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Columna
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A los que defienden la vuelta de la dictadura

Hab¨ªa 400 en las calles de S?o Paulo, el primer s¨¢bado de diciembre, pidiendo una intervenci¨®n militar.Cuatrocientos no son pocos. Uno es mucho.

Eliane Brum

Cuando escucho a brasile?os manifestarse a favor de la vuelta de la dictadura, pienso que no pueden saber lo que est¨¢n diciendo. Quien lo sabe, no lo dice. Pero ese primer pensamiento es una mezcla de arrogancia y de ingenuidad. Lo m¨¢s probable es que una parte significativa de esos hombres y mujeres que se vienen manifestando por las calles desde el final de las elecciones, orgullosos de su falta de pudor, pidan la vuelta de los militares al poder precisamente porque saben lo que dicen. Pero tal vez sea necesario mantener no la arrogancia sino la ingenuidad de creer que no lo saben, porque quien lo sabe no lo dir¨ªa, no lo podr¨ªa decir. No ser¨ªa capaz, no se atrever¨ªa. Para estos, para los que no saben lo que dicen, para estos que tal vez no existan, amplifico aqu¨ª la voz de los ni?os torturados, de diversas maneras, por la dictadura que aterroriz¨® a Brasil durante m¨¢s de dos d¨¦cadas, entre 1964 y 1985.

Colgaban a mi padre en el pau de arara y, para hacer que hablara, simulaban torturarme con una cuerda. Yo tenia dos a?os

Ni?os. Torturados. De diversas maneras.

Como Ernesto Carlos Dias do Nascimento. Ten¨ªa dos a?os y tres meses. Fue considerado terrorista, ¡°Elemento Menor Subversivo¡±, y desterrado por decreto presidencial. Fue detenido el 18 de mayo de 1970 en S?o Paulo junto a su madre, Jovelina Tonello do Nascimento. Su padre, Manoel Dias do Nascimento, militante de la organizaci¨®n guerrillera Vanguardia Popular Revolucionaria (VPR), liderada por Carlos Lamarca, hab¨ªa sido detenido horas antes. Ernesto es quien lo cuenta:

¡°Me llevaron varias veces a las sesiones de tortura para ver a mi padre atado al pau de arara (barra de hierro de la que colgaban a los presos cabeza abajo, por las corvas, para golpearlos o aplicarles descargas el¨¦ctricas). Para hacerlo hablar simulaban torturarme con una cuerda en la sala de al lado, separada solo por un biombo¡±.

El peque?o de dos a?os suplicaba: ¡°No pod¨¦is pegar a mi pap¨¢. No pod¨¦is¡±.

Y le pegaban.

Liberado casi un mes despu¨¦s, pas¨® los primeros a?os con miedo de los polic¨ªas uniformados y de grupos de m¨¢s de cuatro personas. Entraba en p¨¢nico, se escond¨ªa debajo de la cama o dentro de un armario, mord¨ªa a quien se le acercara y se orinaba en los pantalones. Ernesto fue un ni?o con pesadillas recurrentes. La m¨¢s com¨²n era con un asno, una cuerda y una aguja. ¡°El asno llevaba un gorro militar. La aguja ten¨ªa ojos muy abiertos, una risa aguda sarc¨¢stica y corr¨ªa detr¨¢s de m¨ª. Yo, aterrorizado, intentaba huir. El asno me cercaba, me daba coces o dec¨ªa mentiras de m¨ª. La cuerda me parec¨ªa buena; disfrazada de cinta se desplegaba hasta m¨ª, pero cuando la agarraba me hac¨ªa da?o en las manos y me ca¨ªa por un abismo¡±.

