El exilio cubano a bordo de un cami¨®n
El escritor Carlos Manuel ?lvarez y su padre, un m¨¦dico que sali¨® de Cuba hace siete a?os, recorren Estados Unidos en un cami¨®n. En esa traves¨ªa dist¨®pica a trav¨¦s de 17 Estados, el experimento fallido del castrismo vuelve como un espectro, como nostalgia de lo que no sucedi¨®
Hay excrementos de p¨¢jaros e insectos incrustados en el cristal del cami¨®n, que avanza a la velocidad de la mercanc¨ªa. Gasolineras, sem¨¢foros, se?ales de tr¨¢nsito, canales artificiales de agua dormida. A fines de mayo, la luz brusca de la tarde se desparrama sobre el asfalto de Miami, dibuja la sombra cambiante de los objetos y los ¨¢rboles y convierte en espejos las superficies pulidas. Salimos hace unos minutos de la yarda. Hab¨ªa m¨¢s camiones parqueados, algunos sin tr¨¢iler. Poco movimiento, el aire sucio de la primavera.
Mi padre viste pantal¨®n deportivo, chancletas de goma, su¨¦ter gris, un aud¨ªfono en la oreja derecha. Es calvo, la barba ya blanca, sus lentes de miope, los ojos verdes y tristes. Se llama Manolo, tiene 58 a?os y vive en Estados Unidos desde 2014. Era m¨¦dico en Cuba, luego ha sido cualquier cosa. Estuvo en la construcci¨®n, despach¨® equipos de refrigeraci¨®n, tumb¨® cocos, construy¨® yates, y desde hace dos a?os logr¨® sacar la licencia para manejar cami¨®n y recorrer el pa¨ªs de lado a lado, trasladando cargas que la mayor parte de las veces no sabe ni qu¨¦ son. Se trata de un oficio duro que se paga bien, cincuenta centavos la milla, el primer oficio donde mi padre podr¨¢ ver algo de dinero en su bolsillo.
Es un hombre que no entiende el capitalismo, al que el capitalismo le molesta. Fue educado para otra cosa, crey¨® en el comunismo, lo enga?aron. Desconoce el cinismo y la competencia, y lleg¨® a Miami cuando ya no pod¨ªa echar abajo las bases sentimentales con las que hab¨ªa sido construido. Cuando no est¨¢ en la carretera, bebe ron en las noches, acodado a una mesa pl¨¢stica en un patio discreto.
Los libros de los que me habla los ley¨® hace muchos a?os, los sucesos que le interesa recordar ocurrieron en lugares de humo, sin ning¨²n v¨ªnculo directo con el presente, las ideas por las que apost¨® resultaron ser otra cosa, y su memoria est¨¢ poblada de muertos o de personas que no sabe qu¨¦ se hicieron. ?l es eso mismo para mucha gente: una sombra que no se sabe qu¨¦ se hizo. No tiene interlocutores, es mi amigo, y me parece alguien condenado al silencio, que habla un idioma extinto.
Forcejea con la caja de velocidades. Le pregunto si est¨¢ nervioso o tenso. ¡°Siempre¡±, dice, ¡°no es f¨¢cil manejar un tareco de estos¡±. Desde hace apenas diez semanas conduce solo, antes hac¨ªa team driver. La primera carga hay que recogerla en Fort Lauderdale, al norte de Miami. Tomamos la I-95, una carretera que arranca en la Florida y muere en Canad¨¢, y luego el Turnpike. Son las 14:30. Vamos un tanto retrasados. Entramos contrario, por una calle que dice: ¡°No Trucks¡±. La se?al funciona de una manera distinta a s¨ª misma. Si dice ¡°No Trucks¡±, en verdad quiere decir que los camiones no deber¨ªan coger por ah¨ª, pero que t¨¦cnicamente podr¨ªan. No hay prohibici¨®n donde no hay posibilidad.
Parquear es lo m¨¢s dif¨ªcil. Mi padre se baja a cada tanto, mira algo, vuelve a subir, maniobra un poco, se baja de nuevo. Debe adaptar el sentido a una bestia automotriz marca Freightliner de dieciocho gomas y treinta mil d¨®lares, cuyo tr¨¢iler mide cincuenta y tres pies (unos 16 metros). Lo parquea con relativa facilidad en la l¨ªnea de una de las compuertas del almac¨¦n.
La realidad nos llega de segunda mano. Alguien la estren¨® y luego nos la presta, tiene olor de uso. Igual nos la ponemos. Los pelos se me salen por fuera de la gorra. Mi hermana llama desde Cuba y mi padre mira a su nieta de un a?o en la pantalla del celular. Ah¨ª encuentra consuelo, entretenimiento, gasolina emocional para el recorrido. La mercanc¨ªa cae y estremece el cami¨®n. Nos despacha Derek, afroamericano rechoncho de bata blanca y nailon en la cabeza. Trabaja para Nutranext, compa?¨ªa que fabrica, distribuye y comercializa productos de suplementos diet¨¦ticos y nutricionales. Mi padre firma los papeles de entrega y anota la direcci¨®n a la que vamos: 1353 Baker Court, Lexington, Kentucky.
