre, un ob¨²s cay¨® en su calle y mat¨® a cinco vecinos y familiares suyos. En el v¨ªdeo que nos ense?an, se ve c¨®mo se llevan a toda prisa a R., con la pierna medio arrancada atada con una bufanda, en un veh¨ªculo. El primer hospital privado al que le llevaron, desbordado aquel d¨ªa, intent¨® trasladarlo a otro, junto con su sobrino de 28 a?os, cuyo brazo izquierdo colgaba de unos jirones de carne. Pero la ambulancia que los transportaba fue interceptada en un control de las fuerzas de seguridad, donde arrestaron a los dos heridos, los colocaron en un veh¨ªculo blindado y les enviaron al hospital militar. All¨ª, sin nadie que les atendiera, esposados a la cama y con los ojos vendados, los torturaron durante ocho horas. "Me golpeaban con bandejas de comida, en la cabeza y en el cuerpo. Ataron cuerdas a mi pierna herida y tiraban de ellas en todas direcciones. Me hicieron muchas otras cosas, pero no las recuerdo".
Sobre un mueble, los instrumentos de tortura: dos l¨¢tigos flexibles, unas tiras de goma cortadas de ruedas y reforzadas con cinta adhesiva, y un cable el¨¦ctrico
Los hombres que le torturaban ni siquiera pretend¨ªan obtener informaciones, sino que se limitaban a insultar a sus v¨ªctimas: "?As¨ª que quieres libertad, pues aqu¨ª est¨¢ tu libertad!" Su sobrino muri¨® de los golpes; a R., al final, lo trasladaron al ala quir¨²rgica para practicarle una intervenci¨®n. Despu¨¦s le encarcelaron, sin cuidados postoperatorios: se le infect¨® la pierna y, seis d¨ªas m¨¢s tarde, se la amput¨® de oficio un m¨¦dico militar. Me muestran una foto suya el d¨ªa que sali¨® en libertad: la piel amarilla, los rasgos cansados, cadav¨¦rico, pero con la dulce alegr¨ªa de estar vivo. "Me mataron en ese lugar", concluye, con los ojos brillantes. "Deb¨ªa haber muerto all¨ª".
Estos no son casos aislados, iniciativas individuales movidas por el sadismo o el exceso de celo, actos descontrolados. Al contrario, son actuaciones previstas en un reglamento anterior a la revuelta actual, como explica Abu Salim, un m¨¦dico militar que sirvi¨® dos a?os en los muhabarats, los servicios de seguridad del Ej¨¦rcito, antes de pasarse al bando de la revoluci¨®n para dirigir una cl¨ªnica improvisada en un barrio de Homs. "?Qu¨¦ misi¨®n tiene un m¨¦dico dentro de los muhabarats?", pregunta con calma ante mi grabadora. "Se lo voy a explicar. En primer lugar, mantener con vida a las personas sometidas a torturas para poder interrogarlas el mayor tiempo posible. Segundo, en el caso de que la persona interrogada pierda el conocimiento, prestarle primeros auxilios para que el interrogatorio pueda continuar. Tercero, supervisar el uso de productos psicotr¨®picos durante el interrogatorio. Nosotros utiliz¨¢bamos clorpromazina (un antisic¨®tico que suele recetarse para tratar a los esquizofr¨¦nicos), valium y alcohol de 90 grados, del que, por ejemplo, se introduce un litro en la nariz o en inyecci¨®n subcut¨¢nea. Cuarto, si la persona torturada sobrepasa su umbral de resistencia y se encuentra en peligro de muerte, el m¨¦dico puede pedir su hospitalizaci¨®n. No es ¨¦l quien toma la decisi¨®n; se limita a escribir un informe, y el responsable del interrogatorio decide aprobar o no el traslado. Antes de la revoluci¨®n, se trasladaba a casi todo el mundo; ahora, solo a los presos importantes. A los dem¨¢s, se les deja morir".
Jonathan Littell es novelista franco-estadounidense, autor de Las ben¨¦volas. La serie de art¨ªculos sobre Siria se est¨¢ publicando de forma coordinada con el diario franc¨¦s Le Monde.
Traducci¨®n de Mar¨ªa Luisa Rodr¨ªguez Tapia.
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