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Nueva York
Cr¨®nica
Texto informativo con interpretaci¨®n

Viaje en LSD por el cielo de Nueva York

Lo que vuelve a la ciudad excepcional es un tipo de experiencia gratuita, m¨ªnima y sobrecogedora, casi intrascendente y medio oculta, como sortijas que acechan al doblar cualquier recodo ordinario

Una pareja de bailarines ensaya en el Joyce Theater de Nueva York
Una pareja de bailarines ensaya en el Joyce Theater de Nueva York el 5 de octubre.TIMOTHY A. CLARY (AFP)

?Pero yo no he venido a ver el cielo? (Federico Garc¨ªa Lorca)

Unos puertorrique?os felices que beb¨ªan mojito o margarita me preguntaron si padec¨ªa diabetes o si aquello era lo que ellos estaban pensando. Lo segundo, les dije, y se rieron conmigo. Estaba en un bar de Brooklyn, en la alta noche del s¨¢bado 11 de septiembre, justo veinte a?os despu¨¦s de que dos aviones secuestrados por terroristas de Al Qaeda se incrustaran en las Torres Gemelas y calcinaran, desde el sur de Manhattan, el rozagante coraz¨®n neoliberal de Occidente.

Hab¨ªa tomado la l¨ªnea A hasta Fulton St. para llegar all¨ª, un par de cuadras m¨¢s abajo de Atlantic Ave. Le ped¨ª al bartender una cerveza Pilsner y una tijera, un corta¨²?as o alguna navaja peque?a. Me pregunt¨® qu¨¦ quer¨ªa cortar. Regres¨® con una tabla de picar carne y un cuchillo mediano con dientes de serrucho. No puedo hacer mucho con esto, pens¨¦. Por otra parte, ?c¨®mo podr¨ªa rechazarlo? Le pregunt¨¦ d¨®nde cortaba y me dijo que ah¨ª mismo. ?Aqu¨ª? S¨ª, aqu¨ª, y se fue a atender a otro. Abr¨ª el papel aluminio y divid¨ª en cuatro mitades, a duras penas, los dos cartones de LSD para repartir con mis amigos.

Lo que vuelve a Nueva York una ciudad excepcional no son sus c¨®digos inclusivos de placer y tolerancia, el destilado del mundo que dinamiza sus calles, el contrastante bordado sutil con que se trenzan la basura y la lentejuela, pasando por las laboriosas ratas del subway, el humo de las alcantarillas, la suspensi¨®n magn¨ªfica de los puentes, las luces de los edificios diluidas en el agua astillada de los r¨ªos, la publicidad rutilante y los taxis amarillos, o que Nueva York sea el suced¨¢neo exquisito por antonomasia. Un sustituto, en la medida de lo posible, bastante fiel de muchas manifestaciones culturales a cientos de millas de distancia entre s¨ª, y que en Nueva York est¨¢n separadas por unas pocas calles.

Lo que quiero decir es que el segundo mejor Cali, el segundo mejor Abuya, el segundo mejor Bombay, el segundo mejor Se¨²l y el segundo mejor Beirut se encuentran aqu¨ª, y que, al menos los territorios que conozco de primera mano, Nueva York no los convierte necesariamente en bisuter¨ªa folcl¨®rica o galer¨ªa de gestos domesticados, sino que mantienen cierto punto beligerante aut¨¦ntico, cierto ritmo pol¨ªtico de la vida gastada con swing.

Tambi¨¦n el segundo mejor Nueva York se encuentra aqu¨ª, porque el primer Nueva York no existe, pertenece a las pel¨ªculas, a las series de Netflix y a las postales de la pujanza industrial, de las distintas olas migratorias, del trasiego social de los corredores de bolsa y de las actrices, cantantes y cualquier otro famoso de turno parado como si nada en el sem¨¢foro de la esquina. Y lo que vuelve a la ciudad excepcional es, justamente, lo que puede encontrarse solo en ese segundo Nueva York, un tipo de experiencia gratuita, m¨ªnima y sobrecogedora, casi intrascendente y medio oculta, como sortijas que acechan al doblar cualquier recodo ordinario. No es tomar LSD en una fiesta de madrugada, es cortar el LSD en la barra atestada de un bar en penumbras con un cuchillo de chef en una tabla de cocina.

