A prop¨®sito del Concilio
Las esperanzas del II Concilio Vaticano se estrellaron contra una ortodoxia implacable

En un conciso y contundente art¨ªculo publicado en este diario Juan Jos¨¦ Tamayo, al evocar la amnesia colectiva sobre los 36 a?os de poder autoritario de Ratzinger, fruto de la sorpresa y emoci¨®n provocados por su inesperada renuncia, desgranaba la lista de sus resoluciones y condenas inquisitoriales, primero como arzobispo de M¨²nich y luego como Pont¨ªfice, de los te¨®logos abiertos a los aires del tiempo, y su humillante menosprecio de las mujeres a las que neg¨® el acceso al sacerdocio y redujo como sus antecesores, en virtud de una bien asentada misoginia, al mero papel de complemento del hombre (el cuento de la costilla y el de la maldita manzana, ya se sabe). Las esperanzas despertadas por el Segundo Concilio Vaticano se estrellaron contra el muro de una ortodoxia implacable con los seguidores de las ense?anzas humildes de Cristo. Muy significativamente el Papa ya em¨¦rito se esforz¨® en atraer a la congregaci¨®n de los fieles a los seguidores de la secta ultramontana de monse?or Lefebre mientras anatematizaba a los curas y seglares comprometidos con la lucha contra la pobreza y a los representantes de la teolog¨ªa de la Liberaci¨®n.
En verdad, Benedicto XVI no hubiera podido hacer gran cosa frente al poder de la burocracia eclesi¨¢stica y el absolutismo de la monarqu¨ªa vaticana, cuya opacidad y poder sin l¨ªmites no tiene hoy d¨ªa equivalente alguno fuera de la teocracia saud¨ª. El secretismo e intolerancia reinantes durante siglos de supuesta infalibilidad papal no pueden ser puestos en tela de juicio sin provocar el derrumbe de todo un sistema y un aparato de gobierno que nada tienen que ver con la figura y palabra de Jes¨²s. Si la doctrina de Marx sobre la dictadura del proletariado necesaria para la consecuci¨®n del ideal igualitario condujo a su sustituci¨®n por la del Comit¨¦ Central del Partido, la de este por la de su Bur¨® Pol¨ªtico y la del ¨²ltimo por la de un omn¨ªmodo secretario general de la ¨ªndole de Stalin, la ense?anza de Cristo engendr¨® al hilo del tiempo una casta eclesi¨¢stica investida de un poder divino y terrenal cuya crueldad en tiempos del Santo Oficio (hoy Congregaci¨®n para la Doctrina de la Fe) no tendr¨ªa nada que envidiar a la del l¨ªder sovi¨¦tico. Juan Jos¨¦ Tamayo ha tenido la suerte de nacer en el siglo XX y consagrarse a la teolog¨ªa e historia de las religiones en un pa¨ªs democr¨¢tico: de otro modo habr¨ªa conocido el trato poco amable de las mazmorras inquisitoriales y Men¨¦ndez Pelayo le habr¨ªa dedicado un jugoso cap¨ªtulo en su Historia de los heterodoxos. En corto: el edificio sustentado por 20 siglos de una todopoderosa m¨¢quina estatal no admite cuanto atente a los fundamentos de la auctoritas. En la Iglesia cat¨®lica no cabe un informe Kruschev y menos a¨²n unas innovaciones suicidas como las de Gorbachov. La autocr¨ªtica no existe en el dogma, carece de base jur¨ªdica. El doble poder terrenal y divino no tolera el libre juicio de las ovejas descarriadas, de los fieles no sujetos a su jurisdicci¨®n estricta.
La existencia de valores espirituales independientes de la autoridad eclesi¨¢stica fue objeto de condena y castigo por espacio de siglos. El misticismo y la preminencia de la oraci¨®n mental sobre la liturgia y las formas exteriores del culto no han sido nunca de recibo a menos que se confinen, como hizo precavidamente San Juan de la Cruz, en los muros de un convento reservado a una elite espiritual. La historia del Santo Oficio se cifra en un vasto archivo que abarca no s¨®lo a los descre¨ªdos y protestantes sino tambi¨¦n a quienes viv¨ªan en comuni¨®n con Cristo fuera de toda liturgia y a cuantos se atrev¨ªan a pensar por su cuenta: ayer los erasmistas y hoy los te¨®logos como Juan Jos¨¦ Tamayo.
La corrupci¨®n reinante en el mercadeo romano puesta en evidencia en las feroces luchas por el poder, lavado de dinero en el Banco Vaticano, conexiones con la Mafia, amenazas de muerte a prelados y abusos peder¨¢sticos revelados por los vatileaks es la ¡°suciedad¡± evocada por Benedicto XVI poco antes de arrojar la toalla. La actual degradaci¨®n de la Iglesia no difiere gran cosa de la de Alejandro VI y sus sucesores, en la ¨¦poca retratada con gracia en La lozana andaluza y en el c¨¢ustico Concilio del amor ambientado en ella. Pero los tiempos han cambiado y la trama argumental presente ya no es la de Delicado ni siquiera la de Gide y Peyrefitte sino la de la novela negra: mafiosos sepultados en la cripta, asesinatos oscuros, suicidios sospechosos, cad¨¢veres desaparecidos y abominaciones ped¨®filas cuidadosamente barridas bajo una espesa alfombra. John le Carr¨¦ tiene hoy la palabra. Y, con mayor genio y humor, Fellini.
La escenograf¨ªa del C¨®nclave deber¨ªa haber ido acompa?ada de m¨²sica de ¨®pera, del Nabucco de Verdi o de la Cabalgata de las Walkirias de Wagner. La llegada de los cardenales papables a la escena del Sacro Colegio tendr¨ªa que haber sido orquestada como la de un ballet del Bolshoi. Los cre¨ªa ver asidos de la mano, siguiendo los compases musicales conforme se adentraban en la Capilla Sixtina, balance¨¢ndose y oscilando r¨ªtmicamente los pies. Bajo los murales y retablos de Miguel ?ngel se despedir¨ªan del enjambre de los camar¨®grafos venidos del mundo entero para cabildear en secreto la elecci¨®n del nuevo Vicario de Cristo que, aureolado de su infalible luz, ostentar¨ªa en adelante la tiara, redactar¨ªa breves, bulas y enc¨ªclicas, se entregar¨ªa en papam¨®vil a ba?os multitudinarios y se asomar¨ªa al balc¨®n de la plaza romana a bendecir a los fieles. Fin de la pel¨ªcula. ?Apoteosis final!
Imagino el pasmo de Jes¨²s de Nazaret ante la pompa y parafernalia eclesi¨¢sticas, la lucida guardia suiza, el solio y los flabelos. O la de millones de desheredados que creen en ¨¦l y siguen en la tele un ceremonial tan anacr¨®nico como huero. Algo de otro tiempo, pero que no puede alterarse sin cesar de existir.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.