El regreso de los talibanes es catastr¨®fico para las mujeres
Lynsey Addario, que ha trabajado en Afganist¨¢n como periodista gr¨¢fica durante dos d¨¦cadas, teme que se arriesguen a perder todo lo ganado en libertad y derechos
Una ma?ana de verano de 1999, Shukriya Barakzai se despert¨® mareada y con fiebre. Seg¨²n las reglas de los talibanes, necesitaba un maharram, un guardi¨¢n, para ir al m¨¦dico. Su marido estaba trabajando y no ten¨ªa hijos varones. De modo que le rap¨® la cabeza a su hija de dos a?os, la visti¨® con ropa de ni?o para hacerla pasar por su guardi¨¢n, y se puso un burka. Los pliegues azules de la prenda le tapaban las u?as, pintadas de rojo a pesar de la prohibici¨®n impuesta por los talibanes. Le pidi¨® a su vecina que la acompa?ara al m¨¦dico, en el centro de Kabul. A las 4.30 de la tarde, salieron de la consulta con una receta. Se dirig¨ªan a una farmacia cuando un cami¨®n de militantes talibanes del Ministerio para la Propagaci¨®n de la Virtud y la Prevenci¨®n del Vicio par¨® a su lado. Estos grupos se mov¨ªan habitualmente por Kabul en camionetas en busca de afganos a los que humillar y castigar en p¨²blico por incumplir su c¨®digo moral.
Los hombres saltaron de la camioneta y empezaron a golpear a Barakzai con un cable de goma. Siguieron haci¨¦ndolo incluso despu¨¦s de que ella cayera al suelo. Cuando la dejaron, se levant¨®, llorando. Se sent¨ªa indignada y humillada. Hasta entonces, nunca la hab¨ªan golpeado.
¡°?Te suena una cosa que llamamos sadismo?¡±, me preguntaba recientemente Barakzai cuando hablamos. ¡°Es como si no supieran por qu¨¦, como si estuvieran simplemente intentando golpearte, lastimarte, faltarte al respeto. Ahora eso es lo que disfrutan. Ni siquiera ellos saben la raz¨®n¡±.
Atribuye a ese momento el nacimiento de su vida como activista. Antes de que la capital de Afganist¨¢n se sumiese en la guerra civil, en 1992, Barakzai estudiaba Hidrometeorolog¨ªa y Geof¨ªsica en la Universidad de Kabul. Cuando los talibanes, entonces una milicia relativamente nueva, salieron victoriosos en 1996, obligaron a las mujeres afganas a abandonar sus estudios. Mientras se recuperaba de la paliza, Barakzai tom¨® una decisi¨®n: organizar¨ªa clases clandestinas para ni?as en el amplio complejo de apartamentos en el que viv¨ªa con su familia y otras 45 familias m¨¢s. M¨¢s tarde, ayudar¨ªa a redactar la constituci¨®n afgana y ocupar¨ªa un esca?o en el Parlamento durante dos legislaturas.
Viaj¨¦ por primera vez a Afganist¨¢n en mayo de 2000, cuando ten¨ªa 26 a?os. En ese momento viv¨ªa en la India, cubriendo temas de mujeres en el sur de Asia como periodista gr¨¢fica, y sent¨ªa curiosidad por saber c¨®mo viv¨ªan las mujeres durante el r¨¦gimen de los talibanes. Afganist¨¢n emerg¨ªa entonces de un conflicto brutal de 20 a?os ¡ªprimero la ocupaci¨®n de los sovi¨¦ticos y despu¨¦s una prolongada guerra civil¡ª que hab¨ªa dejado Kabul llena de socavones y con pocas infraestructuras en funcionamiento. A mediados de los noventa, los talibanes hab¨ªan prometido poner fin a la violencia y muchos afganos, agotados de a?os de inseguridad y destrucci¨®n constante, no ofrecieron resistencia al grupo fundamentalista isl¨¢mico. Pero la paz se produjo a costa de perder libertades sociales, pol¨ªticas y religiosas.
Cuando hice mi primera visita, los talibanes hab¨ªan aplicado su interpretaci¨®n de la shar¨ªa, la ley isl¨¢mica. Prohibieron la educaci¨®n de mujeres y ni?as en pr¨¢cticamente todas las circunstancias y a las mujeres (excepto selectas m¨¦dicas autorizadas) no se les permit¨ªa trabajar fuera de casa, o ni siquiera salir sin un guardi¨¢n var¨®n. A las que sal¨ªan se les exig¨ªa llevar burka. Se prohibi¨® para todos cualquier forma de entretenimiento: m¨²sica, televisi¨®n, reuniones de ambos sexos fuera de la familia. La mayor¨ªa de los afganos cultos ya hab¨ªan huido al vecino Pakist¨¢n y otras partes; los que se quedaron tuvieron que cambiar de vida para adaptarla a los dictados del r¨¦gimen opresor.