Es lunes, cuatro de la tarde. Miro el GPS del cami¨®n y marca quince horas y veintinueve minutos hasta nuestro destino, mil ochenta y tres millas de distancia: unos mil setecientos cuarenta kil¨®metros. Mi padre llena desde ya el Log Book, una agenda que los polic¨ªas del Departamento de Transporte revisan para comprobar que los choferes han descansado las horas necesarias. Ning¨²n camionero puede manejar m¨¢s de doce horas seguidas, y, si llega al l¨ªmite, entonces luego debe descansar diez. Pr¨¢cticamente todos violan la regla, porque este negocio se trata de hacer la mayor cantidad de millas en el menor tiempo posible.
La pulsi¨®n oculta no la reconoce la ley formal, pero s¨ª el capital, que es la ley real. Para que los paquetes de Amazon Prime lleguen a la puerta de tu casa tan solo en veinticuatro horas, hay gente all¨¢ afuera que tiene que hacer cosas indebidas. Esa eficiencia no es posible dentro del orden legal. Incluso hay choferes que fuman cristal o meten coca para resistir m¨¢s tiempo. ?Cu¨¢nto le debe el ritmo del capitalismo acelerado a las sustancias qu¨ªmicas que hacen que tantos obreros de tantos rubros puedan sostener ese paso de caminadora, dopados sobre una estera que avanza cada vez m¨¢s r¨¢pido, m¨¢s fuerte, m¨¢s arriba? Entre las muchas variables en las que se puede medir la desigualdad, la velocidad es una de ellas. El atletismo y el ciclismo est¨¢n llenos de historias de superaci¨®n de gente pobre que hizo del calvario laboral una fuente de entrenamiento, mientras la oligarqu¨ªa es esencialmente sedentaria y moralmente obesa.
Mi hermana llama desde Cuba y mi padre mira a su nieta de un a?o en la pantalla del celular. Ah¨ª encuentra consuelo, entretenimiento, gasolina emocional para el recorrido
Mi padre solo toma caf¨¦ y fuma Marlboro negro. Su cigarro preferido es el H. Uppman, pero de esos no hay fuera de Cuba. Una sola vez, en Toronto, fum¨® marihuana y se desmay¨®. Su sentido de la disciplina y sus m¨¦todos sencillos lo mantienen a salvo. Cuando llega el sue?o, descansa de inmediato. ¡°Cada vez que salgo me encuentro un cami¨®n bocarriba por ah¨ª¡±, dice. No creo que a ¨¦l le vaya a pasar algo similar en ning¨²n momento. Jam¨¢s lo he visto rizar el rizo, salvo en asuntos de pol¨ªtica nacional.
Llegado ese tema, me doy cuenta de que es un hombre que vivi¨® dentro de un laboratorio ideol¨®gico. El lenguaje se vuelve una bola de estambre. Si lo desenredas, lo vuelve a enrollar. Es necesario que la palabra oculte para que todo sea m¨¢s o menos soportable. En ¨²ltima instancia, dice, ya solo le interesan sus hijos. ¡°Me preocupa que te vayas a aburrir¡±, comenta. ¡°En el viaje por lo general no pasa nada¡±. Le contesto que no me voy a aburrir. Es muy probable incluso que haya venido justo porque no pasa nada. Adem¨¢s, ?qu¨¦ cosa es que pase algo?
En un plato desechable me sirvo arroz congr¨ª, carne de lata y pl¨¢tano fruta. Quer¨ªa comprar unos pasteles de guayaba, pero no me dio tiempo. Una vez, comprando pasteles en el restaurante Versailles, la tribuna preferida del exilio cubano en Miami, escuch¨¦ a un viejo decir en el parqueo la palabra carajo. Luego subi¨® a su auto y se march¨®.
Fue extra?o y emocionante. La palabra giraba como una pelusa inquieta y no se dilu¨ªa del todo. Quiero decir que la segu¨ªa oyendo, quiz¨¢ porque no pod¨ªa explicar de qu¨¦ modo hab¨ªa sido pronunciada. Hubiera tenido que adentrarme en el acento o la dicci¨®n, zambullirme en el lenguaje como quien se mete debajo del cami¨®n a zafar o reemplazar no s¨¦ qu¨¦ pieza da?ada o gastada.