No hab¨ªa visto nunca antes al dealer. Un amigo lo hab¨ªa contactado por Instagram. Segu¨ª tambi¨¦n su p¨¢gina. Resultaba un tanto sospechosa, pero solo basado en las propias m¨¦tricas competitivas o de ¨¦xito de la red social. Ten¨ªa pocas publicaciones y pocos seguidores. Unos v¨ªdeos de grumos de cannabis, una foto de hongos deshidratados y pinturas de Blotterart con un tratamiento entre pagano y l¨²dico de ¨ªconos cat¨®licos. O estaba empezando en el negocio o era un farsante.

Le dije que llegaba unos minutos tarde. No hab¨ªa problema, era paciente, contest¨®. Despu¨¦s me avis¨® que se met¨ªa al ba?o un segundo y describi¨® c¨®mo iba vestido. Collar blanco, ri?onera y un pul¨®ver negro con el letrero ?Fuck Rent?. Se trataba de un chico de San Francisco, un hippie lindo. Rubio, ojos claros, barba desali?ada, menudo. No deb¨ªa llegar a los treinta. Salimos afuera del bar, doblamos la esquina y le entregu¨¦ el dinero cerca de un puesto de comida que un viejo afroamericano hab¨ªa improvisado en mitad de la acera. Nos envolv¨ªa el humo de los pollos al carb¨®n.

Nunca un ¨¢cido me peg¨® tan r¨¢pido. A los diez minutos las luces que refractaba la bola plateada giratoria de la disco me parec¨ªan pastillas de Tylenol trazando c¨ªrculos lentos sobre una carretera de aire, como si estuvieran constantemente baj¨¢ndose de un express way. Tambi¨¦n semejaban una colonia refulgente de insectos anestesiados. Uno detr¨¢s de otro, a la misma distancia, a la misma velocidad, indistinguibles entre s¨ª, produciendo un efecto hipn¨®tico. La rumba en vivo ya se hab¨ªa acabado, una banda formada por cubanos, colombianos, puertorrique?os y chilenos.

La m¨²sica se volv¨ªa una pasta espesa. La gente encallaba en aquel pantano sonoro, se hund¨ªa en un caldero alucin¨®geno donde empezaba a reverberar, como burbujas hirvientes de felicidad, la mermelada negra de un ritmo derretido. Ten¨ªa escalofr¨ªos de calor, no s¨¦ si se entienda. Sonaba ?Rumbero?, tema de Bosq y Nidia G¨®ngora. Se habla mucho del efecto de los colores en el viaje de ¨¢cido, y no tanto, o nada, de los claroscuros, esos contornos o franjas difusas que aparecen en el l¨ªmite de los cuerpos y los objetos, como si se difuminaran un tanto, medialunas marchitas debajo de un ojo ciego.

Era esta una reflexi¨®n que emerg¨ªa de la perspectiva misma del ¨¢cido, as¨ª que no pod¨ªa hacerme cargo de ella una vez los efectos psicotr¨®picos desaparecieran. En realidad, uno quisiera traer consigo esas percepciones durante el regreso a la cordura, pero son las percepciones distorsionadas las que escapan de uno, en fuga hacia otro individuo que comienza su viaje en ese momento y las reclama, puesto que la mirada lis¨¦rgica no pertenece a nadie y hay una cantidad limitada de ellas en el ambiente. Uno se la pone luego de que alguien, no se sabe qui¨¦n, te le ceda, y despu¨¦s uno la devuelve a otro, alguien que tampoco conocemos.

De todas maneras, mientras bailaba siguiendo alg¨²n comp¨¢s extraviado, metiendo sintetizadores ¨ªntimos, la ¨²nica idea peregrina que me interesaba rescatar planteaba que el ¨¢cido no solo funciona para adelante, si es que hay un adelante en el ¨¢cido y no una constelaci¨®n enrevesada de tramos confundidos, sino tambi¨¦n para atr¨¢s, es decir, se produce un efecto similar sobre las horas previas al momento de la ingesti¨®n del cartoncillo.

De tal modo, yo no solo estaba en un viaje cuando sal¨ª del bar y me fui al Caribbean Social Club, aunque nadie lo llame as¨ª y todos lo conozcan por el nombre de su anfitriona, To?ita, una especie de faraona puertorrique?a octogenaria, siempre regia, impert¨¦rrita, los dedos cargados de prendas, las manos de pulsos, el rostro de calma.