Cerca del parto, el l¨ªquido amni¨®tico ca¨ªa por mis piernas y las cucarachas me atacan en bandadas. Yo gritaba en la celda

Ernesto es uno de los 44 adultos torturados en su infancia ¨Cf¨ªsica y psicol¨®gicamente, y tambi¨¦n de otras formas- que cuentan su historia en un libro publicado en noviembre por la Comisi¨®n de la Verdad del Estado de S?o Paulo ¡°Rubens Paiva¡±, encargada de investigar los hechos ocurridos y silenciados durante el estado de excepci¨®n. ¡°Inf?ncia roubada ¨C crian?as atingidas pela Ditadura Militar no Brasil¡± es la memoria de lo innombrable que debe ser nombrado para que cada uno de ellos pueda vivir. Para que el crimen de Estado no se repita. La mayor¨ªa de los testimonios se registr¨® en audiencias de la Comisi¨®n de la Verdad de S?o Paulo. Algunos que no pudieron comparecer o no consegu¨ªan hablar del tema, fueron entrevistados despu¨¦s.

?Qu¨¦ decir de los ni?os torturados por el Estado? Torturados ayer, hace nada, si se mide en par¨¢metros hist¨®ricos. Los relatos de ese libro no necesitan adjetivos. Son silencios que hablan. Y que sollozan. Como Jo?o Carlos Schmidt de Almeida Grabois, Joca, antes incluso de nacer. Estaba en el vientre de su madre, Crimeia, cuando ella recibi¨® descargas el¨¦ctricas, fue apaleada en diversas partes del cuerpo y golpeada a pu?etazos en la cara. Mientras la maltrataban de esta forma, los agentes de la represi¨®n le amenazaban con secuestrar a su beb¨¦ tan pronto como naciera. Cuando los carceleros cog¨ªan las llaves para abrir la puerta de la celda y llevar a Crimeia a la sala de tortura, el beb¨¦ comenz¨® a sollozar dentro del vientre. Joca naci¨® en prisi¨®n y a?os despu¨¦s, ya crecido, cuando o¨ªa ruido de llaves, volv¨ªa a sollozar. La marca que le dej¨® la dictadura es un sollozo.

Torturado por agentes de la represi¨®n a¨²n siendo beb¨¦, nunca pudo liberarse del p¨¢nico. Se suicid¨® a los 40 a?os

Cerca de la hora del parto, en lugar de llevar a Crimeia a la enfermer¨ªa, la metieron en una celda llena de cucarachas. Como el l¨ªquido amni¨®tico le ca¨ªa por las piernas, la atacaban en bandadas. As¨ª estuvo casi un d¨ªa entero. Solo al caer la tarde, con otros presos gritando junto a ella, la llevaron al hospital. El obstetra dijo que, como no estaba de guardia, le har¨ªa la ces¨¢rea al d¨ªa siguiente. Crimeia le alert¨® de que su hijo podr¨ªa morir, y el medico le respondi¨®: ¡°?Mejor! Un comunista menos¡±. El padre de Joca fue asesinado por el r¨¦gimen militar meses despu¨¦s de que naciera el peque?o. La primera vez que vio el rostro de su padre fue a los 18 a?os en una foto de los archivos del DOPS (Departamento de Orden Pol¨ªtico y Social) de S?o Paulo: uno de los locales de represi¨®n en el que los considerados ¡°amenazas para el r¨¦gimen¡± eran interrogados y torturados.

Carlos Alexandre Acevedo, Cac¨¢, no soport¨® el recuerdo. Tal vez porque nunca pudo transformarlo en memoria. Para ¨¦l era algo vivo y sin palabras; un silencio que no lograba expresar. Y un silencio que no se consigue expresar es p¨¢nico. Ten¨ªa un a?o y ocho meses, en enero de 1974, cuando su casa fue invadida por polic¨ªas. Como se puso a llorar, le dieron una bofetada en la boca, que, de inmediato, empez¨® a sangrar. Pas¨® m¨¢s de 15 horas en poder de la represi¨®n, en manos de los funcionarios del Estado, mientras afuera demasiada gente viv¨ªa sus vidas fingiendo que no suced¨ªa nada. A sus padres les contaron que, durante ese tiempo, al peque?o, poco mas que un beb¨¦, le hab¨ªan aplicado descargas el¨¦ctricas. Cac¨¢ se mat¨® a los 40 a?os, en 2013. Su padre dir¨ªa: ¡°Vivi¨® aterrorizado. Y ese terror lo super¨®. Comprendo que la muerte fue el final de su angustia¡±.