Se trataba, me atrevo a decir, de una manera prerrevolucionaria o republicana del acento, una manera clase media criolla, burgues¨ªa venida a menos desde un sitio previo ilusorio e inexistente, una manera dril cien y salidas dominicales al liceo municipal. Su tono no era afectado o estirado, sino contundente y lleno de color, una coda costumbrista o vern¨¢cula que en el destierro hab¨ªa adquirido su verdadero sentido tr¨¢gico.
Entre las muchas variables en las que se pueden medir los distintos tipos de exilio, el acento es una de ellas, y quiz¨¢ la m¨¢s fiel, la menos maleable
Inmediatamente pens¨¦ en mi abuelo materno, muerto hace ya muchos a?os, enemigo de Castro desde el d¨ªa uno. Cre¨ª recordar, pero qui¨¦n sabe, que as¨ª pronunciaba ¨¦l la palabra carajo, alguien que hablaba de tubey o tribey, l¨¦xico de b¨¦isbol que ya nadie usa. Me percat¨¦ de que no hab¨ªa escuchado m¨¢s su pronunciaci¨®n. Despu¨¦s pens¨¦ que a lo mejor nunca la hab¨ªa escuchado en lo absoluto.
Reconocer un lenguaje justo por no haberlo o¨ªdo jam¨¢s. Ciertas palabras dichas con cierto dejo, las formas espec¨ªficas e intransferibles en que cierto dolor, ciertas p¨¦rdidas, ciertas nostalgias y derrotas fueron masculladas y padecidas. Entre las muchas variables en las que se pueden medir los distintos tipos de exilio, el acento es una de ellas, y quiz¨¢ la m¨¢s fiel, la menos maleable.
Mi padre habla como se hablaba en los a?os de oro del castrismo. Con impulso, comi¨¦ndose vocales, de un modo muchas veces estent¨®reo. Gente que se tragaba todo. No se ha visto a nadie que hable de ¨¦pica y revoluci¨®n de manera melanc¨®lica, y con seguridad ah¨ª reside buena parte de las razones del fracaso. Yo, como cualquiera de mi edad, hablo de esa misma manera, pero en un sentido ideol¨®gico aparentemente distinto, es decir, vomitando lo que otros se comieron. Son los ciclos digestivos de la historia.
A las siete y treinta y cinco de la noche paramos en un Pilot en Fort Pierce a echar di¨¦sel. Hay delante una larga fila de camiones. Estas gasolineras tienen siempre una tienda para choferes interestatales. Casetas achatadas de color terroso, algo que puede ensamblarse en cualquier parte porque no pertenece a ninguna.
Afuera, neveras con bolsas de hielo. Adentro, comida chatarra, gaseosas, cigarrillos, un estante de herramientas, otro de gafas de sol a dos por quince d¨®lares y bisuter¨ªa local. Cabezas artesanales de cocodrilos con la boca abierta y collares con pezu?as o dientes de caimanes. A medida que avancemos por el pa¨ªs, solo ese rinc¨®n va a variar de producto. En Georgia, pul¨®veres con ¨¢guilas imperiales, bandera gringa y letreros que dicen ¡°Home the Brave¡± o ¡°1788¡å, el a?o en el que el Estado, el primero del sur, empez¨® a formar parte de la Uni¨®n. En Texas, souvenires de herraduras o sombreros de cowboy.
La variaci¨®n se produce dentro de un concepto fijo, necrosado: el exotismo conservador, por lo que, al cabo, en los truck stop ning¨²n estante se parece tanto entre s¨ª como esos que ofrecen objetos diferentes. La uniformidad de los ambientes y la l¨®gica econ¨®mica cerrada del territorio en los pueblos intrincados de Estados Unidos hace pensar que el capitalismo rural gringo esconde el deseo at¨¢vico de reproducir el paisaje comunista, la serializaci¨®n de la atm¨®sfera, las costumbres y el acceso a la mercanc¨ªa. Tantos productos distintos, pero indistinguibles unos de otros, ahogan la mirada en un mar chill¨®n de colores insoportables que, ante la falta de tiempo, no permite elegir sino al azar, otro nombre de la obligaci¨®n.
Cuando triunfas en el capitalismo, el capitalismo te premia justamente con su ausencia, la singularidad privilegiada que supone no someterte a sus leyes. Hay que ganar el juego del capital para escapar de ¨¦l. Amigos trabajadores de Google me hablan de las pr¨¢cticas colaborativas, los derechos establecidos, las relaciones horizontales y el peso de la voz coral en las decisiones tecnol¨®gicas de la empresa. La mega corporaci¨®n funciona como un pa¨ªs, genera en sus trabajadores ese tipo de sentimiento, y los indios, chinos, pakistan¨ªes, europeos o latinoamericanos que pertenecen ah¨ª dejan de ser lo que han sido y se convierten en ciudadanos de Googlelandia.
