Los linchadores de guante blanco
No se trata ya de un pu?ado de linchadores en la calle, sino de un ej¨¦rcito de ellos, escondidos bajo los visillos inmaculados de sus despachos
Existen los linchamientos hijos de la barbarie popular perpetrados por personas an¨®nimas con las que nos cruzamos en la calle y hasta intercambiamos un ¡°Deus o aben?oe¡±, y existen los linchamientos de guante blanco cometidos por personas importantes, que se esconden bajo las m¨¢scaras del poder, que destruyen no a una persona sino a millones de familias torturadas durante una vida entera al condenarlas a la pobreza, al abandono y a desigualdades injustas.
Los linchamientos que estos d¨ªas nos escandalizan y nos hielan el alma los perpetran las personas comunes cuando el demonio de la violencia, que anida en cada uno de nosotros, se desata de repente con ribetes de psicopat¨ªa.
Con un texto magistral, en este diario, la escritora Eliane Brum, ha denunciado con pasi¨®n civilizadora esa barbarie doble cometida cuando nos arrepentimos despu¨¦s de habernos ensa?ado con una v¨ªctima que acab¨® resultando inocente, como si tuvi¨¦ramos carta blanca para lincharla si hubiera sido culpable.
Existen los linchamientos llevados a cabo, a veces con una sa?a que envidiar¨ªan los torturadores de oficio, por personas que nos sorprenden porque, hasta minutos antes, eran pacificas, a veces madres de familia, j¨®venes felices con sus novias.
?C¨®mo es posible que lo hayan hecho? nos preguntamos. Los soci¨®logos y psic¨®logos lo explican con una met¨¢fora sobre el agua que lleva mucho tiempo estancada. A primera vista es mansa y, de repente, se desborda en un alud de violencia destructiva.
Se trata, dicen, de la rabia contenida de los ciudadanos comunes. Una rabia a veces contra los gobernantes que nos dejan abandonados a nuestra suerte, indefensos; otras, por substituci¨®n, contra el jefe d¨¦spota al que no pueden pisotear, o como respuesta a una violencia acumulada durante a?os por humillaciones sufridas en silencio.
No querr¨ªa aparecer como abogado defensor de los linchadores comunes, ni analista de los motivos que pueden llevar a un ciudadano, considerado horas antes como decente y buen ciudadano, a sumarse a la lapidaci¨®n de alg¨²n pr¨®jimo por muy bandido que pueda ser. Nada, absolutamente nada, justifica el tomarse la justicia con las propias manos, porque ella nos arrastra al pozo negro de la peor de las barbaries, antesala de nuevos holocaustos, como l¨²cidamente ha trazado Eliane.
Querr¨ªa, s¨ª, resaltar que existen tambi¨¦n hoy, aqu¨ª y en el mundo entero, los linchadores de guante blanco, los que no necesitan ensuciarse las manos de sangre ni desahogarse pasando una bicicleta por encima del cuello de una mujer linchada.
Lo hacen con mayor elegancia, delegando. No necesitan escandalizar con la brutalidad de la sangre derramada y de la carne torturada de las v¨ªctimas. Y multiplican por miles, a veces por millones, el n¨²mero de v¨ªctimas escogidas a las que nunca ver¨¢n la cara, como los nazis que firmaban las sentencias en el holocausto jud¨ªo o de tantos otros holocaustos perpetrados por las ideolog¨ªas de derecha y de izquierda en nuestra historia atormentada y cruel.
Son los linchadores que act¨²an atrincherados en los palacios del poder pol¨ªtico, econ¨®mico o judicial. Y ni siquiera me refiero a los corruptos que se adue?an, a veces, del dinero p¨²blico robado a los contribuyentes.
Me refiero a los que hacen posible que una persona se suicide por haber sido desahuciada de su casa tras no poder pagar su hipoteca o el alquiler; a los culpables de que haya gente que se ve de nuevo en su infierno de pobreza, cuando ya estaban saboreando el sue?o de haber salido del t¨²nel oscuro de la miseria, golpeados por una inflaci¨®n provocada a veces por bastardos intereses pol¨ªticos; a los que detienen un poder capaz de mover las palancas de la especulaci¨®n financiera o de la especulaci¨®n inmobiliaria o que permiten que bancos y bolsas engorden a costa de crear pobreza; a los partidos que deber¨ªan representar los intereses de los ciudadanos y que acaban apoder¨¢ndose del Palacio de Invierno del Estado para usarlo a su favor contra sus representados.
No se trata ya de un pu?ado de linchadores en la calle, sino de un ej¨¦rcito de ellos, escondidos bajo los visillos inmaculados de sus despachos, desde los que no son capaces de sentir los gritos de dolor de todos los martirizados, condenados a la infelicidad.
La barbarie no admite adjetivos. Es siempre fruto de nuestro lado negro, de nuestros instintos ancestrales a¨²n no mediados por la cultura. No existen barbaries mayores o menores. Todas son deleznables porque toda persona, la m¨¢s humilde, la m¨¢s banal y hasta la m¨¢s malvada, tiene derecho a ser respetada y solo la justicia democr¨¢tica puede juzgarla y condenarla.
Pero si no existen barbaries mejores o peores existen, sin embargo, responsabilidades diferenciadas. La responsabilidad, por ejemplo, de los que tienen en sus manos los engranajes y los destinos de las sociedades a las que pueden conducir a la felicidad o arrastrarlas a la barbarie es, sin lugar a dudas, m¨¢s grave, m¨¢s cruel que la del simple ciudadano que, a veces, desesperado ante la ausencia de los responsables, se convierten en culpable verdugo improvisado.
?Ser¨ªa un error afirmar que los responsables ¨²ltimos, los linchadores oficiales que se esconden detr¨¢s de cada violencia an¨®nima, son los que disfrutan y abusan del poder que nosotros les dimos y que tantas veces dan la espalda a esa sangre de la barbarie com¨²n que mancha la calle, porque est¨¢n ocupados en otras cosas que les apremian m¨¢s que los quejidos de las v¨ªctimas de la violencia institucional?
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