Ubicado en Los Sures, se trata del antro m¨¢s c¨¦lebre de Williamsburg y probablemente de Brooklyn. Lleva abierto cuarenta a?os. Ha resistido la gentrificaci¨®n de la zona, y no ha sido absorbido, pero tampoco ha rechazado como un feudo inexpugnable la est¨¦tica h¨ªpster, sino que la ha incorporado de modo natural a su identidad de victrola con salsa, cumbia y reguet¨®n, mesa de billar en medio de la pista y cuerpos encaramados unos sobre otros en una apoteosis de flujos y bellezas raras. La cerveza, sea la que sea, cuesta tres d¨®lares, y hay calderos de arroz con habichuela y carne para cualquiera que no tenga dinero, o que tenga tambi¨¦n, y busque llenarse la barriga.

D¨ªas despu¨¦s, en la jornada de homenaje a la herencia hisp¨¢nica, el rostro de To?ita aparecer¨ªa en una de las inmensas pantallas de Times Square.

Cuando esperaba el Uber de vuelta a casa, al norte de Manhattan, una chica adolescente rebosante de gracia, los ojos verdes pintarrajeados como bruja ben¨¦vola, me regal¨® un cigarro mentolado y me pidi¨® repetidas veces que le encontrara un lugar para bailar. Le pas¨¦ mi botella de Heineken y luego se la arrebat¨¦ aterrado, porque posiblemente no llegaba a los dieciocho. Otro chico dominicano m¨¢s o menos de su edad empez¨® a ven¨ªrsele encima, y un muchacho de Sinaloa se interpon¨ªa entre los dos. Con su gravedad de seda y sus u?as largas pintadas, parec¨ªa, seg¨²n mi amigo gay enchumbado en LSD, un transformista, un travesti. Eran criaturas tersas, poco o nada marcadas a¨²n por el sufrimiento o la decepci¨®n, practicando los rituales inici¨¢ticos de seducci¨®n, flirteo, protecci¨®n y rechazo, cosi¨¦ndose al nervio vivo de la ciudad.

Al moverse por debajo de la l¨ªnea de la adultez, donde los eventos ocurren a manera de ensayo, a¨²n no portaban el veneno que ataca siempre en alg¨²n punto la conciencia de los neoyorkinos y que termina envolvi¨¦ndolos en una suerte de candor astuto. The crowd, pel¨ªcula silente de 1928 que alcanz¨® categor¨ªa de culto, siendo uno de los primeros documentos f¨ªlmicos con la ciudad como protagonista, dice en sus minutos iniciales: ?Cuando John ten¨ªa veinti¨²n a?os se convirti¨® en uno de los siete millones que cree que Nueva York depende de ellos?.

Vista nocturna del barrio Dumbo, ubicado en Brooklyn, con vistas al puente de Manhattan.
Vista nocturna del barrio Dumbo, ubicado en Brooklyn, con vistas al puente de Manhattan.Jeenah Moon

En Hermana muerte, Thomas Wolfe pone las cosas en su sitio ¡ªotra dimensi¨®n figurativa desde un nuevo lugar de enunciaci¨®n¡ª cuando el punto de vista y la voz narrativa del relato lo ocupa Nueva York, que contempla y no es contemplada: ?Soy la ciudad de los diez millones de pasos, la ciudad de los diez millones de rostros¡­ mi vida se compone de las vidas de diez millones de hombres que van y vienen, pasan, mueren, nacen y vuelven a morir mientras yo perduro para siempre, s¨ª, peque?o ser, peque?o ser?.

El chofer hind¨² del Uber, a medida que nos desliz¨¢bamos por el borde de Manhattan, con el East River a la derecha, puso canciones de Daddy Yankee que me remontaron quince a?os atr¨¢s. Nueva York se descompon¨ªa a veces como premonici¨®n serpenteante y a veces como una hilacha de melancol¨ªa. Hab¨ªa un velo, un cristal de aumento que le entregaba nuevos tama?os y sensaciones a cada acontecimiento reciente pasado. El momento de la ingesti¨®n funcionaba como un mirador sobre un valle encharcado de tiempo, un pan¨®ptico desde el que ve¨ªa de manera simult¨¢nea cada experiencia breve o descartable.