En los truck stop no solo los productos en venta est¨¢n sometidos a la homogeneizaci¨®n est¨¦tica consustancial al valor de mercado inferior a los veinte d¨®lares, sino que los individuos tambi¨¦n sufren esa suerte de segmentaci¨®n r¨ªgida, escandalosamente incorporada como algo natural y, a la larga, sumamente peligrosa por su reserva intacta de rencores, autoconmiseraci¨®n y rid¨ªculo mesianismo inducido. La rabia de estos sujetos blancos despreciados puede desatar ¡ªtal como vimos con Trump, y ese no fue siquiera, por m¨¢s que los estadounidenses prefieran verlo as¨ª, el peor de los escenarios posibles¡ª los nudos fascistas enquistados en la piel lechosa del pa¨ªs.
El joven obeso y diligente que encontrar¨¦ un par de d¨ªas despu¨¦s en Shelbyville, Tennessee, es el arquetipo de los vendedores apostados en lugares perdidos de la ruta. Gente callada que no sostiene la mirada, lentos en sus desplazamientos laterales, y que han llegado a esa estaci¨®n ¨²ltima del cuerpo despu¨¦s de haberse embutido durante a?os de lo mismo que despachan: cu?as de pizza recalentadas, hamburguesas con ketchup, refrescos y energizantes.
Frente al ba?o hay una pesa. Cuesta veinticinco centavos pesarse, un quarter, sea cual sea el peso que tengas. ¡°Accurate Weight¡±, ¡°Check Your Weight¡±, y tambi¨¦n, como a?adido, ¡°Today?s Lucky Lottery Number. Plus Your Daily Personal Message¡±. Miro la pesa con detenimiento, intentando encontrar algo que no voy a hallar. Dibujos de palmeras y un sol al atardecer que se oculta detr¨¢s de un promontorio ba?ado por su luz naranja. De la misma manera, hay m¨¢quinas expendedoras. Objetos que van a permanecer en su lugar incluso cuando la tienda sea completamente abandonada, piezas inservibles que solo pueden adquirir su belleza y sentido plenos en el abandono o la destrucci¨®n.
Por el audio principal pasan Bitter Sweet Symphony. Salgo del sitio. Mi padre le ha echado al tanque del cami¨®n ciento treinta y dos galones de di¨¦sel, unos cuatrocientos cuarenta d¨®lares. Ahora limpia los espejos con escobill¨®n. Agarro el recipiente de cinco litros en el que ambos orinamos dentro de la cabina. Camino hasta el c¨¦sped, lo vierto. En la cerca perimetral, un cartel advierte tener cuidado con los cocodrilos y las serpientes. Olor a amon¨ªaco o a lo que sea que huela la orina concentrada.
¡°Las mejores carreteras del pa¨ªs est¨¢n en la Florida¡±, dice mi padre, ya en la ruta. La noche se desliza dentro de la cabina, nos envuelve y desaparecemos. La luz delantera del cami¨®n abre en la oscuridad una zanja difusa. Dentro de ese ritmo tedioso, que parece no acabar nunca, sucede un asombro infinitesimal. Horas id¨¦nticas. Hay algo que el recorrido se traga a una velocidad que nos hace imposible asimilarlo.
El arquetipo de los vendedores en ruta es gente callada que no sostiene la mirada, lentos en sus desplazamientos, y que han llegado a esa estaci¨®n ¨²ltima del cuerpo despu¨¦s de haberse embutido durante a?os de lo mismo que despachan: cu?as de pizza recalentadas
El cami¨®n tiene diez velocidades. A partir de la quinta, hay que apretar un bot¨®n para seguir acelerando. Algunos alcanzan las ochenta millas, pero el due?o del Freightliner puso el tope a setenta. No le gusta que sus choferes corran. Mi padre habla con ¨¦l. Le explican algo as¨ª como la correlaci¨®n entre motor, transmisi¨®n y diferencial.
Una cortina de hule separa los asientos de los estantes para los v¨ªveres y la litera de la cabina. Trajimos arroz, caf¨¦, carne enlatada, salchichas, pl¨¢tanos, yogurt, bistecs de cerdo, spaghetti, queso, huevo, pollo, aceite, cebolla, aj¨ª, tomate, pepino, una olla arrocera, una nevera de picnic y un convertidor de corriente.
La parte de arriba de la litera no tiene colch¨®n, por lo que tenemos que dormir juntos abajo, aunque tratamos de no coincidir; de ah¨ª que, como mi padre es quien ¨²nico maneja, yo pase muchas horas en silencio, detenido en cualquier parte en mitad de la noche.