?ngela Telma de Oliveira Lucena escogi¨® recordar. Ten¨ªa tres a?os y medio cuando ejecutaron a su padre delante de ella. Cuenta ?ngela:

¡°Me acuerdo de c¨®mo iba vestido. Me acuerdo exactamente de c¨®mo ocurri¨® todo aquel d¨ªa. Estaba en brazos de mi madre y, cuando fui creciendo, durante muchos a?os me quedaba pensando si lo hab¨ªa so?ado o si era algo que realmente hab¨ªa ocurrido. Viv¨ªa un conflicto entre eliminar, borrar aquello de mi vida, pero, al mismo tiempo, sab¨ªa que si lo hac¨ªa estar¨ªa borrando la historia de mi familia (¡­) La gente siempre pone en duda si de verdad soy capaz de recordar la muerte de mi padre (¡­) Me gustar¨ªa mucho eliminar de mi vida ese momento del asesinato de mi padre. Pero no puedo. No quiero y no puedo. Porque la ¨²nica memoria que tengo de mi padre es exactamente el momento de su muerte¡±.

Presenci¨¦ el asesinato de mi padre. No puedo ni quiero olvidar porque el ¨²nico recuerdo que tengo de ¨¦l es el de su muerte

Hubo un Paulo Fonteles Filho, cuyo parto fue una tortura iniciada por polic¨ªas y completada por el m¨¦dico. A los 5 meses de gestaci¨®n, Hecilda recibi¨® pu?etazos y patadas, al grito de: ¡°Los hijos de esta gente no deben nacer¡±. La manten¨ªan toda la noche despierta con una luz fuerte en el rostro, en lo que se llamaba la ¡°tortura de los reflectores¡±. Despu¨¦s, sentada en una silla, le sub¨ªan cables el¨¦ctricos por las piernas y se los fijaban a los pechos, provoc¨¢ndole calor, fr¨ªo, asfixia. M¨¢s tarde la metieron en una celda llena de cucarachas. Ya no consegu¨ªa estar de pie ni sentada. Como no hab¨ªa colch¨®n, se tumb¨® en el suelo. Las cucarachas comenzaron a morderla. Ella solo consigui¨® quitarse el sujetador para taparse la boca y los o¨ªdos. La llevaron entonces al Hospital de la Guarnici¨®n del Ej¨¦rcito, en Brasilia. Recuerda la fuerte irritaci¨®n del m¨¦dico, que indujo el parto y le hizo el corte sin anestesia. Hecilda no llor¨®. En el libro ¡°Luta, Substantivo Feminino: Mulheres Torturadas, Desaparecidas e Mortas na Resist¨ºncia ¨¤ Ditadura¡±, publicado por la Secretar¨ªa Especial de los Derechos Humanos, cuenta que ¡°despu¨¦s de eso iban diciendo que yo era fr¨ªa, sin emociones, sin sentimientos. Todos quer¨ªan ver qui¨¦n era ¡®la fiera¡¯ que hab¨ªa all¨ª¡±. As¨ª se cuenta el nacimiento de Paulo, as¨ª es como empieza a contarse su historia. Nacido entre fieras, ninguna de ellas su madre. Nacido entre humanos, las fieras m¨¢s crueles.

