Cr¨®nica de una huida brutal: ¡°Todo es irracional e imprevisible¡±
Relato hora a hora de la llegada al aeropuerto de Kabul de un periodista sorteando a los talibanes, la multitud y la desesperaci¨®n ag¨®nica
Mi¨¦rcoles 25, seis de la tarde. (Park Hotel. Kabul). Esta noche voy a tratar de salir. Me voy del hotel despu¨¦s de 23 d¨ªas en Kabul rumbo al aeropuerto. Cargo dos bolsos voluminosos que contienen, sobre todo, c¨¢maras, equipos de grabaci¨®n y material para el documental que quiero hacer. Son pesados. Pero tienen que llegar conmigo adonde llegue yo. El plan es contactar con los soldados espa?oles cerca de la Puerta Abbey del aeropuerto. Mi contacto es un militar espa?ol, Pablo (nombre ficticio, como todos los de esta cr¨®nica, por seguridad). Tengo su n¨²mero. Ir¨¦ comunic¨¢ndome con ¨¦l por WhatsApp. Eso es todo. Eso y la suerte.
Soy chileno. Como Chile no cuenta con aviones ac¨¢, un acuerdo con el Gobierno espa?ol me permitir¨¢ salir primero por Espa?a. No voy solo. Viene conmigo Azadeh, una estudiante de periodismo afgana de 19 a?os que tambi¨¦n viajar¨¢ despu¨¦s a Chile. Acude a la cita acompa?ada de su t¨ªo y de su hermano. Tambi¨¦n viene con nosotros Fahima, periodista de una redacci¨®n en la que los talibanes han prohibido trabajar a las mujeres. Ella ha sufrido amenazas de muerte. Quiere escapar del pa¨ªs junto a sus hermanos y su padre. Fahima mantiene a toda su familia. Su padre, llam¨¦moslo Ahmed, fue en otro tiempo un hombre bien situado, elegante. Pero llega tan enfermo y debilitado como armado de valent¨ªa. Camina con un bast¨®n. Pienso que va a ser imposible para ¨¦l atravesar la muchedumbre que rodea el per¨ªmetro del aeropuerto para llegar a la puerta. Veremos. Es la tercera vez que lo intenta. Le digo que lo vamos a conseguir. El personal del hotel, desesperado, me pide cartas de recomendaci¨®n para poder escapar ellos tambi¨¦n. Se las firmo, aunque s¨¦ que no les van a servir para nada.
Nos montamos en dos coches: en la furgoneta que va detr¨¢s, van Fahima y su familia; en el taxi delantero, Azadeh, su hermano, mi productor y yo.
Aviso a Pablo:
¡ªSalimos para all¨¢.
¡ªOK.
Siete de la tarde. (Carretera hacia el aeropuerto. Kabul). La ruta hacia el aeropuerto est¨¢ abarrotada de coches. Tardamos dos horas en recorrer dos kil¨®metros. Durante el camino, los ch¨®feres se bajan de los autos para fumar y charlar. Ya es de noche. Se oyen tiroteos aqu¨ª o all¨¢. Nos recuerdan hacia d¨®nde vamos. Decidimos ir por un camino m¨¢s largo pero m¨¢s seguro, con menos controles de los talibanes.
Cuando ya no podemos avanzar m¨¢s con los coches, bajamos. Desde ah¨ª, iremos caminando. Empieza lo verdaderamente dif¨ªcil. Vamos andando entre las filas de coches parados. Miro al padre de Fahima, caminando con su bast¨®n. Su familia le repite continuamente: ¡°Podremos hacerlo, podremos hacerlo¡±. Tras unos kil¨®metros, nos topamos con un control talib¨¢n. Est¨¢n como enloquecidos. Llevan palos, porras. No quieren que nadie pase. Algunos est¨¢n montados en los veh¨ªculos militares estadounidenses (los conocidos como humvees). El aire es insoportable porque los talibanes han esparcido gas pimienta que se mezcla con el polvo de la carretera levantado por las filas inmensas de camiones, autobuses y coches. Esperamos.
Veo a Ahmed cada vez m¨¢s cansado, cada vez m¨¢s impaciente. De pronto, desaparece el control. Todo aqu¨ª es as¨ª: loco, brutal, imprevisible, irracional. Los talibanes se van sin que uno sepa por qu¨¦. Tal vez acuden a pelear a otro sitio, porque hay muchos frentes que defender. Con el control libre, pasamos.
