La mujer que fascin¨® a los brit¨¢nicos
¡°El mejor hombre de Europa¡±, la defini¨® su amigo Ronald Reagan. Este texto, escrito en 1983, repasa muchas de las an¨¦cdotas que protagoniz¨®
Cuando Margaret Thatcher entraba en la C¨¢mara de los Comunes, un d¨ªa a la semana, para responder a las preguntas de la oposici¨®n, los diputados de su partido se remov¨ªan en sus duros asientos (los esca?os de Westminster deben de ser los m¨¢s inc¨®modos del mundo), recompon¨ªan la figura, se abrochaban el primer bot¨®n de la camisa y se enderezaban la corbata, como estudiantes desaplicados a la vista de la directora del colegio. La mayor¨ªa de ellos sab¨ªa que si conservaba su esca?o era, m¨¢s que por m¨¦ritos propios, por la incre¨ªble atracci¨®n que sent¨ªan los brit¨¢nicos hacia aquella mujer alta, rubia y delgada, que era capaz de pedirles confianza pese a que durante sus cuatro primeros a?os de mandato todas sus promesas de ley y orden se hab¨ªan desvanecido y el desempleo se hab¨ªa multiplicado por tres. Pero ocurri¨® que la dictadura militar argentina tuvo la sangrienta ocurrencia de invadir las islas Malvinas y el pa¨ªs entero entr¨®, m¨¢s bien encantado, en una guerra en el Atl¨¢ntico sur. Una guerra victoriosa, pero guerra al fin y al cabo, que consagr¨® a la se?ora Thatcher como Dama de Hierro.
Claro que al principio de su carrera no la llamaban as¨ª, sino doncella de hierro, apodo que se invent¨® el Daily Mirror, y que se hizo m¨¢s digno (Iron Lady) cuando pas¨® a ser primera ministra.
Se dec¨ªa que ella se sent¨ªa muy satisfecha de esta imagen y que se re¨ªa con ganas cuando el presidente norteamericano, Ronald Reagan, dijo p¨²blicamente que Maggie era ¡°el mejor hombre de Europa¡±. Claro que Val¨¦ry Giscard d¡¯Estaing, cuya ¨²nica compensaci¨®n por haber perdido la presidencia de la Rep¨²blica Francesa fue no tener que discutir con ella cuatro veces al a?o, dijo tambi¨¦n un d¨ªa: ¡°La se?ora Thatcher no me gusta ni como hombre ni como mujer¡±.
Las an¨¦cdotas reflejaban una realidad. La primera mujer que alcanz¨® la presidencia del Gobierno en un pa¨ªs de Europa occidental no fue, en absoluto, una militante feminista. ¡°?Qu¨¦ han hecho los movimientos de liberaci¨®n de la mujer por m¨ª?¡±, afirm¨® en una entrevista con una revista norteamericana. ¡°Algunas mujeres nos hab¨ªamos liberado antes de que a ellas se les hubiera ocurrido pensar en ello¡±.
Margaret Thatcher se liber¨®, dicen las malas lenguas, gracias a un marido rico. A ella le gustaba decir que era hija ¡°de un tendero¡±, pero lo cierto es que su padre, Alfred Roberts, no era ¨²nicamente el propietario de una tienda de comestibles, sino tambi¨¦n un pol¨ªtico local con suficiente dinero como para pagarle un colegio privado, aunque no para sufragar las ambiciones pol¨ªticas de su hija.
Maggie ¡ªque sol¨ªa mencionar con cari?o a su padre, mientras que hac¨ªa pocas alusiones a su madre, Beatrice, o a su hermana mayor, Muriel¡ª recordaba que su padre le pag¨® unas clases particulares de lat¨ªn cuando decidi¨® solicitar una beca para Oxford. Su profesora se neg¨® a respaldarla, por considerar que era imposible que una joven dedicada a las ciencias aprendiera suficiente lat¨ªn en tan poco tiempo como para ser admitida en la superclasista universidad. Cuando muchos a?os despu¨¦s volvi¨® a su colegio para participar en el homenaje que le ofrec¨ªan sus antiguos compa?eros, la primera ministra aprovech¨® para tomar una peque?a revancha: corrigi¨® p¨²blicamente a su antigua profesora una cita equivocada en lat¨ªn.
En Oxford, la joven Roberts estudi¨® Natural Sciences (qu¨ªmica) y se sacudi¨® un poco ¡°el pelo de la dehesa¡±. Hasta entonces, la estricta formaci¨®n metodista de sus padres le hab¨ªa impedido ir a bailar los domingos (de peque?a, ella y su hermana no pod¨ªan ni jugar en el d¨ªa del Se?or) y frecuentar a j¨®venes del sexo opuesto. La universidad le permiti¨® perder el aire de jovencita de provincias algo anticuada y, m¨¢s a¨²n, encarril¨® su vida futura.