Y hay quienes no nacieron. Como el hijo de Isabel F¨¢vero que, a los dos meses de embarazo, fue conducida a una sala y torturada con descargas el¨¦ctricas, pau de arara y amenazas de violaci¨®n e insultos. Al quinto d¨ªa, abort¨®. Isabel fue encerrada en una celda donde la mantuvieron incomunicada. O N¨¢dia Lucia do Nascimento, embarazada de seis meses, colocada en la temida ¡°silla del drag¨®n¡±. Despu¨¦s de arrancarle la ropa fue sometida a descargas por todo el cuerpo. Abort¨®. Tuvo hemorragias y dolores, y ninguna atenci¨®n m¨¦dica.

Y hubo ni?os que no nacieron, porque sus madres abortaron durante la tortura

Esta es la memoria de los ni?os de la dictadura. Es el recuerdo del parto que guardan sus madres. Nosotros, los que no hemos sido torturados, no podemos entender c¨®mo es vivir marcado as¨ª ¨C o intentar describir lo que a¨²n es un horror- en un momento hist¨®rico en el que ¨Cdespu¨¦s de todo lo ocurrido- algunos brasile?os perdieron la verg¨¹enza de pedir la vuelta de la dictadura. Podemos intentar colocarnos en el lugar de esos hombres y mujeres, hoy adultos con sus propios hijos, algunos incluso ya abuelos, nacidos o presos en s¨®tanos en los que sus padres fueron torturados y algunos de ellos asesinados. Es fundamental intentar ponerse en el lugar de otro, pero no lo logramos. No hay modo de conseguirlo. Cruzar por la Avenida Paulista, en la mayor ciudad de Brasil, como ha ocurrido algunas veces en las ¨²ltimas semanas, oyendo los gritos de gente ¨Cgente, ciertamente gente- a favor de la intervenci¨®n militar y la vuelta de la dictadura. ?C¨®mo es posible?

Entre las decenas de relatos de ese libro, hay uno que desentona. Lo conoc¨ª de cerca. Fui testigo. Al contrario de la mayor¨ªa, Grenaldo Erdmundo da Silva Mesut no ten¨ªa recuerdos de la represi¨®n. Ni siquiera sab¨ªa lo que era la dictadura m¨¢s all¨¢ de un nombre vago, de una historia que no le dec¨ªa nada al respecto. Algunos podr¨ªan suponer que tal vez fuera mejor as¨ª, pero eso es desconocer de qu¨¦ manera la ausencia de la memoria es algo brutal, un agujero que se presiente pero que no se sabe como asumir.

Sobre ¨¦l, la periodista Tatiana Merlino, que lo escuch¨® y firma la edici¨®n y la primorosa organizaci¨®n de ese libro, dice que ¡°la dictadura dej¨® innumerables secuelas en los hijos de las v¨ªctimas; de los desaparecidos, asesinados, presos: desde su nacimiento en prisi¨®n presenciar los instrumentos de la represi¨®n, clandestinidad, exilio, desaparici¨®n, etc. Hay historias de horror, de ni?os que vieron c¨®mo torturaban a sus padres, que fueron secuestrados¡­ Pero la historia de Grenaldo me toca por la brutalidad especial a la que fue sometido, que fue la desaparici¨®n, el borrado, promovido por la dictadura, de su propia historia. A ¨¦l se le neg¨® incluso el derecho de experimentar el dolor de la verdad de ser hijo de un asesinado por el r¨¦gimen. Para adem¨¢s de la sustracci¨®n de la vida, del cuerpo, la mentira, la sustracci¨®n de la verdad. ?Qu¨¦ consecuencias tiene ese crimen en la construcci¨®n de la identidad de Grenaldo?. Esa laguna, que no se puede abarcar, es lo que me toca profundamente¡±.