Al ser una estadounidense soltera, necesitaba encontrar una forma de moverme por Afganist¨¢n con alguien que hiciera las veces de marido y sacar fotos sin que me vieran (los talibanes hab¨ªan prohibido fotografiar cualquier ser vivo). Me puse en contacto con el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados, una de las pocas organizaciones internacionales que segu¨ªan funcionando en Afganist¨¢n, y con el Programa Integral para Afganos Mutilados, un organismo de Naciones Unidas cuyo objetivo era rehabilitar a los heridos por las muchas minas antipersona sembradas por el pa¨ªs. Los grupos se encargaron de conseguir hombres que me sirvieran de escoltas, adem¨¢s de conductores y traductores, para atravesar las provincias de Ghazni, Logar, Wardak, Nangarhar, Herat y Kabul a fin de fotografiar y entrevistar subrepticiamente a afganas. Enseguida comprend¨ª las ventajas de ser una fotoperiodista mujer, a pesar de las dificultades: ten¨ªa libre acceso a ellas en espacios prohibidos para los hombres.
De mayo de 2000 a marzo de 2001, en el transcurso de tres viajes separados, me mov¨ª con mis c¨¢maras y pel¨ªculas ocultos en una peque?a bolsa, visitando viviendas privadas, hospitales para mujeres, escuelas secretas para ni?as. Asist¨ª a celebraciones clandestinas de bodas con invitados de ambos sexos, en las que la banda sonora de Titanic hac¨ªa retumbar las paredes de cemento mientras hombres y mujeres muy maquilladas (con las u?as pintadas) bailaban en un despliegue de puro placer; un placer sencillo castigable con la ejecuci¨®n bajo un r¨¦gimen que controlaba las calles.
Quiz¨¢ lo que m¨¢s perdure en mi mente sea el silencio de la vida con los talibanes. Hab¨ªa muy pocos coches, nada de m¨²sica, ni televisi¨®n, ni tel¨¦fonos, ni conversaci¨®n ociosa en las aceras. Las calles polvorientas estaban llenas de viudas que hab¨ªan perdido a sus maridos en la prolongada guerra; sin poder trabajar debido a la prohibici¨®n, su ¨²nica manera de sobrevivir era mendigando. La gente ten¨ªa miedo, dentro y fuera de casa. Aquellos lo suficientemente valientes como para aventurarse a salir hablaban en susurros, por miedo a provocar una paliza de los talibanes por algo tan simple como no tener la barba suficientemente larga (en el caso de los hombres) o un burka suficientemente largo (las mujeres), o, en ocasiones, por nada en absoluto. Brillantes cintas de casete colgaban ondeantes de ¨¢rboles, cables, se?ales y postes de todas partes, una advertencia a quienes se atreviesen a reproducir m¨²sica en privado. Los partidos en el Ghazi Stadium de Kabul hab¨ªan sido sustituidos por ejecuciones p¨²blicas en los viernes de oraci¨®n. Las autoridades talibanes usaban excavadoras o tanques para derribar paredes sobre hombres acusados de ser homosexuales. A los acusados de adulterio los lapidaban hasta la muerte.
Durante estos viajes, observ¨¦ la fuerza y la resiliencia de las afganas. A menudo me pregunt¨¦ qu¨¦ ser¨ªa de Afganist¨¢n si cayesen los talibanes. Imagin¨¦ que los hombres y mujeres que me ofrec¨ªan esa hospitalidad, ese humor y esa fuerza prosperar¨ªan, y que los afganos que hab¨ªan huido del pa¨ªs podr¨ªan por fin volver a casa.
Meses m¨¢s tarde llegaron los atentados del 11 de septiembre de 2001 y poco despu¨¦s la invasi¨®n de Afganist¨¢n. Los talibanes cayeron y las mujeres demostraron r¨¢pidamente que eran valios¨ªsimas para el trabajo de reconstrucci¨®n y direcci¨®n del pa¨ªs. Estall¨® una gran ola de optimismo, determinaci¨®n y fe en el desarrollo y el futuro de Afganist¨¢n. Pero, a medida que los talibanes volvieron a diluirse en el tejido de ciudades y aldeas, muchos de sus valores conservadores, con ra¨ªces profundas en la sociedad afgana, persistieron.