Buscamos parqueo y no encontramos. Al borde de la carretera descansan muchos camiones, como miembros extraviados de una manada antediluviana. Estaciona el primero, y luego otros se van arrimando paulatinamente, hasta completar un grupo lo suficientemente nutrido. Hay algo vivo, sacrificial, en los camiones. Tienen una administraci¨®n del tiempo particular. Est¨¢n hechos para la noche y la carretera desierta, donde avanzan m¨¢s. Descansan a la intemperie, con los cielos abiertos de Estados Unidos engull¨¦ndose el ruido de los motores encendidos, convirti¨¦ndolos en chasquidos insignificantes, traslad¨¢ndolos al concierto de las proporciones astrales.
Una cortina de hule separa los asientos de los estantes para los v¨ªveres y la litera de la cabina. Trajimos arroz, caf¨¦, carne enlatada, salchichas, pl¨¢tanos, yogurt, bistecs de cerdo...
El cami¨®n se entiende en la inmensidad, en p¨¢ramos in¨¦ditos, incluso feos. Hay cientos de miles trasegando constantemente como una incansable colonia de insectos a lo largo del pa¨ªs, pujantes y vigorosos, haciendo que este monstruo imperial y exc¨¦ntrico, este experimento absolutamente deslumbrante de la modernidad funcione con regularidad y haga funcionar al resto del mundo. El cami¨®n conserva a¨²n el aura de un empleo y una t¨¦cnica industrial en un mundo posfordista. En un universo especulativo, se entiende como una actividad que transcurre por debajo. Pero, ?por debajo de qu¨¦? ?Acaso por debajo de la mirada de la publicidad cotidiana? Solo despu¨¦s de subirme a un cami¨®n he visto lo que siempre ha estado ah¨ª. M¨¢s camiones por todas partes, m¨¢s gasolineras para camiones, m¨¢s dormitorios para camiones.
Mi padre finalmente encuentra en un Pilot un hueco disponible, pero no est¨¢ seguro de saber meterse en ¨¦l. La imagen se desprende sola: un reba?o agotado reposa en colonias especialmente equipadas para ellos dentro de la jungla de cemento. El movimiento del cuello del cami¨®n, la luz alumbra la yerba. Aun detenidos, los motores no se apagan para que el aire acondicionado siga funcionando.
Busco el ba?o de la tienda, es casi medianoche. He visto esta escena anteriormente. Filme pirateado para s¨¢bado buc¨®lico. Estados Unidos ha empaquetado su propio terror ver¨ªdico y lo ha exportado luego como memoria ficticia y banal. Se escucha November Rain. El pop rock coloniza los truck stop. Un canal de noticias en la televisi¨®n. Un tipo sentado solo en unas sillas al fondo del local, veterano de alguna guerra, quiz¨¢ la guerra del letargo y el entumecimiento. La comida tiesa, el vendedor aburrido, un derroche de luces. Ahora estoy en ese momento de las pel¨ªculas en el que est¨¢ a punto de suceder alguna cosa. Un desquiciado nos pasa a todos a cuchillo porque s¨ª.
Compro pasta dental y salgo al ¨¢rea de parqueo. Camino hasta una esquina y me acomodo frente a una caseta de limpieza que me devuelve un poco de seguridad. Informaciones de horarios, una oficina vac¨ªa, conos de tr¨¢nsito y tanques de combustibles. ?Por qu¨¦ la noche vuelve todo tan extraordinario, tan falsamente intenso y desgastante? Paso mucho tiempo ah¨ª. Recortados contra la oscuridad, en lo alto de un poste que no se ve, dos carteles ne¨®n de Denny?s y Flying. Rojo, blanco y amarillo. Parecen flotar en una vasta sustancia oleaginosa, como estrellas reflejadas en un charco espeso. La primera imagen, el cuerpo celeste de los anuncios. Me devuelvo a la cabina.
Hay algo vivo, sacrificial, en los camiones. Tienen una administraci¨®n del tiempo particular. Est¨¢n hechos para la noche y la carretera desierta, donde avanzan m¨¢s
Busco la bolsa de medicamentos. Las pastillas de mi padre son dos frascos de Lisinopril y uno de Timolol. Es hipertenso y padece glaucoma. Esa es la raz¨®n principal por la que sus ojos apagados transmiten frecuentemente desolaci¨®n. No solo porque est¨¦n expresando algo sobre la persona, sino sobre s¨ª mismos: la conciencia de que la ceguera los acecha. Yo cargo con un frasco de Sertralina y otro de Quetiapina, un antipsic¨®tico que me pone a dormir de inmediato y me llena el sue?o de im¨¢genes d¨ªscolas y sucesos entre absurdos y solemnes, mezclando gente y situaciones en lienzos n¨ªtidos que no tienen traducci¨®n dentro del sopor diurno ni ning¨²n sistema de signos racional puede representar.