A Grenaldo Mesut la dictadura le rob¨® su propia historia

Mi camino se cruz¨® con el de Grenaldo de una forma que solo ocurre en la vida real. Si fuese ficci¨®n, la historia se considerar¨ªa tan fantasiosa que parecer¨ªa de mala calidad. En la campa?a electoral de 2002, trabajaba en el semanario brasile?o ¡°?poca¡± y mi cometido era contar la trayectoria personal y familiar del entonces candidato Luiz In¨¢cio Lula da Silva. Hice varios reportajes y, al comienzo de su mandato como presidente, escrib¨ª sobre la muerte de su primera mujer, Maria de Lourdes, en un parto en el que ella y el beb¨¦ perdieron la vida. Era una m¨¢s de las aflicciones de Lula, protagonista de una biograf¨ªa que contiene el ADN de Brasil, un pa¨ªs que en aquel momento comenzaba a gobernar con la promesa de cambiar el destino de los m¨¢s pobres y las estad¨ªsticas como las de mortalidad materna.

Durante la investigaci¨®n period¨ªstica, descubr¨ª una curiosa coincidencia. El m¨¦dico que firm¨® el certificado de defunci¨®n de Maria de Lourdes era uno de los forenses acusados de haber falsificado laudos para la dictadura. S¨¦rgio Belmiro Acquesta, absuelto por el Consejo Regional de Medicina un a?o antes de morir, era entonces gerente del departamento m¨¦dico de Villares, la metal¨²rgica en la que Lula trabajaba como obrero, y tambi¨¦n funcionario del Instituto M¨¦dico Legal de S?o Paulo. En una de las p¨¢ginas del reportaje aparec¨ªan las fotos de dos casos en los que habr¨ªa intervenido para hacer desaparecer la responsabilidad del r¨¦gimen militar. Uno de los retratos, de tama?o 3x4, era de un marinero, Grenaldo de Jesus Silva, que en 1972 secuestr¨®, ¨¦l solo, un avi¨®n de la aerol¨ªnea brasile?a Varig. Despu¨¦s de liberar a todos los pasajeros y a la mayor parte de la tripulaci¨®n, fue detenido, inmovilizado y muerto en el Aeropuerto de Congonhas, en S?o Paulo, a los 31 a?os. Al d¨ªa siguiente, los peri¨®dicos publicaron la versi¨®n del r¨¦gimen: ¡°Acorralado, el terrorista se suicid¨®¡±.

En un reportaje sobre la primera mujer de Lula, el exmilitar reencontr¨® el rostro que lo perturbaba hac¨ªa 30 a?os, y el hijo la cara desconocida de su propio padre

Tres d¨¦cadas despu¨¦s, se public¨® mi reportaje de portada y esa peque?a foto, m¨¢s que toda la historia de Lula y Lourdes, removi¨® recuerdos insepultos. D¨ªas m¨¢s tarde, un hombre que se present¨® como ex sargento especialista de Aeron¨¢utica, Jos¨¦ Barazal Alvarez, por entonces de 63 a?os, busc¨® la revista. Cuando termin¨® el secuestro hab¨ªa sido el encargado de hacer el informe y de recoger las pertenencias del muerto. Al examinar el cuerpo de Grenaldo, cont¨® haber encontrado en su pecho una carta ensangrentada y un segundo disparo. En esa especie de carta testamento, Grenaldo contaba a su hijo las razones del secuestro y promet¨ªa reunir la familia tan pronto como llegase a Uruguay. Jos¨¦ mantuvo el secreto de lo que vio durante 30 a?os, y no se lo mencion¨® ni a su propia esposa. Pero le perturbaba la carta, porque sab¨ªa que en alg¨²n lugar hab¨ªa un hijo que nunca ley¨® las palabras de su padre; un deseo que, por no haberse cumplido, tuvo que haber causado da?os. Jos¨¦ quer¨ªa liberarse de esa pesadilla cuando hablamos por primera vez. Al ver la foto del marinero ¡°suicidado¡± en el reportaje, decidi¨® buscar al hijo sin padre, y su propia redenci¨®n.

