Para odiarnos a gusto
El mundo actual es una caja de cristal donde casi todo puede ser visto
Se ha vuelto com¨²n en las canchas de f¨²tbol que t¨¦cnicos y jugadores se tapen la boca al hablar para que nadie sepa lo que dicen. La invenci¨®n m¨ªtica de este gesto paranoico se atribuye a Jos¨¦ Mourinho, entrenador que concibe el juego como variedad de las perturbaciones mentales.
En mi infancia, si alguien se llevaba la mano a la cara al sonre¨ªr significaba que le faltaban dientes. Las cosas han cambiado en una ¨¦poca de c¨¢maras omnipresentes. Las palabras dichas con espont¨¢neo descuido pueden volverse incriminatorias al ser registradas por un ojo el¨¦ctrico que no capta el sonido pero permite leer los labios.
El miedo a ser descubierto en pecado de franqueza no s¨®lo ata?e a los protagonistas de actos p¨²blicos. El otro d¨ªa vi a dos personas cubrirse la boca mientras hablaban en un and¨¦n del metro.
Con el uso de Persicope, la Delegaci¨®n Miguel Hidalgo de la Ciudad de M¨¦xico ha contribuido al p¨¢nico de ser filmado. Quien tira la basura, maltrata a una persona o patea un perro puede ser exhibido. Esto responsabiliza al ciudadano, pero tambi¨¦n viola su privacidad.
Estamos cada vez m¨¢s expuestos a ser supervisados visualmente. Tal vez por ello, procuramos el anonimato y asumimos un alias en Twitter para vengarnos con injurias. El mundo contempor¨¢neo es una caja de cristal donde casi todo puede ser visto y donde zumban mensajes no identificados. Si dices una consigna nazi en una plaza, quedas registrado; si la escribes en la red con un seud¨®nimo apropiado, eres impune.
?La sobrevigilancia ha tra¨ªdo el deseo revanchista de insultar a escondidas, o estamos ante una conducta at¨¢vica que s¨®lo ahora se populariza? El ser humano es el m¨¢s complicado de los animales, entre otras cosas porque es el ¨²nico que ama odiar. No hay especie sin enemigos naturales, pero a diferencia del tibur¨®n que enfrenta la astucia del delf¨ªn, nosotros tenemos el privilegio de escoger adversarios para descargar dardos que nos hacen sentir de maravilla. El rencor y la indignaci¨®n se pueden deber a causas reales o imaginarias; lo importante es que sirven como inyecciones en cuerpo ajeno: pinchar a otro nos alivia.
?Ya ¨¦ramos as¨ª o Internet nos descompuso? En su pel¨ªcula Las alas del deseo, de 1987, Wim Wenders hace que dos ¨¢ngeles recorran Berl¨ªn escuchando los pensamientos de los habitantes. Como el guion es de Peter Handke, las cabezas de los transe¨²ntes est¨¢n llenas de accidental poes¨ªa.
Twitter nos ha brindado otro panorama del inconsciente. Su capacidad de respuesta es tan veloz que cuando reparamos en lo que se nos ocurri¨®, ya lo mandamos. M¨¢s pr¨®ximo a la neurolog¨ªa que a la ret¨®rica, este medio de comunicaci¨®n permite ser aforista repentino, pero tambi¨¦n permite actuar con el descaro de Donald Trump, pol¨ªtico viral que encarna irreflexivos descontentos.
Un reiterado refr¨¢n dice que no hay nada mejor repartido que la envidia. La aseveraci¨®n resulta incomprobable porque se trata de un defecto silencioso. Suponemos, con excesiva vanidad, que los dem¨¢s codician nuestros m¨¦ritos (lo cual implica que los tenemos).
La envidia procura ocultarse; en cambio, la ira est¨¢ en oferta. En 1978, la novelista mexicana Mar¨ªa Luisa Puga public¨® Las posibilidades del odio. La trama se ubica en Kenia y aborda las tensiones generadas por el colonialismo. Las ignominias hist¨®ricas justifican que aflore una ¡°digna rabia¡±, para usar la expresi¨®n zapatista.
?Qu¨¦ tan justa es la irritaci¨®n en red y qu¨¦ efecto tiene? ?Las redes envenenan nuestras relaciones o banalizan los agravios de tanto propagarlos? Atravesamos d¨ªas contradictorios en que las c¨¢maras hacen que nos cubramos la boca para ocultar nuestra mala leche, pero Internet nos permite ser otros en secreto para odiarnos m¨¢s a gusto.
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