Maggie ingres¨® en la Asociaci¨®n Conservadora de Oxford y conoci¨® a quien ser¨ªa su mentor pol¨ªtico, Keith Joseph, un tory que confi¨® siempre en ella. Algo deb¨ªa tener la estudiante de Qu¨ªmica, porque sus compa?eros recordaban que un profesor dijo: ¡°No s¨¦ ad¨®nde va esta jovencita, pero sin duda llegar¨¢¡±.
A los 23 a?os se present¨® como candidata a un esca?o conservador. No fue elegida, pero hab¨ªa batido una marca: era la candidata m¨¢s joven de los tories. Compatibilizar pol¨ªtica y trabajo y estudiar leyes al mismo tiempo, como le sugiri¨® Joseph, era algo complicado para una mujer joven sin recursos econ¨®micos holgados. Afortunadamente conoci¨® a un hombre 11 a?os mayor que ella, Denis Thatcher, rico industrial, con el que se cas¨® y que puso a su disposici¨®n dinero suficiente como para pagar secretaria y criadas que atendieran a los gemelos y para sufragar su carrera pol¨ªtica.
El viaje de novios del nuevo matrimonio (Par¨ªs, Portugal y Madeira) fue el primer viaje al extranjero de la futura primera ministra. El dato fue en su momento poco conocido, pero Denis Thatcher hab¨ªa estado ya casado con anterioridad. Se dice que los hijos de Margaret Thatcher no supieron que su padre estaba divorciado hasta bien mayores, porque su madre se lo ocult¨®.
Shirley Williams, dirigente del entonces Partido Socialdem¨®crata, dec¨ªa que Margaret Thatcher parec¨ªa ¡°una segunda reina rodeada de sus cortesanos¡±. Antiguos miembros de su Gabinete contaban que era dif¨ªcil romper su aislamiento, y que resultaba peligroso llevarle la contraria en los consejos de ministros, porque ella siempre se las arreglaba para presentar sus propias propuestas como las ¨²nicas morales, de forma que las de su contrario, por oposici¨®n, quedan relegadas a la categor¨ªa de inmorales.
La primera ministra odiaba a los wets (moderados de su partido) y lo pasaba mal en las reuniones semanales del Gabinete. Prefer¨ªa convocar a los ministros uno a uno o en peque?os grupos. Al parecer, la culpa no era solo suya. Los ministros, todos hombres, procedentes de buenos colegios y de universidades de ¨¦lite, estaban poco acostumbrados a que les mandara una mujer, y cuando se reun¨ªan en torno a una mesa prodigaban las bromas y los chistes de mal gusto, del g¨¦nero ¡°?qu¨¦ hay de verdad en el rumor de que el primer ministro es una mujer?¡±, que se le atribuy¨® precisamente a un exministro.
En cualquier caso, Margaret Thatcher limpi¨® casi por completo de wets su Gabinete en cuanto pudo. En julio de 1981, despu¨¦s de unos fuertes disturbios en Bristol, Liverpool y Manchester, los ech¨® por la borda. Algunos miembros del Gobierno creyeron que la revuelta de los barrios pobres era una se?al de que hab¨ªa que dar marcha atr¨¢s y suavizar la pol¨ªtica econ¨®mica. Thatcher no admiti¨® las cr¨ªticas. ¡°No hay otra alternativa¡±, ¡°no tiene usted en absoluto raz¨®n¡± y ¡°el honorable diputado deber¨ªa saber¡¡± eran sus tres frases favoritas.
Margaret Thatcher ten¨ªa una voz preciosa, c¨¢lida, fuerte, capaz de dominar sin estridencias cualquier tumulto o griter¨ªo. Era un arma importante, porque en el Parlamento brit¨¢nico no se autorizaba entonces la entrada de c¨¢maras de televisi¨®n, de forma que los ciudadanos ten¨ªan que seguir los debates por la radio. ¡°Cuando acudo a la C¨¢mara de los Comunes y oigo la primera pregunta, me digo: Maggie, ah¨ª vienen. Nadie puede ayudarte. Est¨¢s sola. Y me gusta¡±, le cont¨® a un comentarista pol¨ªtico.
A la primera ministra le gustaba estar ¡°sola ante el peligro¡±, y los brit¨¢nicos adoraban saberlo. ¡°Margaret Thatcher encarna el enfoque decidido de los problemas¡±, ¡°la mujer que no duda en poner en pr¨¢ctica sus ideas y sus valores¡±, ¡°la primera ministra que sabe decir no sin matices¡±. La prensa popular puli¨® cada d¨ªa la imagen de la Dama de Hierro como una persona confiada, valiente y resuelta, casi autosuficiente. Ella tambi¨¦n cuidaba todos los detalles que pod¨ªan favorecer el clich¨¦ de mujer que sabe infundir respeto.
