Hasta aqu¨ª llega M¨®stoles
Tanto si dej¨® de creer como si empez¨® a hacerlo, su ministerio resultaba del todo impracticable
Benedicto XVI ha cumplido el deseo de acudir al propio entierro para escuchar lo que los deudos dicen de uno. He ah¨ª las ventajas de la doble personalidad. Fallecido en calidad de Sumo Pont¨ªfice, puede tirar ahora de la identidad de Joseph Ratzinger como el que usa un utensilio de la navaja suiza cuando el que era no funciona. Dispone ya de una versi¨®n de s¨ª en la tumba y de otra en el mundo. Cuando Ratzinger se mira en el espejo ve al Papa muerto, pero cuando el que se mira es el Papa muerto, ve a Ratzinger. Un juego especular que se parece mucho al del despertar en el interior del sue?o. Contin¨²as dormido, s¨ª, pero al mismo tiempo, de un modo extra?o, permaneces despierto. Ello te permite aprehender de forma simult¨¢nea la sustancia del sue?o y la vigilia. Ratzinger ha vuelto a la vida, ha despertado si ustedes lo prefieren, en el interior de un muerto, de nombre Benedicto XVI. Cada uno es la continuaci¨®n del otro.
Dec¨ªa alguien cuyo nombre no me viene que toda cultura podr¨ªa explicarse en funci¨®n de las relaciones que quienes forman parte de ella mantienen entre el sue?o y la vigilia. Por lo general, hablamos del sue?o y la vigilia como si fueran compartimentos estancos, igual que el que dice hasta aqu¨ª llega Madrid y aqu¨ª comienza M¨®stoles, como si M¨®stoles y Madrid (metaf¨ªsicamente hablando, se entiende) pudieran comenzar y terminar. O como el que afirma que la pantalla del ordenador es la l¨ªnea que separa el mundo de los ¨¢tomos del de los bits, negando de este modo el flujo constante entre el lado de ac¨¢ y el lado de all¨¢, siendo como es que la versi¨®n bit de Vicente, por poner un ejemplo, puede asesinar a su versi¨®n at¨®mica y viceversa.
Aficionados como somos, en fin, a las fronteras, a los l¨ªmites, patolog¨ªa que nos viene del gen territorial, extrapolamos al d¨ªa y a la noche, pero tambi¨¦n a la vida y la muerte, esa necesidad de que unas cosas acaben para que comiencen otras. De donde deducimos que asomarse a una ventana significa estar vivo y, reposar en la tumba, estar muerto.
Nada de eso.
Pese a las apariencias, hay entre la vida y la muerte una suerte de continuum que es la que llevaba a los antiguos a colocar dos monedas de plata en los p¨¢rpados de los difuntos, cuando no debajo de su lengua, para pagar los servicios de Caronte.
Benedicto XVI es el primer Papa que se suicida en el sentido estricto de la palabra. Los anteriores dimisionarios, m¨¢s que volarse los sesos, fueron empujados de la silla por razones pol¨ªticas. Solo una anomal¨ªa de tal calibre es capaz de explicar las toneladas de tinta empleadas en apenas cuatro d¨ªas para dar respuesta a la extra?eza provocada por su decisi¨®n. Extra?eza que quiz¨¢, en parte, proceda de la envidia, ya que no todos los suicidios salen tan rentables. Quiere decirse que quien m¨¢s quien menos se ha imaginado ya la vida del anciano Ratzinger en ese convento de limoneros y rosas, entregado a la meditaci¨®n trascendental y quiz¨¢, qu¨¦ suerte, a la escritura creativa a tiempo completo. Quien m¨¢s quien menos lo ve paseando por el claustro, junto al fantasma de Benedicto XVI, manteniendo con ¨¦l sesudas discusiones de car¨¢cter filos¨®fico, mientras las monjas entregadas a su servicio se ocupan de las cuestiones cotidianas que a los ancianos comunes les amargan la existencia. Quien m¨¢s quien menos se lo ha imaginado en su celda, por la noche, poni¨¦ndose el pijama para acostarse junto al cad¨¢ver del Papa fallecido, quiz¨¢ abrazado a ¨¦l con una sonrisa un poco diab¨®lica, no como la de Anthony Perkins en Psicosis, cuando yace junto a la momia de su madre, pero por ah¨ª, por ah¨ª.
Por ah¨ª, por ah¨ª, sobre todo si al cerrar los ojos piensa Ratzinger en los lugares comunes que desde la teolog¨ªa, el derecho can¨®nico o la pol¨ªtica se han dicho estos d¨ªas acerca de su renuncia. ?l sabe que este suceso excepcional, capaz de alterar las fronteras entre el Papa vivo y el Papa muerto, solo puede explicarse desde la literatura, que descubri¨® la figura del doble antes que la psiquiatr¨ªa.
Ahora bien, para quienes se empe?en en ver la intervenci¨®n de Dios en este golpe maestro, que ha hecho saltar por los aires los protocolos de la curia, todav¨ªa un par de hip¨®tesis que, como el sue?o y la vigilia, carecen de fronteras definidas: pongamos que Benedicto XVI se peg¨® un tiro en la sien porque de s¨²bito dej¨® de creer en Dios. O por lo contrario, porque de repente fue atacado por la fe, ese don gratuito. Tanto si dej¨® de creer como si comenz¨® a hacerlo, su ministerio resultaba del todo impracticable. Si lo primero, porque para arrogarse la representaci¨®n de una instancia irreal, hay que poseer, en efecto, una fortaleza y una ambici¨®n poco probables en una persona de su edad, incluso en un joven. Si lo segundo, porque si Dios existe no puede estar de acuerdo en modo alguno con lo que representa la Iglesia. Aficionado como es a la escritura, Ratzinger dispone de un material excelente para escribir una novela. Despu¨¦s de todo, la l¨ªnea que separa la teolog¨ªa de la ficci¨®n es tan borrosa como la que separa la muerte de la vida.
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