La rom¨¢ntica ciudad de las columnas rosadas al alba
Parece mentira que Palmira, que se mec¨ªa en una paz que parec¨ªa ya eterna, sea atacada
¡°El anochecer comenz¨® y ya casi no pude distinguir m¨¢s que los p¨¢lidos fantasmas de los muros y columnas. Lo solitario de la situaci¨®n, la serenidad del crep¨²sculo y la grandeza de la escena inundaron mi mente de pensamientos espirituales. La visi¨®n de una ilustre ciudad desierta, el recuerdo de tiempos pasados, la comparaci¨®n con el presente, todo se combinaba para elevar mi coraz¨®n con sublimes meditaciones¡±. Este es el efecto que le caus¨® Palmira, la antigua Tadmor, la novia del desierto, envuelta en el velo de su misterio, a uno de sus m¨¢s ilustres visitantes y el que nos ha dejado un testimonio de mayor grandeza emotiva, Constantin Fran?ois de Chasseboeuf de La Giraudais, m¨¢s conocido por su seud¨®nimo de Volney y hecho conde por Napole¨®n. Su libro Las ruinas de Palmira o meditaciones sobre las revoluciones de los imperios ofrece una reflexi¨®n sobre la decadencia de los poderes del mundo que cobra hoy una nueva, terrible actualidad, tras la irrupci¨®n del Estado Isl¨¢mico en la vieja y sufrida ciudad caravanera nacida en un oasis alrededor de la fuente Efqa y demediada entre dos poderosos imperios, entre Roma y Partia, entre Occidente y Oriente.
Parece mentira que la otrora opulenta metr¨®poli ¡ªengordada en una gran ruta comercial entre el Golfo P¨¦rsico y el Mediterr¨¢neo¡ª, que desde hac¨ªa siglos, tras sufrir guerras, asedios y mil dram¨¢ticas vicisitudes, se mec¨ªa en una bien ganada paz que parec¨ªa ya eterna, vuelva a ser atacada como en su d¨ªa lo fue por las legiones de Aureliano que aplastaron el sue?o de Zenobia, esa reina que se dec¨ªa descendiente de Cleopatra y desafi¨® al imperio de Roma. Cuentan en Palmira que la soberana se ba?aba en la fuente sulfurosa para mantenerse joven como una Erzsb¨¦t B¨¢thory de las arenas.
Apenas hace seis a?os nos sent¨¢bamos Teresa, Xavier, Justo y yo como personajes sobrevenidos de Larry Durrell en un escal¨®n del Tetrapylon al final de la impresionante avenida de columnas, respirando el excitante aire de la ma?ana y mudos de asombro ante el espectacular despliegue de belleza del ¨¢rea central de la ciudad, su lugar emblem¨¢tico y m¨¢s monumental. La tranquilidad, el silencio, la atm¨®sfera de siglos acumulados entre la arena invitaba incluso entre gente mucho menos dada a la meditaci¨®n que el viejo Volney a tener pensamientos grandes y nobles.
Nos aloj¨¢bamos en el peque?o hotel Zenobia Cham, un establecimiento privilegiado en medio de las ruinas con capacidad para solo 20 viajeros que regentaba en los a?os treinta la c¨¦lebre aventurera de origen vasco Marga d¡¯Andurain, de la que se dec¨ªa que hab¨ªa sido esp¨ªa de Lawrence de Arabia y cabalgaba desnuda entre las piedras (a ella le dedic¨® un libro la escritora Cristina Morat¨®, con la que viaj¨¢bamos). ?Qu¨¦ ser¨¢ estos d¨ªas de ese maravilloso hotelito en el que se alojaron en su d¨ªa Agatha Christie ¡ªah¨ª se dice que acab¨® Asesinato en Mesopotamia¡ª, Jean Giradoux, Alfonso XIII o la dolida viajera Annemarie Schwarzenbach? ?Y qu¨¦ habr¨¢ sido de los simp¨¢ticos habitantes del pueblo junto al yacimiento que nos invitaban a limonada y re¨ªan a carcajadas cuando nos prob¨¢bamos los supuestos cascos romanos que vend¨ªan en las baqueteadas tiendas de souvenirs? El servicio de antig¨¹edades sirio nos mont¨® entonces una incre¨ªble velada dentro del recinto del templo de Baal Schamin, un conjunto tan impresionante como Karnak, y all¨ª nos obsequiaron con t¨¦, dulces y cantos beduinos, de esos beduinos que hac¨ªan acrobacias en sus camellos ante nuestro autocar y que se denominaban orgullosamente Beni Z?inab, ¡°los hijos de Zenobia¡±.