Cuatro meses atr¨¢s, despu¨¦s de cuarenta y ocho horas de insomnio gracias a la metanfetamina, me embarg¨® la obsesi¨®n de que hab¨ªa olvidado c¨®mo se dorm¨ªa, de que hab¨ªa borrado por completo el aprendizaje muscular de abandono y sosiego. Mis impresiones no eran del todo falsas. Me sent¨ªa como un b¨²caro que, despu¨¦s de caer al piso, le hubieran pegado los fragmentos rotos y no se pudiera mover mucho o nada porque el pegamento todav¨ªa estaba h¨²medo.
Ya no pod¨ªa, como sol¨ªamos hacer, acompa?ar a mi padre la madrugada entera y conversar sobre los asuntos que fueran apareciendo, que siempre son los mismos. Las personas se quieren no cuando pueden conversar todo el tiempo sobre cosas nuevas, ya que la compa?¨ªa vuelve finito cualquier tema u obsesi¨®n, sino cuando no les molesta escuchar ni decir lo que ha sido dicho y escuchado infinidad de ocasiones. Ahora descansamos apretados en un colch¨®n estrecho y lo que a ¨¦l le resulta inc¨®modo a m¨ª me parece un refugio.
Permaneceremos nueve d¨ªas atrapados en este compartimento m¨ªnimo, que ganar¨¢ cada vez m¨¢s en suciedad, reguero y desgano. El aceite repica en la sart¨¦n y embarra la alfombra del suelo. Envoltorios sueltos, pl¨¢tanos podridos a medio comer, la nevera descongelada, botellas de agua vac¨ªas, la ropa percudida o apestosa, el gal¨®n de la orina sin vaciar, las s¨¢banas revueltas, mal tendidas. Sin embargo, quiz¨¢ como nos movemos constantemente, y la compa?¨ªa es armoniosa, percibo la cabina como un estanco an¨®nimo de libertad que recorre diecisiete estados a setenta millas por hora y garantiza a trav¨¦s de las postales cambiantes nuevas coordenadas de expresi¨®n ¨ªntima y referencias cruzadas.
De d¨ªa, camino a Chattanooga, encontramos un venado muerto, tendido en el asfalto, y tambi¨¦n una tumba, una cruz en la cuneta, en la hierba. Cruzamos Jonesborgo, Stockbridge y bordeamos Atlanta. Mi padre me dice que baje los pies de la guantera. ¡°Aqu¨ª los espejos son todo, no me dejas ver¡±. El tr¨¢fico nos obliga avanzar a vuelta de rueda. Me quejo. ¡°Lo peor es la I-95 en el tramo de Richmond a Baltimore. Me quedo sin piernas de frenar¡±, dice. ¡°Menos mal que me quitaron esa ruta¡±. Mi padre ha ido hasta Maine por el noreste, hasta la frontera con Vancouver por el noroeste, y hasta El Paso por el sur.
Ahora estoy en ese momento de las pel¨ªculas en el que est¨¢ a punto de suceder alguna cosa. Un desquiciado nos pasa a todos a cuchillo porque s¨ª
¡°?Qu¨¦ piensas?¡±, le pregunto. Un cigarro entre los dedos, las manos al tim¨®n, la vista en la carretera. ¡°T¨² sabes c¨®mo funciona la cabeza. Ella sola busca cualquier tema y se mete en eso¡±, me dice. ¡°Este es un oficio de mucha soledad¡±. Habla de la Guerra Civil. Le gust¨® mucho la interpretaci¨®n de Lincoln que hizo Daniel Day-Lewis. ¡°El cuarenta por ciento de las batallas tuvieron lugar en Tennessee¡±, dice. ¡°?Ya estamos en Tennessee?¡±, pregunto. ¡°Ya, s¨ª¡±.
Mi padre naci¨® en San Pedro de Mayab¨®n, un pueblo de Matanzas que a comienzos de los sesenta no llegaba a mil habitantes; con casas de guano que, cuando se incendiaba una, arrasaba con veinte m¨¢s. Aprendi¨® a jugar ajedrez solo, gui¨¢ndose por un libro que comenzaba con el movimiento de las piezas y terminaba ense?ando aperturas o defensas como la Espa?ola o la Siciliana. Sigue teniendo esa suerte de candor tan propio de los ni?os t¨ªmidos y respetuosos que aprenden cosas en libros casuales y luego escapan de un lugar cuya configuraci¨®n indica que nadie nunca podr¨¢ salir de ah¨ª.
Anoto datos que no tienen demasiado inter¨¦s sobre cosas disparatadas que voy preguntando al vuelo, como que los camiones refrigerados pagan un centavo m¨¢s por milla. ?De qu¨¦ me sirve? Seguimos avanzando. Somos las esquirlas disparadas hacia adelante de un cuerpo que se intuye, el cuerpo de una pesadilla. Nadie lo ha visto, ninguno de nosotros.
