Muertos y turistas en Mixquic
Visitantes mexicanos y extranjeros colapsan uno de los puntos tur¨ªsticos m¨¢s relevantes del d¨ªa de muertos, el pante¨®n de San Andr¨¦s Mixquic
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En la noche en que los muertos vuelven, los turistas comparten su espacio. El cementerio de San Andr¨¦s Mixquic, en los confines de la Ciudad de M¨¦xico, resplandece entre los flashes de las c¨¢maras de fotos. Clic, clic, clic. ¡°Aqu¨ª yace Jes¨²s Tepakepe Jim¨¦nez, recuerdo de su esposa e hijos. Descanse en paz¡±. La imagen del vivo y el muerto bajo tierra, un instante que ya se fue, el presente muerto. Las fotos de tumbas no dejan de ser ir¨®nicas.
En el d¨ªa de muertos, el pante¨®n de Mixquic es la sede de la Superbowl. Miles de forasteros acuden peregrinamente a visitar las tumbas. Es un punto de visita obligatorio estos d¨ªas. Tradicional, pintoresco, aut¨¦ntico, una muestra del M¨¦xico rural a dos horas del centro de la capital. Un reportero de TV Azteca dice que nunca hab¨ªa visto tantos, que casi no hay gente del lugar, que hay mucho g¨¹ero.
La secretar¨ªa de turismo de la capital instala un hilo blanco entre la puerta y la entrada de la iglesia. Por un lado van y por otro vienen. Unos se dirigen a la iglesia, otros al camposanto, en la parte de atr¨¢s. All¨¢, algunos pisan el pasto entre las tumbas como con temor, con un evidente e inefable respeto. Otros se elevan sobre las l¨¢pidas. Quieren ver mejor. Un ni?o mexicano dice: ¡°estamos pisando las tumbas¡±. Un adulto que va con ¨¦l, contesta: ¡°?Y qu¨¦? Est¨¢n muertos¡±.
Cada principio de noviembre, los muertos mexicanos visitan a sus familias. Los vivos preparan un altar para agasajarles: fotos de los visitantes, cigarros ¨Csi les gustaban¨C, dulces, fruta¡ Es la ofrenda. Un sendero de flores naranjas y amarillas marca el camino de la puerta de la casa al mismo altar. Para que no se pierdan.
Turistas y muertos conviven en Mixquic, igual que los nachos con el f¨²tbol americano. Para que no se pierdan, los vecinos ayudan a los de afuera. Instalan su enorme mercadillo en la barda exterior del cementerio. Mientras no se salgan de ah¨ª, no habr¨¢ ning¨²n problema. En el tianguis todo es a lo grande. Parece un homenaje al estado natural de la ciudad, la aglomeraci¨®n; como una celebraci¨®n del comercio informal que ocupa eternamente el espacio p¨²blico. Las brochetas de carne miden medio metro. Los tacos se venden en ¨®rdenes de cinco y siete. Huele a nata, mantequilla, canela, salsa barbacoa. No hay alcohol, se impone la ley seca. A recordar por los de all¨ª, la prohibici¨®n solo impera en jornadas electorales. Parece que los pol¨ªticos y los muertos no quieren a los borrachos.
A falta de la noche grande, la del 2 de noviembre, una ofrenda domina el horizonte en el camposanto. Tiene forma de pir¨¢mide. Los curiosos la observan y cuchichean en ruso, franc¨¦s, ingl¨¦s y espa?ol de Colombia. Una mujer, mexicana, pregunta a otra: ¡°?Y eso qu¨¦ es, el altar mayor?¡±. No, dice la otra, es la ofrenda mayor, la gente de aqu¨ª ¡°se la pone a sus muertitos¡±. Y entonces la primera hace una foto. Al otro lado, junto a la iglesia, otro grupo de turistas mira fascinado un set de televisi¨®n. Dos focos gigantescos apoyados en sendos t¨²mulos iluminan al reportero, que entrevista a una mujer vestida de catrina junto a un mausoleo. Una se?ora rusa dice ¡°wow¡±. Le saca otra foto.
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