Comenzamos a avanzar por descampados y por parcelas de sembrados. Mi productor, no s¨¦ c¨®mo, consigue agenciarse unas carretillas para cargar las maletas. Vamos iluminando el camino con los tel¨¦fonos m¨®viles. Esto consume la bater¨ªa, y necesitar¨¦ el tel¨¦fono para contactar con Pablo m¨¢s adelante. Sin hablar con ¨¦l no lograr¨¦ salir. As¨ª que el tel¨¦fono es vital. Pero no hay otro remedio.
Tenemos que hacer varias pausas por Fahima, muy preocupada por su padre, el viejo Ahmed. Hay discusiones entre miembros de su familia. Algunos dicen que deben continuar. Otros no. ¡°Mi pap¨¢ lo va a hacer: vamos¡±, dice la hija m¨¢s peque?a, la m¨¢s optimista, la m¨¢s confiada.
Doce de la noche. (Canal que rodea el aeropuerto). Hemos llegado al canal que bordea el per¨ªmetro del aeropuerto. Es una especie de foso. Tiene casi tres metros de profundidad. Para seguir hay que bajar estos tres metros, cruzarlo, con las aguas sucias que discurren por ¨¦l a la altura de la cintura, y salvar otros tres metros para salir por el otro lado. En el otro lado est¨¢n ya los soldados estadounidenses, noruegos, canadienses y turcos. Pero para que te ayuden a subir hay que convencerlos. No es f¨¢cil. Hay gente que lleva los papeles en regla. Otros llevan una simple carta de recomendaci¨®n. Los militares no distinguen la mayor¨ªa de las veces y, por regla general, te rechazan. Nos sentamos en el borde del canal aprovechando que a¨²n no hay mucha gente. Hay que pensar qu¨¦ vamos a hacer. Me pregunt¨® si al final me salvar¨¦. Supongo que los otros, tan agotados como yo, se preguntan lo mismo. Se me cae un pa?uelo que llevaba para cubrirme la cabeza y lo pierdo. Y, no s¨¦ por qu¨¦, tal vez por el agotamiento o por la ansiedad, lo juzgo como un signo de mal ag¨¹ero, de que la tenaza se va a cerrar delante de nosotros y no vamos a alcanzar la puerta.
Decidimos avanzar por la noche, a pesar de todo, por el borde del canal hasta donde podamos, siempre en direcci¨®n a la Puerta Abbey. La hija peque?a del viejo Ahmed lo sigue animando, casi le empuja para que siga avanzando. Pero veo que su marcha se debilita y que no va a llegar. Y lo que es peor: nos retrasa a todos. Por el camino nos encontramos con peque?os delincuentes que se te acercan, te preguntan, te sonr¨ªen. Al primer descuido te robar¨¢n lo que sea.
Amanece (jueves 26, seis de la ma?ana) al borde del canal. (En medio de la multitud). A las seis de la ma?ana llegamos a un punto donde no se puede avanzar debido a la cantidad de gente. Nos rodean miles de personas. Est¨¢ amaneciendo. Nos sentamos en el suelo, a esperar, agotados, apoyados en las maletas. Pablo, el militar espa?ol, nos dice que movamos trapos o camisetas rojas de derecha a izquierda por si nos puede localizar, aunque sea a lo lejos. Si es as¨ª, cruzar¨ªamos el canal y los soldados americanos nos podr¨ªan dejar pasar del otro lado. Se lo digo a los dem¨¢s, pero no hacen caso. Les ha ganado cierto fatalismo desmoralizante. Ya no conf¨ªan. Cada vez afluye m¨¢s gente. Los talibanes andan cerca, adem¨¢s. Tenemos que seguir avanzando por el borde del canal, llegar hasta un punto donde Pablo nos pueda ver desde dentro del aeropuerto. Pero es imposible. El militar me escribe por WhatsApp:
¡ª?D¨®nde est¨¢s?
¡ªAqu¨ª en el puente. No podemos llegar al final. Ahora hay mucha m¨¢s gente.
La familia de Ahmed renuncia. Deciden darse la vuelta. Lo que les espera en casa, en Kabul, con la ciudad en manos de los talibanes, no es mejor, en mi opini¨®n, que lo que les rodea ahora. Pero no pueden continuar. Ahmed es incapaz de dar un paso m¨¢s. ?C¨®mo se va a internar entre la multitud, abrirse paso entre ella? Lo peor es que estamos todos tan cansados, tan exhaustos, tan enfadados entre nosotros por echarnos la culpa rec¨ªprocamente del fracaso que ni siquiera nos despedimos. Me quedo con la joven Azadeh, su hermano y mi productor, que me sigue ayudando, que carga con uno de mis bolsos.
Recibo un wasap de Pablo:
¡ªS¨ª, aqu¨ª vemos la torre blanca y roja.