Creemos saber de lo que hablamos cuando hablamos de ese cuerpo que ha sido despedazado, escindido y diseminado qui¨¦n sabe por cu¨¢ntos lugares, pero en realidad nadie puede ir m¨¢s all¨¢ de eso, porque nadie ha vivido nada que no sea ya esta fractura. Aquellos que han logrado ver de d¨®nde proven¨ªamos, solo lo han visto en trazos confusos, y nos han querido decir luego que es mejor no ver ni so?ar nada. De todas maneras, un exiliado es alguien que aprendi¨® a no creer en nadie que diga ver algo que no pueda, en ¨²ltima instancia, ser visto por todos y cada uno.
Mi padre me dice que baje los pies de la guantera. ¡°Aqu¨ª los espejos son todo, no me dejas ver¡±
En alg¨²n punto el jefe de mi padre lo llama para decirle que va a pagarle cinco centavos m¨¢s por cada milla recorrida. Eso es un hecho y lo dem¨¢s es humo.
Despu¨¦s de entregar la carga en Lexington, vamos a buscar una nueva en Cincinnati, Ohio. Llueve en la tarde del mi¨¦rcoles. No encontramos el warehouse de la recogida hasta media hora despu¨¦s. Finalmente leemos un cartel: ¡°Driver Truck Enter Here¡±. Pasamos a una oficina. Un tipo almuerza en un pozuelo. Mi padre habla en espa?ol. Otros dos lo miran y sueltan una sonrisa maliciosa. Le alcanzan un documento con cierto desprecio a trav¨¦s de la ventanilla y le se?alan d¨®nde tiene que firmar. ¡°Tr¨¢tame en buena forma¡±, grita mi padre. Los tipos bajan el tono. ¡°?Viste c¨®mo entienden ahora!¡±, me dice mientras salimos. ¡°Al final se dio cuenta de que estaba encabronao. Lo que son es unos pencos, es lo que son¡±. ¡°?l entiende, aunque no entienda¡±, digo. ¡°El lenguaje del empingue es universal, olv¨ªdate de eso¡±.
Una vez han subido la carga, corremos los ejes del cami¨®n. Empiezan a establecerse relaciones sutiles entre el tr¨¢iler y nosotros. Puedo detectar en el cuerpo cu¨¢ndo vamos cargados o ligeros. ¡°Manejo mejor lleno que vac¨ªo¡±, dice. Nos detenemos en una Weight Station. El cami¨®n sube a una pesa que se tambalea. Setenta mil libras, cuarenta mil de carga. Vamos al oeste, unas mil novecientas millas hasta Phoenix. Pasamos Indiana, Illinois, Missouri, Oklahoma, Texas, Nuevo M¨¦xico y Arizona.
Avanzamos a favor, no se hace de noche. Cambian los horarios. A la altura de Oklahoma, la vegetaci¨®n var¨ªa, m¨¢s des¨¦rtica. Recorremos la I-40. ¡°La carretera parece una serpiente¡±, dice mi padre. Le comento que en la universidad le¨ª Muerte de un viajante. Una amiga me obsequi¨®, antes de embarcarme en la ruta, Viajes con Charley, de John Steinbeck, pero no leo libros de viaje cuando viajo, ni libros de pandemias en pandemia, y es probable que no lea m¨¢s distop¨ªas, puesto que ya vivimos en una, ni nada, en resumen, deliberadamente tautol¨®gico.
Las pastillas de mi padre son dos frascos de Lisinopril y uno de Timolol. Es hipertenso y padece glaucoma. Esa es la raz¨®n principal por la que sus ojos apagados transmiten frecuentemente desolaci¨®n
Al menos en principio, esta carretera no es desconocida para m¨ª. Hace algunos a?os ya, en un tugurio de La Habana, entrevist¨¦ muchas veces a un sujeto llamado Charles Hill, miembro de una organizaci¨®n separatista afroamericana. El 8 de noviembre de 1971, junto a otros dos compa?eros, Hill asesin¨® en la I-40, cerca de Albuquerque, casi a la medianoche, al teniente Robert Rosenbloom, quien hab¨ªa detenido el Ford Galaxie de los fugitivos cuando hu¨ªan del FBI.
Entramos a Texas y los interminables descampados acogen largas filas de molinos de viento y tambi¨¦n unas cruces muy altas y robustas. Energ¨ªa e¨®lica, iglesias y cabezas de ganado por todas partes. Tengo sangre seca en los dedos. Me como las u?as constantemente y me cort¨¦ el pulgar intentando abrir una lata de carne. Mi pul¨®ver y el pantal¨®n est¨¢n embarrados de qui¨¦n sabe cu¨¢ntas cosas. Me pica la cabeza, no nos hemos ba?ado a¨²n.