Fotografi¨¦ la derrota de los talibanes en Kandahar a finales de 2001 y volv¨ª al pa¨ªs con mi c¨¢mara al menos una docena de veces en las dos d¨¦cadas siguientes. Desde Kabul a Kandahar, pasando por Herat o Badahshan, he fotografiado a mujeres asistiendo a clase, licenci¨¢ndose en universidades, form¨¢ndose como cirujanas, dando a luz, trabajando de comadronas, present¨¢ndose como candidatas al Parlamento y trabajando en el Gobierno, conduciendo, form¨¢ndose para ser polic¨ªas, actuando en pel¨ªculas, trabajando ¡ªcomo periodistas, traductoras, presentadoras de televisi¨®n¡ª para organizaciones internacionales. Muchas enfrent¨¢ndose al imposible acto de compaginar el trabajo fuera de casa y la crianza de los hijos; el ser esposa, madre, hermana o hija en un lugar en el que las mujeres romp¨ªan techos de cristal a diario y a veces corriendo un gran riesgo.
Una de las personas que conoc¨ª en mis viajes fue Manizha Naderi, cofundadora de Mujeres para las Mujeres Afganas. Durante m¨¢s de una d¨¦cada, su organizaci¨®n ayud¨® a establecer en Afganist¨¢n una red de refugios y servicios de mediaci¨®n familiar, asesoramiento y ayuda letrada para mujeres afganas con problemas familiares, v¨ªctimas de malos tratos o encarceladas sin abogado defensor. Naderi vive ahora con su familia en Nueva York. Cuando hablamos recientemente, le pregunt¨¦ si cre¨ªa que las cosas hab¨ªan mejorado para las afganas en las dos ¨²ltimas d¨¦cadas.
¡°Sin duda¡±, respondi¨®. ¡°Antes de que EE UU invadiera Afganist¨¢n, all¨ª no hab¨ªa nada, ninguna infraestructura, ning¨²n sistema judicial, ning¨²n sistema educativo, nada. En los ¨²ltimos 20 a?os, en el pa¨ªs se ha vuelto a crear todo, desde la educaci¨®n, el sistema judicial, la sociedad, la econom¨ªa¡ las mujeres lo han ganado todo. No solo las mujeres, sino que tambi¨¦n los afganos en general han ganado much¨ªsimo¡±.
Ahora, por supuesto, esos avances desaparecer¨¢n. La semana pasada, los talibanes tomaron casi todas las grandes ciudades del pa¨ªs; el domingo, sus fuerzas entraron en Kabul y el presidente Ashraf Ghani huy¨® del pa¨ªs. Los militantes han abierto las puertas de las prisiones y liberado a miles de presos, mandando a las mujeres del trabajo a casa y retirando a las ni?as de las escuelas. En el avance hacia la capital, sus fuerzas han destruido instalaciones m¨¦dicas, matado civiles y dejado miles de desplazados afganos. Algunos afirman que los talibanes exigen que las mujeres de las aldeas que conquistan se casen con sus combatientes solteros (aunque el grupo lo niega).
Fawzia Koofi, otra mujer a la que he conocido en Afganist¨¢n, ha dedicado la vida a su pa¨ªs desde que los talibanes llegaron al poder, en 1996. Tambi¨¦n ella cre¨® una red secreta de colegios para ni?as en la d¨¦cada de los noventa, en su provincia natal de Badakhshan. Koofi fue parlamentaria entre 2005 y 2019 y ha sido una de las representantes de la Rep¨²blica de Afganist¨¢n en las negociaciones de paz con los talibanes previas a la retirada de las tropas estadounidenses del pa¨ªs. Cuando la conoc¨ª, en 2009, se mov¨ªa por Kabul seguida por una peque?a cuadrilla de asesores masculinos y un destacamento de seguridad, volviendo a casa tras largas jornadas en el Parlamento para encontrarse con una fila de votantes a su puerta rog¨¢ndole que escuchara sus preocupaciones. Tambi¨¦n estaba criando sola dos hijas peque?as; su marido hab¨ªa fallecido en 2003 de tuberculosis, adquirida en las c¨¢rceles de los talibanes. Koofi parec¨ªa no parar nunca, ni siquiera cansarse. Los talibanes han intentado asesinarla tres veces. Siempre llevaba consigo una carta manuscrita dirigida a sus hijas, por si acaso.