Busqu¨¦ al hijo. Pero incluso entre las organizaciones de muertos y desparecidos pol¨ªticos de la dictadura, la trayectoria, las circunstancias y la intenci¨®n del marinero que secuestr¨® un avi¨®n ten¨ªan muchas lagunas. Grenaldo fue uno de los 1.509 marinos expulsados en 1964 por alinearse con el presidente Jo?o Goulart. De ellos, 414 fueron condenados a prisi¨®n. Grenaldo recibi¨® la pena m¨¢s alta: cinco a?os y dos meses. Huy¨® e inici¨® una vida en la clandestinidad. Eso era todo lo que se sab¨ªa de ¨¦l hasta su reaparici¨®n en un avi¨®n de la Varig.

Grenaldo inici¨®, a los 35 a?os, una traves¨ªa en busca de su padre y de su pa¨ªs

Intent¨¦ varios caminos para encontrar a su hijo, pero no lo consegu¨ª. Cuando el tel¨¦fono de mi mesa de redacci¨®n son¨®, todav¨ªa lo estaba buscando, pero ya me quedaban pocas esperanzas. Al otro lado, una mujer me dijo que el hijo del marinero quer¨ªa hablar conmigo. Las l¨ªneas finalmente se cruzaban y, por un breve instante, me olvid¨¦ de respirar. Lo que hab¨ªa sucedido era algo muy prosaico, un clich¨¦. Una mujer hojeaba distra¨ªda una vieja revista en la consulta del dentista, cuando le llam¨® la atenci¨®n un nombre bastante raro. De inmediato llam¨® a su hermana: ¡°Leila, hay un hombre aqu¨ª que se llama igual que tu marido. ?No ser¨¢ su padre?¡±

El marido de Leila no hablaba de su padre. Era superviviente de una infancia arrasada en la que su padre le dej¨® el legado de haber sido una ¡°mala persona¡±. Su madre nunca supo de las acciones pol¨ªticas de su marido y cuando desapareci¨® para reaparecer en las portadas de los diarios como un ¡°terrorista¡± no lo pod¨ªa entender. M?nica Mesut hab¨ªa conocido a su marido en la clandestinidad, en la ciudad paulista de Guarulhos, sin que jam¨¢s le informara de que tuviera otra vida. Mientras estuvo a su lado, Grenaldo fue vigilante de la constructora Camargo Corr¨ºa y tuvo por lo menos dos negocios que fracasaron. En 1971, comenz¨® a recibir cartas que lo pon¨ªan muy nervioso. Un d¨ªa sali¨® de casa prometiendo regresar para dar a la familia una vida mejor y solo volvi¨® a aparecer en un avi¨®n de la Varig. Su hijo ten¨ªa entonces cuatro a?os.

Hasta la vida adulta solo sab¨ªa de su padre que era un ¡°ladr¨®n¡± y un ¡°terrorista¡±. La familia era muy pobre, sin formaci¨®n pol¨ªtica alguna y con una educaci¨®n precaria. Grenaldo, hijo, creci¨® en un ambiente en el que todo faltaba. Entre una madre alcoh¨®lica, un t¨ªo violento y una abuela deshecha. Christina, la abuela, y M?nica, la madre, eran supervivientes tambi¨¦n de otra guerra. Al huir de Alemania despu¨¦s de la Segunda Guerra Mundial, Christina encontr¨® a un beb¨¦ en los brazos de una mujer muerta. Sin leche o comida, se rasg¨® la mu?eca y lo aliment¨® con su sangre. Era M?nica, la madre de Grenaldo, que en 1972 no pudo soportar ver al marido y padre de su hijo presentado como terrorista y suicida en las portadas de los peri¨®dicos. Crey¨® en la dictadura y en la prensa. Para una familia en cuyo pasado todo eran tinieblas, un apag¨®n m¨¢s ten¨ªa todo el sentido.

