Las sombras de La Paz iluminadas por un lustrabotas
Un tour alternativo con limpiadores de zapatos como gu¨ªas muestra los rincones populares de la ciudad boliviana
Candidata a ser ciudad maravilla del mundo, La Paz, sede del gobierno boliviano, tiene como cualquier otra urbe luces y sombras. Es esa cara citadina poco conocida, algo fea, abandonada, discriminada y pobre la que sale a relucir de la mano de los lustrabotas, flamantes gu¨ªas del tour alternativo y muy conocedores de las calles en las que les toc¨® sobrevivir al hambre y al desamparo.
La figura del lustracalzados en las calles de La Paz impacta a primera vista. De gorra calada hasta las cejas y un pasamonta?a que cubre el rostro y el cuello, solo deja ver los ojos de mirada triste, inquisitiva, burlona o p¨ªcara. Es, en realidad, un uniforme de trabajo que esconde la identidad personal y, c¨®mo no, una vida en situaci¨®n de calle que ha causado heridas f¨ªsicas y emocionales por el abandono, la pobreza y la discriminaci¨®n; en muchos casos, la violencia, el alcohol y las drogas.
El gremio en La Paz est¨¢ integrado por unos 3.000 lustrabotas, entre mayores, j¨®venes y ni?os. Est¨¢n diseminados por toda la ciudad, pero principalmente en el centro hist¨®rico citadino donde encuentran centenares de personas con zapatos que necesitan bet¨²n y brillo. Los lustra calzados cobran menos de 20 c¨¦ntimos de d¨®lar por su trabajo.
No m¨¢s de 50 de ellos han logrado incorporarse a un programa de ayuda de la Fundaci¨®n Arte y Cultura que edita el peri¨®dico de los lustrabotas El Hormig¨®n Armado y desarrolla talleres sabatinos de capacitaci¨®n y de orientaci¨®n en un sinn¨²mero de actividades. Ha logrado importantes resultados, entre ellos, subir la autoestima, mejorar los ingresos econ¨®micos y optar por nuevos caminos de vida.
El gremio en La Paz est¨¢ integrado por unos 3.000 lustrabotas, entre mayores, j¨®venes y ni?os
Tras ocho a?os de publicaci¨®n del peri¨®dico, con un tiraje bimensual de 5.000 n¨²meros, la venta beneficia al lustrabotas y el medio se sostiene con publicidad y el aporte de voluntarios. La Fundaci¨®n estrena este a?o un programa de apoyo educativo con becas para los estudiantes y el tour alternativo guiado por lustrabotas.
¡°Yo soy un boliviano privilegiado por la vida, crec¨ª con buena educaci¨®n, y siento mucha verg¨¹enza al ver que miles de ni?os y ni?as han sido empujados a vivir en la calle. Veo que la gente est¨¢ acostumbrada a ver a un ni?o drogado limpiando vidrios, est¨¢ como adormecida y no se conmociona¡±, explica el director de El Hormig¨®n Armado, Jaime Villalobos, que ha asumido la responsabilidad de ayudar, en la medida de todas sus fuerzas, a quienes considera que la misma sociedad boliviana ha marginado y desamparado.
Admite que a lo largo de estos ocho a?os ha conocido historias que le ¡°partieron el alma¡± y, a la vez, le impulsaron a seguir adelante con el peri¨®dico. El Hormig¨®n Armado proyecta la imagen de un peque?o gran guerrero, como una hormiguita, en lucha contra la agresividad de la vida.
El Pochito, como gusta llamarse Christian Mendoza, el Babas, el Bogales, otros j¨®venes que se llaman Juan, V¨ªctor, Jos¨¦, todos lustrabotas, tienen casi una misma historia: ni?itos que comenzaron a vivir en las calles con apenas cinco, seis u ocho a?os al quedar hu¨¦rfanos de madre o porque fueron abandonados a su suerte; u optaron por la calle para escapar de la crueldad de padres, t¨ªos o familiares adictos al alcohol y, a veces, con la esperanza de saciar su hambre con un poco m¨¢s de pan. Expuestos a largas noches de intenso fr¨ªo, a violencia extrema, a experimentar con inhalantes o alcohol a fin de echar fuera el hambre y el miedo, son quienes escriben textos, poemas y canciones para el peri¨®dico.
El proyecto de turismo alternativo ha capacitado a 12 lustrabotas como gu¨ªas en una zona de la ciudad que la conocen como la palma de su mano, pues es el mundo en el que han sobrevivido. El m¨¢s aventajado es Cleto Quispe que no aparenta ni 25 a?os, pero el declara 42. Aferrado a su cajita de madera, donde guarda bet¨²n y cepillos, est¨¢ dispuesto para el recorrido que comienza en el Cementerio General y acaba en la c¨¦ntrica plaza de San Pedro.
¡°Yo he sacado el pie de mi casa a los ocho a?os para escapar de las palizas de mi pap¨¢¡±, cuenta Cleto que ha decidido levantar su pasamonta?a al comenzar la visita en el Cementerio. ¡°Desde que mi mamita se muri¨® de parto, de todo me pegaba: si no limpiaba el cuarto, si sus calcetines no estaban lavados, si com¨ªa mucho, si sal¨ªa a jugar con mis amigos me pegaba, me pegaba despu¨¦s de quitarme mi ropa con su cintur¨®n duro¡±.