Tal vez por esa imagen, que seg¨²n ella le permit¨ªa mantener una privilegiada relaci¨®n con la opini¨®n p¨²blica, sus relaciones con la reina no fueron buenas. Isabel II recib¨ªa todas las semanas a la primera ministra en el palacio de Buckingham, que es su casa, y lo hac¨ªa en un tono dom¨¦stico que no le iba a la personalidad de Margaret Thatcher. Uno se la imaginaba dif¨ªcilmente tomando t¨¦, relajada, hablando de caballos o de pintura con la reina. De hecho, los brit¨¢nicos se quedaron fr¨ªos cuando el hijo de la Dama de Hierro, Mark, se perdi¨® en el S¨¢hara con ocasi¨®n de un Paris Dakar y su madre apareci¨® sollozando ante las c¨¢maras de televisi¨®n.
Esa no es su Maggie. La aut¨¦ntica era la que escuchaba a su oponente con la cabeza algo ladeada y sus bonitos ojos azules medio entornados, para lanzarse despu¨¦s como un ¨¢guila, con las garras por delante, sobre su pieza. La aut¨¦ntica era la que hacia callar sin remilgos a sus ministros de Asuntos Exteriores o la que discut¨ªa sin complejos con los expertos del Banco de Inglaterra hasta imponerles su criterio. De sus relaciones con la reina se cuenta una an¨¦cdota, posiblemente falsa, que refleja la tensi¨®n entre las dos mujeres, ambas de la misma edad. Un d¨ªa, la primera ministra acudi¨® a un acto, oficial con un traje del mismo color que el que llevaba Isabel II. A la ma?ana siguiente, el secretario de Downing Street pidi¨® al palacio de Buckingham que informara con antelaci¨®n del vestido de la reina para evitar futuras coincidencias. La respuesta fue real: ¡°La reina nunca se fija en el color del vestido de sus invitados¡±.
Algunos de los enemigos de Margaret Thatcher, que eran muchos, incluso dentro de su propio partido, dec¨ªan que se ve¨ªa a s¨ª misma como una hero¨ªna con una misi¨®n que cumplir: luchar contra la intervenci¨®n del Estado, devolver la brillantez a la iniciativa privada, garantizar la defensa de Occidente y, sobre todo, devolver la confianza a sus compatriotas.
Cuando los argentinos tuvieron la desgraciada idea de invadir las islas, Margaret Thatcher se encontraba en un momento p¨¦simo: su popularidad hab¨ªa bajado varios enteros, el partido hab¨ªa perdido unas elecciones parciales y sus compa?eros empezaban a conspirar para desbancarla antes de las nuevas elecciones. La guerra (nunca se sabr¨¢ si Margaret Thatcher orden¨® hundir el crucero argentino General Belgrano para impedir cualquier arreglo negociado) constituy¨® un aut¨¦ntico ¨¦xito personal para la primera ministra.
¡°Vamos a comprobar ahora de verdad de qu¨¦ metal est¨¢ hecha¡±, dijo en los Comunes el diputado ultraderechista Enoch Powell. Maggie no dej¨® lugar a dudas: se comport¨® como si estuviera hecha de acero, decidiendo personalmente qu¨¦ hacer y cu¨¢ndo hacerlo, y celebrando reuniones de guerra con generales y almirantes.
Los brit¨¢nicos recompensaron ampliamente el riesgo que hab¨ªa corrido y le devolvieron su apoyo. Margaret Thatcher les dej¨® en la boca el buen sabor del trabajo bien hecho. El Reino Unido no era solo un pa¨ªs que demostraba su eficacia organizando a la perfecci¨®n bodas y entierros reales (el peri¨®dico norteamericano Boston Globe dijo que la boda del pr¨ªncipe Carlos se hab¨ªa celebrado con la misma precisi¨®n con la que los comandos israel¨ªes realizan sus mejores operaciones), sino una potencia capaz de llegar al fin del mundo y de imponer su fuerza.
De la guerra de las Malvinas, Margaret Thatcher conserv¨® siempre cierto gusto por las expresiones militares: ¡°Un general no abandona el campo de batalla¡±, ¡°cuando la lucha llega a su punto culminante hay que estar presente¡±. Las encuestas se?alaban que los brit¨¢nicos estaban fascinados por su imagen de mujer fuerte de la Biblia. ¡°Cuando quieras que alguien diga algo, p¨ªdeselo a un hombre. Pero si quieres que alguien haga algo, p¨ªdeselo a una mujer¡±. La frase era de Margaret Thatcher.
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