Cuando Grenaldo a¨²n era ni?o, M?nica hizo literal la destrucci¨®n de su memoria al sufrir un accidente cerebrovascular, un ictus, que la redujo a casi la nada. Morir¨ªa solo a?os despu¨¦s. Mientras vivi¨®, Grenaldo y su madre eran maltratados primero por el padrastro y despu¨¦s por el t¨ªo. El nombre del padre solo emerg¨ªa por odio en la boca de todos, por cualquier motivo, y antes de cada paliza. ¡°?Hijo de ladr¨®n!¡± Y entonces, cuando ten¨ªa 35 a?os, ya profesor de Educaci¨®n F¨ªsica y padre de familia, apareci¨® aquel nombre en un reportaje con una historia diferente. En la misma p¨¢gina de la revista, Jos¨¦ reencontr¨® el rostro que tanto lo persegu¨ªa y Grenaldo conoci¨® la cara desconocida de su propio padre.

El hijo del marinero acord¨® reunirse conmigo en una pizzer¨ªa de S?o Paulo. Yo llevaba varios libros sobre la dictadura para darle, y un miedo enorme. ?C¨®mo contar a un hijo qui¨¦n era su padre? ?C¨®mo dar a un hijo noticias de su padre? ?C¨®mo se hace algo as¨ª de grande, con qu¨¦ palabras? Me sent¨ª muy incapaz. Llegu¨¦ m¨¢s pronto, como siempre hago, y esper¨¦. Vi a aquel hombre enorme llegar, con el rostro trastornado por algo que era miedo y era expectativa y era, me parec¨ªa, un ruego de compasi¨®n. Era como si suplicase con aquellos ojos tan abiertos, casi infantiles, que lo cuidase, porque yo pose¨ªa ah¨ª el poder de derribar el delicado equilibrio que hab¨ªa alcanzado con un esfuerzo imposible de medir. Percib¨ª que no ten¨ªa ni la menor idea de lo que iba a escuchar. En aquel momento, Grenaldo iniciaba una traves¨ªa en busca de un padre y de un pa¨ªs. Los dos al mismo tiempo. Y yo era el puente imperfecto colocado ante ¨¦l. Cuando regres¨¦ de esa reuni¨®n, recuerdo haberme tumbado en la cama vestida y quedarme ah¨ª con los ojos como platos hasta el amanecer. Porque era muy grande aquello, demasiado grande.

D¨ªas despu¨¦s, organic¨¦ una reuni¨®n entre Grenaldo, hijo, y Jos¨¦, el exmilitar. La escena fue impresionante. Grenaldo de rodillas ante Jos¨¦, y Jos¨¦ liberado de una pesadilla de 30 a?os. Todos en aquella sala lloraban. En aquel momento, la vida no nos cab¨ªa dentro.

Jos¨¦ pon¨ªa fin all¨ª a tres d¨¦cadas de una pesadilla recurrente, la de un hombre asesinado, tirado como una bolsa de basura, en un Chevrolet Opala negro de la represi¨®n. Y Grenaldo, iniciaba una serie de noches agitadas en las que so?aba ser un detective en busca de pistas.

Con la ayuda de un abogado, Grenaldo y yo pasamos semanas, meses, buscando la carta que era suya. Una noche, me acuerdo de otra escena: las fotos de la investigaci¨®n militar esparcidas por el suelo de la sala de la casa de Grenaldo. Las im¨¢genes del padre muerto, la sangre, y nosotros dos intentando desentra?ar aquel rompecabezas macabro. Yo pensaba: ?c¨®mo va a soportar ese destino trastornado de un d¨ªa para otro?

Grenaldo ten¨ªa ¨Ctiene- algo que podr¨ªa definirse como una pureza resistente, algo que mantuvo intacto incluso durante el infierno que fue su infancia, algo que yo ya hab¨ªa visto en otros supervivientes, y algo que en aquel momento lo salvaba de nuevo. Consegu¨ª localizar a la ¨²ltima persona que vio a su padre con vida en el avi¨®n y probar que fue asesinado. Testimonios recordaban el extra?o caso del hombre ¡°suicidado de un disparo en la nuca¡±. La granada que supuestamente el marinero llevaba encima era, seg¨²n Jos¨¦, un carrete de hilo de pescar enrollado con cinta adhesiva.