Muchas horas antes, en la l¨ªnea A del subway, cuando bajaba a Ground Zero, la zona financiera en la que estaban las Torres Gemelas, una pareja mexicana de m¨¢s de sesenta apareci¨® con guitarra y pandereta y cant¨® un tema de desamor. Ech¨¦ unos d¨®lares en el sombrero de la mujer. Subieron en la parada de la 168 y bajaron en la 145. Por donde mismo salieron, entr¨® entonces una mujer negra en silla de ruedas y quien parec¨ªa su esposo, que la conduc¨ªa.

Apenas arrancaba la tarde. Los mir¨¦ fijamente. Algo estropeado hab¨ªa ah¨ª. ?l llevaba gorra de los Yankees, camisa de cuadros y, por decir lo menos, un trastorno narcol¨¦ptico. Daba cabezazos. La mujer vest¨ªa pantal¨®n de camuflaje, una chaqueta verde oscura y rend¨ªa, con pesadumbre, su cabeza en la palma de la mano izquierda. El codo como punto de apoyo en el brazo de la silla de ruedas.

En la pareja de mexicanos, el hombre tambi¨¦n vest¨ªa una camisa de cuadros y una gorra de los Yankees. Sobresal¨ªa su pelo hirsuto, sus canas morenas. Esa coincidencia me llev¨® a establecer otra, muy sencilla y elemental, si se quiere, pero que me pareci¨® reveladora. En ambos casos, quienes transmit¨ªan sufrimiento eran las mujeres, pero no el sufrimiento individual y autocompasivo, que es algo que los hombres han convertido en su oficio principal, sino un sufrimiento que las exced¨ªa y los inclu¨ªa a ellos, un sufrimiento general por el conjunto o la multitud que armaban ambas parejas deshechas. Algo escasamente neur¨®tico y s¨ª profundamente muscular, como una fatiga psicosocial.

El marido se separ¨® y la mujer de la silla de ruedas empez¨® a llorar con discreci¨®n. Ente espasmo y espasmo se tragaba las l¨¢grimas con sorbos t¨ªmidos y escond¨ªa el rostro en un ala de la chaqueta. El marido quiso bajarse en Columbus Circle por otra puerta del vag¨®n. Ella le grit¨® madafaka, ¨¦l le dijo que lo dejara solo, ella hizo un gesto de desprecio con la mano y luego, con la mirada, nos pidi¨® disculpas a los dem¨¢s. El marido finalmente sigui¨® y ambos se quedaron en Penn Station.

Siempre me he llenado la boca para decir que lo que distingue a Nueva York ¡ªpero, ?lo que la distingue de qu¨¦?¡ª es que se trata de una ciudad donde la gente elige estar, ning¨²n determinismo antecede la voluntad propia de sus habitantes, pero algo as¨ª evidentemente es siempre falso, incluso trat¨¢ndose de Nueva York.

En la salida del subway la publicidad anunciaba un concierto de Twenty One Pilots, una marca de lencer¨ªa llamada Understance y un documental de Spike Lee para HBO sobre el 9/11. Otra pantalla dec¨ªa: ?Remembering those we lost?, con una postal de la noche de Manhattan de fondo y un tren de la l¨ªnea C en primer plano, trazo borroso de velocidad.

La calle estaba cargada de polic¨ªas y las intersecciones en la zona respond¨ªan a nombres como Church St. and Liberty St. Hab¨ªa filas en distintos lugares, diferentes entradas no s¨¦ bien ad¨®nde, porque, quiz¨¢ como justificaci¨®n por la impaciencia y una curiosidad muy acotada, he decidido que ninguna experiencia que est¨¦ ubicada despu¨¦s de una fila vale la pena. Hay un terror at¨¢vico en ese tipo de espera.

El memorial a las v¨ªctimas del 9/11 son dos piscinas de sesenta y cuatro metros cuadrados en el lugar donde se levantaban los edificios. Por sus paredes color piedra corre un agua constante en forma de cascada. Abajo, un cuadrante de luz recorre sus bordes. En la noche, esa luz proyecta l¨ªneas radiantes que se recortan contra el cielo embetunado de Manhattan y trazan o bien el esp¨ªritu insepulto de la tragedia, o bien el fantasmag¨®rico esqueleto de las torres.