Uno de los momentos m¨¢s maravillosos de mi vida fue el amanecer en aquellos inolvidables d¨ªas de junio mirando por la ventana de mi habitaci¨®n en la planta baja, la ¨²nica del hotel, y contemplando embelesado como con la luz, en el aire di¨¢fano del desierto, las columnas alineadas que parec¨ªan extenderse hasta el infinito adquir¨ªan su c¨¦lebre tonalidad rosada. Parec¨ªa realmente, como han descrito tantos visitantes, la piel de una mujer, acaso la de la reina Zenobia, cuya belleza fue alabada en la antig¨¹edad junto a su inteligencia (era una h¨¢bil pol¨ªtica, muy culta y hablaba arameo, griego y egipcio) y su coraje: gran jinete marchaba al frente del ej¨¦rcito palmiriano, rico en arqueros y camelleros, y cuando Aureliano se enter¨® de que el Senado se mostraba ir¨®nico porque ¨¦l organizara un triunfo para celebrar su victoria sobre la reina respondi¨®: ¡°Ah, si solo supieran con qu¨¦ clase de mujer he estado luchando¡±.
La visi¨®n de las ruinas de Palmira, la de las diez mil columnas, la del delirio de las caravanas, es una de las mayores experiencias est¨¦ticas que se pueda disfrutar. Cuesta escribir ¡°que se pod¨ªa disfrutar¡±. Recorrer los 1.200 metros de la avenida principal flanqueda de sus hermos¨ªsimas columnas (en realidad antiguos p¨®rticos), la Gran Columnata, como la bautizaron los arque¨®logos, provoca un inevitable s¨ªndrome de Stendhal. La avenida, que corre de este a oeste y se acab¨® en tiempo de los Severos, era la principal arteria de la ciudad en ¨¦poca romana. Arranca de Arco Monumental y a sus lados se acumulan majestuosas ruinas de edificios: el santuario de Nebo, los ba?os de Diocleciano, el teatro, el Nymphaeum, la casa del Peristilo. Pasado el Tetrapylon entramos en la calle transversal, que nos conduce al Agora y a lo lejos al viejo campamento romano, avanzada contra los recalcitrantes persas. Palmira tuvo su ¨¦poca de oro en el siglo II, en ¨¦poca de Adriano, que la declar¨® ¡°ciudad libre¡± ¡ªera tributaria de Roma desde Tiberio¡ª y le permiti¨® controlar ella misma sus finanzas.
Bajo el cielo eternamente azul, de un azul profundo, luminoso, las ruinas producen un efecto indescriptible de serenidad. M¨¢s all¨¢ de su belleza, el lugar es por supuesto un verdadero parque arqueol¨®gico de m¨¢s de diez kil¨®metros cuadrados con numeros¨ªsimos puntos de inter¨¦s. Al este Palmira est¨¢ dominada por un promontorio rocoso sobre el que se encuentra el impresionante castillo ¨¢rabe de Fakhr ed-Din, con la parte m¨¢s antigua datada en el siglo XII. Tambi¨¦n fuera de la ciudad y sus muros est¨¢n las necr¨®polis. En una de las colinas arenosas que rodean la ciudad pueden visitarse las impresionantes tumbas en torre que brotan de la tierra como colmillos oscuros, y junto a las que te pod¨ªas retratar con un dromedario blanco. En el otro extremo, cerca del palmeral, descendimos a varias tumbas subterr¨¢neas en forma de T, con sarc¨®fagos, relieves y policrom¨ªas, como la de la familia Artaban ¡ªdel siglo II, con 56 nichos¡ª, o la llamada de los Tres Hermanos; algunas en curso de excavaci¨®n por una misi¨®n japonesa. Se calcula que solo se ha excavado el 60% de Palmira.
El peque?o museo en la zona arqueol¨®gica estaba lleno de objetos sensacionales: esculturas ¡ªtan realistas¡ª, relieves de camellos ricamente enjaezados, pinturas. Recuerdo un le¨®n del templo de la diosa Al Lat (excavado por los polacos del 74 al 81), una estatua del viejo Yarhibol (¡°el ¨ªdolo de la fuente¡±), sarc¨®fagos atravesados por la extra?a escritura palmiriana, tiaras con coronas de laurel (el tocado t¨ªpico de la ciudad), un mosaico con el rey Odonato matando leopardos, altares en los que se quemaba el incienso a espuertas. Pero lo que conservo sobre todo en la memoria es la visi¨®n de una momia ¡ªcubierta por un manto bordado de seda de China¡ª que se expon¨ªa y que me pareci¨® all¨ª en medio de aquel lugar portentoso un s¨ªmbolo de la inmutable perennidad de la vieja Palmira. Estaba equivocado.
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