Grenaldo, padre, fue reconocido como uno de los ejecutados por la dictadura y su hijo pudo recibir una indemnizaci¨®n del Estado. Meses despu¨¦s, se reencontr¨® con su abuela paterna en Maranh?o y recuper¨® los lazos perdidos con una familia que no sab¨ªa que ten¨ªa. Supo entonces que despu¨¦s de dejar la casa de Guarulhos y antes de secuestrar el avi¨®n, el marinero perseguido por la represi¨®n hab¨ªa visitado a su madre para anunciarle que ten¨ªa un nieto y dejarle una foto del peque?o. En el reverso del retrato hab¨ªa escrito: ¡®Tengo tres a?os, soy un ni?o grande. Un d¨ªa voy a crecer y visitar Maranh?o. Naldinho. 9/6/71¡±. Transcurrieron m¨¢s de tres d¨¦cadas hasta que desembarc¨® en el aeropuerto de San Lu¨ªs, donde la abuela lo esperaba. Vivieron una relaci¨®n de intenso afecto hasta que ella muri¨®.

Nunca conseguimos encontrar la carta, y el deseo del padre jam¨¢s ser¨¢ cumplido. Es enorme la tragedia de una carta que no encuentra a su destinatario. Esa carta perdida ser¨¢ siempre un agujero que Grenaldo tendr¨¢ que aceptar, pero que va rellenando con la construcci¨®n de su memoria. Hoy tiene un padre. Y tiene un pa¨ªs. Y debe vivir con los pedazos que le faltan de ambos. Grenaldo se prepara ahora para contarle a su hija mayor la historia del abuelo. Y a veces, cuando alguno de sus dos hijos le dice que no consigue hacer algo, responde: ¡°No digas que no consigues, esa palabra no existe. ?Eres nieto de Grenaldo!¡±

No s¨¦ qui¨¦nes son los brasile?os que gritan en las calles pidiendo la vuelta de la dictadura. Desconozco a las personas que claman por una intervenci¨®n militar como si eso no fuese una verg¨¹enza, una indignidad, y s¨ª la prerrogativa de ¡°ciudadanos de bien¡±. Creo que nunca he tenido tanto miedo de ese deformado discurso ¡°del bien¡± como hoy: esta ¨¦poca en la que se ha perdido todo el pudor, y la ignorancia de la Historia se ostenta como un trofeo. S¨¦ que son personas, porque solo los humanos son capaces de algo tan brutal.

Dicen que hab¨ªa ¡°solo¡± 400 el primer s¨¢bado de diciembre en S?o Paulo. Alegan que 400 que pidan una intervenci¨®n militar son pocos. Yo digo que uno ya es mucho. Respeto el derecho que tienen de expresarse, porque al hacerlo refuerzan la expresi¨®n m¨¢xima de la democracia, de su grandeza para admitir la voz incluso de los que quieren acabar con ella. Pero me reservo el derecho de, por un momento, elegir la ingenuidad. Prefiero creer que no saben lo que dicen ni lo que piden. No lo pueden saber. Si lo supiesen, no se atrever¨ªan.

Eliane Brum es escritora, reportera y documentalista. Autora de los libros de no ficci¨®n: ¡°Coluna Prestes - O Avesso da Lenda¡±, ¡°A Vida que Ningu¨¦m v¨º¡±, ¡°O Olho da Rua¡±, ¡°A Menina Quebrada¡±, ¡°Meus Desacontecimentos¡±. Y de novela: ¡°Uma Duas¡±. Site: elianebrum.com Email: elianebrum.coluna@gmail.com Twitter: @brumelianebrum

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