Hace un alto en su relato, carraspea y alza un poco la voz para presentar la tumba ¡°del compadre Carlos Palenque que fue pobre como nosotros. Cuando tuvo dinerito lo comparti¨® con los pobres, por eso todos vienen a dejarle flores¡±. Y al paso, cuenta de la muerte tr¨¢gica del jesuita Luis Espinal, asesinado por paramilitares semanas antes del golpe de Estado de julio de 1980.
¡°Y aqu¨ª se encuentra una tumba de dos amigos que quer¨ªan estar juntos despu¨¦s de la muerte¡±, apunta a lo alto de un edificio hexagonal, probablemente entre los primeros del Cementerio General fundado en enero de 1826 por el mariscal Antonio Jos¨¦ de Sucre. Efectivamente, en el mismo nicho de fines del siglo XIX, se leen dos nombres: M. Isidoro Belzu y Jorge C¨®rdova. Ambos militares fueron presidentes de Bolivia. C¨®rdova era yerno de Belzu.
? Casi todos comparten la misma historia: ni?os que se quedan en la calle con apenas seis u ocho a?os
Retoma el relato de su vida mientras estira la mano para detener el tr¨¢fico y cruzar una avenida sin sem¨¢foros.
¡°Nunca me olvido de mi primera noche fuera de la casa. Llor¨¦ y llor¨¦. De fr¨ªo y de miedo. Estaba solito. Pensar en la cuera que me iba a dar mi pap¨¢ me ha hecho aguantar hasta el otro d¨ªa. Me hice amigo de chicos de mi edad que ya viv¨ªan en la calle. Me ense?aron a sobrevivir pero sin drogas ni alcohol, trabajando, lavando llantas de buses de la Terminal¡±, alcanza a contar Cleto ya en el umbral del mercado de pescados, provenientes del lago Titicaca.
En la callejuela se exhiben peque?as mesas en las que se intercalan truchas, pejerrey, boguitas e ispis con trozos de hielo. El olor, que golpea el est¨®mago, se confunde pronto con el aroma de las sopas y las frituras de pescado que llegan desde atr¨¢s del sitio de expendio. ¡°La sopa de wallak¡¯e es rica. Se hace con k¡¯oa, una planta arom¨¢tica del lago¡±, dice Cleto.
Despu¨¦s, el mercado de helados. ¡°Traen nieve desde el Illimani¡±, afirma y muestra el imponente nevado, en cuyas faldas se levanta la ciudad. Luego, el centro de expendio de flores. En la bajada, la cuadra de joyer¨ªas con enormes piezas en oro y en filigrana de plata que usan las cholas en sus sombreros de copa alta o en sus mantones de lana de vicu?a. Le sigue el mercado de sombreros bomb¨ªn, ¡°los borsalinos son los m¨¢s finos y cuestan mucho dinero¡±.
El mercado de polleras de chola no solamente apabulla por el colorido sino, la calidad de las telas: terciopelos labrados, satinados. Al menos cinco metros fruncidos a la cintura. Y los precios altos. ¡°Muchas cholitas trabajan todo el a?o para comprarse una pollera y su manta¡±, afirma el gu¨ªa de turismo.
Contin¨²a el tour. Callejuelas muy estrechas, casi en laberinto dentro de otro mercado, conducen al hacinado mercado de aves, al extendido mercado de patatas y de ma¨ªz.
Jalona el recorrido el mercado chino. Una calle corta pero de alt¨ªsimo riesgo: all¨ª los amigos de lo ajeno expenden cosas robadas.
Las calzadas empedradas y las aceras plagadas de comerciantes (que venden desde zapatos de cholita, chocolates, frutas, medicina casera hasta raticidas y plaguicidas, que de tanto en tanto apelan los suicidas) convergen en el punto final del tour: la plaza de San Pedro.
Cleto se cubre la cara con el pasamonta?a. ?Se siente discriminado? S¨ª. ¡°Lo que no quiero es que me reconozcan los parientes de mi madre. Se avergonzar¨ªan de m¨ª. Nos pasa a todos. Nos miran mal. Y s¨ª, s¨ª que nos discrimina la gente. Nos insultan, creen que somos ladrones y que les queremos robar. Eso duele mucho, mucho¡±, dice al extender la mano, con trazas de bet¨²n, para despedirse.
En las gradas de acceso al c¨¦ntrico paseo de El Prado se divierten euf¨®ricos unos 20 ni?os y adolescentes. Aparentemente, est¨¢n bajo el efecto de los inhalantes. El olor a pegamento es fuerte en el lugar. Se les ve desafiantes, con valor para afrontar el miedo a quedar congelados en la oscuridad de la noche. Y burlones ante el recelo que despiertan en la gente. Las mujeres apresuran el paso y aferran sus bolsos. Los ni?os se r¨ªen.
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