Un paraguas rojo en el memorial de Nueva York por las v¨ªctimas del 11 de septiembre.
Un paraguas rojo en el memorial de Nueva York por las v¨ªctimas del 11 de septiembre.TIMOTHY A. CLARY

En el centro de la piscina hay otro cuadrado todav¨ªa m¨¢s profundo, un hueco negro que se chupa el agua de la misma manera que la muerte se chupa los cuerpos. Con tranquilidad y magnificencia, sin m¨¢s instrumento que la imperturbabilidad de las leyes f¨ªsicas. Las barandas de los monumentos traen impresas los nombres de las v¨ªctimas. Hab¨ªa flores de muchos tipos, fotos, dibujos, banderas, un prendedor que dec¨ªa: ?9/11 Never Forget?.

Un muchacho de veinticuatro a?os, oriundo de Chicago, rezaba con un rosario entre sus manos, los ojos humedecidos. El pelo ensortijado, la barba rala, jeans de mezclilla y pul¨®ver rojo de cuello. Tra¨ªa una botella de agua en el bolsillo trasero del pantal¨®n. Le pregunt¨¦ su nombre, pero lo olvid¨¦. No me import¨® mucho, ya que no hay nada que diga menos de alguien que su nombre. Me dijo que un t¨ªo suyo casi hab¨ªa muerto el d¨ªa del atentado, pero, como si supiera que ese incidente no justificaba del todo un estado de ¨¢nimo tan afectado como el suyo, explic¨® que se estremec¨ªa por lo que hab¨ªa sucedido a partir de ese d¨ªa, la manera en que el atentado cambi¨® las cosas, atizando todav¨ªa m¨¢s el odio al otro.

Parec¨ªa un chico noble, emocionado por su propia visi¨®n ecum¨¦nica de las cosas, y completamente impactado ante las evidencias m¨¢s demoledoras: que Iv¨¢n Antonio P¨¦rez, Thomas J. Fisher y Maurita Tam no se conoc¨ªan, ven¨ªan de lugares distintos, hab¨ªan muerto a la misma hora, presas de la misma desgracia, y ahora sus nombres estaban uno encima del otro, atados sin posibilidad de disoluci¨®n en la liturgia p¨®stuma que gente como ¨¦l segu¨ªa dispuesto a ofrecerles.

Un rato despu¨¦s, cuando le dije que era de Cuba, me respondi¨® entusiasmado que un amigo suyo hab¨ªa lanzado una botella desde las costas de la Florida, que alguien en la isla la hab¨ªa recogido a?os despu¨¦s, y que su amigo hab¨ªa ido entonces a visitarlo. Sin propon¨¦rmelo, todo lo que el chico me hab¨ªa dicho hasta entonces dej¨® de tener sentido. Sal¨ª de all¨ª espantado.

Hab¨ªa un periodista que transmit¨ªa en vivo para una cadena ¨¢rabe, bomberos retirados, familias en pleno, m¨²sicos de ceremonia, proselitistas cristianos, una hemorragia de fot¨®grafos entre profesionales y amateurs captando la solemnidad porosa, y un grupo de protesta m¨¢s bien min¨²sculo que dec¨ªa no creerse nada, convencidos de que el atentado fue un auto sabotaje.

El rango de capitalizaci¨®n de la tragedia era amplio. Se trataba de un acontecimiento que pod¨ªa traducirse como una afrenta al patri¨®tico esp¨ªritu blanco de Am¨¦rica, a su idiosincrasia imperial, o como un ataque a la capital de las ciencias y las artes del mundo, la estocada terminal al trasiego cosmopolita de una ciudad que se encuentra m¨¢s cerca de tantas otras ciudades regadas por ah¨ª que de casi todos los enclaves, urbanos o rurales, de su propio pa¨ªs. Alguien que va de Buenos Aires, Tokio o El Cairo a Nueva York, recorre menos distancia vital que alguien que lo hace desde North Carolina o Arkansas.

Hab¨ªa se?ores con banderas de barras y estrellas y carteles con el lema de los d¨®lares: ?In God We Trust?. Hab¨ªa tambi¨¦n un festival de caras diversas rindiendo su luto particular, aunque sin ning¨²n estandarte visible, pues la disoluci¨®n de las razas no genera ni ¨ªconos ni emblemas conocidos, sino coreograf¨ªas que, del mismo modo que se manifiestan, se deshacen, y uno solo las puede percibir como rostros fugaces que se revelan en el baile de m¨¢scaras de la muchedumbre.