Cuando llam¨¦ a Koofi hace unas semanas, en Kabul, los talibanes ya estaban ganando terreno en el pa¨ªs. Koofi se mostraba esc¨¦ptica respecto a las promesas hechas por el grupo de que mantendr¨ªan las libertades de las mujeres para estudiar y trabajar fuera de casa. Citaba una desconexi¨®n completa entre lo que los responsables talibanes dec¨ªan durante las negociaciones de paz en Qatar y las violaciones de los derechos humanos que, seg¨²n le dec¨ªan sus contactos, los soldados de a pie comet¨ªan sobre el terreno. Le pregunt¨¦ si ten¨ªa miedo. ¡°Sinceramente, no tengo miedo de que me asesinen¡±, me respondi¨®. ¡°Lo que temo es que el pa¨ªs vuelva a caer en el caos¡±.
Mientras los talibanes invad¨ªan ciudades por todo Afganist¨¢n, Koofi pasaba buena parte del tiempo contestando llamadas de hombres y mujeres aterrorizados por las repercusiones de la toma de poder. Le frustraba lo poco que pod¨ªa ofrecer a modo de consuelo. Poco antes de que yo hablara con Koofi, una embarazada le hab¨ªa llamado desde Faizabad, capital de Badakhshan, un lugar que visit¨¦ en 2009 para documentar las altas tasas de mortalidad materna en la provincia. En el transcurso de la d¨¦cada pasada, varios avances han reducido esa cifra. La mujer que llam¨® a Koofi necesitaba dar a luz mediante ces¨¢rea, pero los talibanes se acercaban y tem¨ªa no poder acceder a un hospital para que le practicasen la operaci¨®n. Solo le quedaban tres semanas para la fecha prevista de parto y no ten¨ªa forma de irse de la casa. ?Qu¨¦ pod¨ªa hacer? Si no le hac¨ªan la ces¨¢rea, la mujer podr¨ªa morir, pero Koofi no ten¨ªa forma de ayudarla desde Kabul. La semana pasada, Faizabad cay¨® en manos de los talibanes.
Recientemente, el precio de los burkas se ha duplicado, en algunos casos ha aumentado a¨²n m¨¢s. Las mujeres est¨¢n comprando la mejor armadura para protegerse de los talibanes: el velo.
El fin de semana, cuando los talibanes sitiaban Kabul, le pregunt¨¦ a Koofi c¨®mo le iba y si la hab¨ªan evacuado. Huy¨® de su casa el domingo y ahora est¨¢ oculta en Afganist¨¢n. ¡°Nadie nos ayuda¡±, me dijo. ¡°?Puedes hablar con los estadounidenses?¡±. Recibo mensajes de WhatsApp como este a diario de antiguas int¨¦rpretes y modelos para mis fotos, expresando miedo y pregunt¨¢ndome c¨®mo salir de Afganist¨¢n.
No s¨¦, es mi respuesta. No s¨¦ d¨®nde puedes ir. No pienso que Estados Unidos vaya a seguir ayudando. No, no pienso que te vayan a dar un visado a ti, a tu hermano o a mi ch¨®fer desde hace 11 a?os. No s¨¦ qu¨¦ les va a ocurrir a las mujeres en Afganist¨¢n.
Todo lo que s¨¦ es que las mujeres que he conocido estos ¨²ltimos 20 a?os me han asombrado por su determinaci¨®n e ingenio. Me han hecho derrumbarme de risa y de llanto. Pienso en la fresca tarde de 2010 cuando me mov¨ªa por Kabul como copiloto en el coche de una actriz afgana. Luc¨ªa a plena vista su hermoso rostro, completamente maquillado, y su cabello mientras pon¨ªa m¨²sica iran¨ª a todo volumen y bailaba con las manos en torno al volante. Atraves¨® controles, montones de burkas y hombres asombrados y desde?osos. Ella se re¨ªa, y yo tambi¨¦n, y pensaba lo lejos que hab¨ªan llegado las afganas. Los talibanes no pueden quitarles a las afganas los ¨²ltimos 20 a?os; su educaci¨®n, sus ganas de trabajar, su gusto por la libertad.
Y hoy hay una nueva generaci¨®n de afganas, mujeres que no recuerdan lo que es vivir sometidas a los talibanes. ¡°Est¨¢n llenas de energ¨ªa, esperanza y sue?os¡±, me dec¨ªa Shukriya Barakzai. ¡°No son como yo, como yo era hace 20 a?os. Est¨¢n m¨¢s alerta. Se est¨¢n comunicando con el mundo¡±. Los talibanes conquistan territorios, dice Barakzai, ¡°pero no los corazones y las mentes de las personas¡±.
Lynsey Addario es fotoperiodista y autora de Of Love and War y de It¡¯s What I Do, sus memorias como reportera para The New York Times.
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Traducci¨®n de News Clips.
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