¡ªEstamos en el puente.
¡ªOK. Vamos.
¡ªSi se me corta por falta de bater¨ªa, Azadeh te contacta. Va a agitar un pa?uelo rojo.
¡ªOK.
Pero fracasamos de nuevo. No podemos avanzar. Azadeh y su hermano tambi¨¦n est¨¢n pensando en rendirse. Yo les digo que hay que seguir. Les convenzo y me convenzo yo mismo de que podemos hacerlo. Les hablo. Les digo que hay que empujar, agarrarnos entre nosotros, por los brazos o por la cabeza, ara?arnos si hace falta, no soltarnos por nada del mundo. Y volvemos a tratar de pasar por entre la gente, avanzando por el borde del canal. Unos metros decisivos para que Pablo nos vea, y nos identifique.
Nos internamos entre la masa de nuevo. Entonces veo que mi productor, arrastrado por la gente, se desv¨ªa. Lo pierdo. Y ¨¦l lleva el bolso con las c¨¢maras, los discos duros y el resto del material para el documental que estoy haciendo. Avanzamos unos metros. Llegamos a una zona un poco m¨¢s despejada. Pero les digo a Azadeh y a su hermano que yo me vuelvo a por mi bolso. Que sin mi bolso yo no sigo, que ese material es mi vida.
As¨ª que vuelvo al infierno de gente y de los talibanes que hay detr¨¢s y logro atravesarlo en direcci¨®n contraria. Por un momento pienso que mi productor se ha largado con mi bolso, que me ha robado. Pero no. Simplemente se hab¨ªa ca¨ªdo al canal. Milagrosamente, lo encuentro. Me grabo para registrar el momento. Estoy en el canal, mojado de aguas sucias hasta la cintura. Hay que volver y llegar hasta donde dej¨¦ a Azadeh y desde all¨ª hacer la ¨²ltima intentona para alcanzar a Pablo. Presiento que es la ¨²ltima oportunidad. Le pido al productor que me ayude. Me dice que s¨ª, pero que antes descansemos un poco. Lo hacemos. Reponemos fuerzas bebiendo unos red bull falsos ¡ªque nos saben a gloria¡ª que vendedores callejeros nos ofrecen. Hasta en la ¨²ltima esquina del infierno hay vendedores ambulantes. El productor me pide entonces que ayude a dos mujeres que ¨¦l conoce, una amiga suya y su hermana que est¨¢n a su lado. Que intentemos que alg¨²n pa¨ªs se las lleve. Una de ellas es abogada. Volvemos a entrar y atravesamos la muchedumbre. Consigo llegar al sitio en el que dej¨¦ a Azadeh y a su hermano. Logro, con un cargador de la amiga del productor, conectar mi tel¨¦fono, que se hab¨ªa quedado sin bater¨ªa. Le mando un mensaje a Pablo:
¡ªVamos ahora. Estamos en la antena otra vez.
¡ª Venga. A las siete de la ma?ana lo intentamos.
Siete de la ma?ana. (Borde del canal). Avanzamos, pero no vemos a Pablo, ni ¨¦l a nosotros. Y sin ¨¦l los soldados americanos no nos dejar¨¢n pasar. De pronto me env¨ªa otro mensaje:
¡ª?D¨®nde est¨¢s?
¡ªLlegu¨¦ reci¨¦n. Me par¨¦ en el canal. Pa?uelo rojo. Frente banderas portuguesas.
¡ªOK.
Son las ocho de la ma?ana. Estamos a punto de conseguirlo. Avanzamos por el canal. Las tres mujeres llevan la mochila a la espalda. Azadeh est¨¢ triste. Se acaba de despedir de su hermano, que no podr¨¢ acompa?arnos. Cada vez hace m¨¢s calor. Estamos ya cerca de la Puerta Abbey, donde menos de 10 horas m¨¢s tarde un terrorista con un chaleco con explosivos se suicidar¨¢ matando a decenas de personas. Ahora pienso que yo podr¨ªa haber tardado m¨¢s en llegar, haberme retrasado por cualquier cosa y haber llegado all¨ª en el momento exacto en el que explot¨® la bomba, o el terrorista haberse adelantado 10 horas y coincidir conmigo. Ahora lo pienso. Pero entonces segu¨ªa avanzando, junto a las chicas, determinado a llegar, a ver a Pablo, a terminar de una vez con la pesadilla. Como si me oyera, Pablo me manda otro mensaje:
¡ªEstamos en la bandera de Portugal. Agita la c¨¢mara cuando veas espa?oles.
¡ªEstoy en la bandera de Portugal.
Entonces me vio.
¡ªVen.
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