Por debajo de los distintos registros del discurso hist¨®rico, la muerte. Cuando supo que no ten¨ªa escapatoria, el pasajero Brian Sweeney, vuelo United Airlines 175, le envi¨® a su esposa aquel 11 de septiembre un ¨²ltimo mensaje de voz: ?Hola Julie, soy Brian. Ah, escucha¡­ Estoy en un avi¨®n que ha sido secuestrado. Si las cosas no van bien, y las cosas no est¨¢n yendo bien, quiero que sepas que te amo profundamente (¡­) Te ver¨¦ cuando llegues aqu¨ª. Te amo enormemente. Adi¨®s, nena, espero llamarte?.

El mensaje de Brian estaba dicho desde la muerte como circunscripci¨®n, una casa de la que no tuvo que enviar las coordenadas porque la viuda Julie, que a¨²n debe vivir, va a saber encontrarla en su momento sin ayuda de nadie. ?Te ver¨¦ cuando llegues aqu¨ª?, anunci¨® Brian, un sitio al que entr¨® despu¨¦s de los puntos suspensivos. ?Ah, escucha¡­? dice, y ah¨ª se desliza al otro lado casi con desd¨¦n, a merced ya de la voluntad suicida de los terroristas.

Los puntos suspensivos tienden un manto de discreci¨®n sobre la tragedia y el p¨¢nico, el novio evitando que la novia cargue por el resto del tiempo ¡ªtiempo que para ¨¦l se clausura dr¨¢sticamente¡ª con el gramaje expl¨ªcito de su sufrimiento. No hay enga?o en el mensaje de amor de un muerto, porque un muerto ya no busca ni exige nada. Tampoco merece. Algo parec¨ªa quedar claro. Es en la vida donde ¨²nico puede uno hablar para siempre. La muerte no se acaba nunca, cierto, pero el tiempo y el espacio con que un muerto dispone para hablar, antes de que nadie lo escuche, son limitados.

El punto desconcertante del 9/11 era justo aquel que le usurpaba el tono a la voz narrativa del libro de Thomas Wolfe, porque ya no se trataba de la muerte implacable, justa por su inevitabilidad, que Nueva York le daba de propia mano a los neoyorkinos, sino de la muerte que otros les tramitaron a los neoyorkinos a trav¨¦s de su propia ciudad, matando tambi¨¦n a Nueva York por primera vez, de paso.

Del memorial a las v¨ªctimas me fui a un concierto del saxofonista Yosvany Terry en The Jazz Galery, un sal¨®n min¨²sculo y elegante ubicado en el quinto piso de un edificio de Broadway y la 27. Un entusiasmo el¨¦ctrico recorr¨ªa el lugar, que reabr¨ªa aquella tarde sus puertas al p¨²blico luego de la exasperante noche de la pandemia. La emoci¨®n no era gratuita, ya que muchos sitios hab¨ªan cerrado durante el largo apag¨®n social.

Luego mis amigos fueron a cenar a Koreatown. Yo le compr¨¦ por doce d¨®lares dos Hot Dog y una Coca Cola a un pakistan¨ª de la calle y me sent¨¦ en una esquina cualquiera a ver la gente pasar. Faltaba poco ya para irme a la rumba y encontrarme con el dealer hippie.

Expresiones de vida por todas partes, hogueras ef¨ªmeras. Aparec¨ªan y desaparec¨ªan. Como James Murray en The crowd, tambi¨¦n pensaba que la ciudad depend¨ªa de m¨ª. ?Qui¨¦n era yo para no creerlo, para no entregarme a la equivocaci¨®n? No pod¨ªa escapar de la hiperconciencia que significa desandar Nueva York, pero eso implica necesariamente un desplazamiento del yo, un descanso de la hiperconciencia de uno.

Los pasos en la calle, melod¨ªas viscosas, un hormigueo entrecruzado, el ingl¨¦s pendenciero chapurreado sin respeto por quien sea. Un sitio donde lo ¨²nico rid¨ªculo es que algo te parezca rid¨ªculo. En Brooklyn, un artista de mi provincia hizo un cartel que dec¨ªa: ?Al final la ra¨ªz rompe el concreto?.

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