¡°Si hubiera un puente de los cayos a La Habana, habr¨ªa ido a Cuba no s¨¦ cu¨¢ntas veces ya¡±, dice mi padre. Yo esperaba que, mientras m¨¢s nos alej¨¢ramos de Miami, menos toc¨¢ramos el tema Cuba, pero hay finalmente ah¨ª un contrasentido, porque un tema no es m¨¢s que una evocaci¨®n. Un tema es su ausencia. El exilio se traduce para mi padre tambi¨¦n como una medida de distancia. Saca el cartab¨®n de la a?oranza y calcula la cantidad de veces que hubiera podido visitar el sitio al que pertenece. Con una vez, que le garantizara permanecer, le basta. Le sobran millas a su nostalgia, pero le faltan a su econom¨ªa.
Hay una frase de Cioran, escritor de frases, que resulta sospechosamente cercana. La idea escapa del pesimismo rotundo, de la habitual claridad asertiva, y tiene una po¨¦tica enmara?ada y arbitraria. La l¨®gica afor¨ªstica se atreve con elementos que no tienen sucesi¨®n en la experiencia, y responde m¨¢s a una intuici¨®n l¨ªrica que a un desgajamiento natural de la raz¨®n. ¡°El tiempo es un suced¨¢neo metaf¨ªsico del mar. Uno s¨®lo piensa en ¨¦l cuando quiere vencer la nostalgia marina¡±. Creo que ah¨ª se recoge en buena medida el tipo de exilio que nos corresponde ahora como camionero y acompa?ante de camionero que somos.
En la noche, una fatigosa procesi¨®n de luces rojas. Estuvimos a seis mil pies de altura, luego a dos mil. Llegamos a Phoenix el viernes en la ma?ana, aunque a estas alturas yo he perdido un poco la secuencia de los d¨ªas. El asfalto negro adquiere m¨¢s intensidad en el desierto. Arbustos y arena ocre, el silbido tenue de un verso seco. En la tarde arribamos a las inmediaciones de Los ?ngeles para recoger la ¨²ltima carga y devolvernos Miami. Entablamos amistad con un despachador salvadore?o que nos ayuda a parquear y es entonces en la ruta de regreso ¡ªm¨¢s de dos mil setescientas millas¡ª donde los paisajes adquieren una fuerza devoradora, no solo por su encanto particular, sino por el abrupto contraste entre ellos.
El s¨¢bado al mediod¨ªa logro ba?arme en Desert Hot Springs Cactus City. Hay 38 grados Celsius y me duele la garganta. Creo que tuve fiebre la noche anterior, adem¨¢s de la fiebre on¨ªrica de las pastillas. So?¨¦ que robaba libros de tapa dura y que la polic¨ªa pol¨ªtica cubana me deten¨ªa. La ducha cuesta quince d¨®lares. Me masturbo, pero no siento mucho. Me encuentro bastante lejos de cualquier referencia er¨®tica.
Las elevaciones en el desierto parecen magma derretido, paisajes lunares. Piedrecillas sueltas, gajos secos, plantas rojizas quemadas en un fuego ¨¢rido y mudo. ¡°Las mesetas est¨¢n cortadas con serrucho¡±, dice mi pap¨¢. Es la precisi¨®n del corte geol¨®gico. Cruzamos el peaje fronterizo de El Paso y m¨¢s adelante vemos un accidente de dos camiones. Esqueletos incinerados y dispuestos arm¨®nicamente para el ritual ¨¢spero del desierto y su dibujo minimalista de cuero y espinas.
Mi padre suelta en un momento: ¡°?T¨² no quer¨ªas ver el Mississippi? Mira el Mississippi¡±. Lo dice como si el r¨ªo fuera suyo, con el orgullo de la pertenencia
Esta exuberancia del vac¨ªo desaparece de golpe en Louisiana, Mississippi, Alabama, el sur h¨²medo de pantanos, r¨ªos, brazos de agua y vegetaci¨®n entretejida sobre los imponentes cauces mostazas coloreados con la tinta del lodazal. Los autos de los pescadores descansan a un lado de la carretera, aparecen m¨¢s asentamientos. La madera cruje, las cosas se resienten. Se evapora cualquier consistencia. La vegetaci¨®n es alta y frondosa, un verde refulgente veteado de charcos podridos que un sol blando lame misericordiosamente, como si quisiera curarle las ¨²lceras a la tierra enferma.
Mi padre suelta en un momento: ¡°?T¨² no quer¨ªas ver el Mississippi? Mira el Mississippi¡±. Lo dice como si el r¨ªo fuera suyo, con el orgullo de la pertenencia. De alg¨²n modo s¨ª es suyo. Lo ha visto antes, me est¨¢ llevando a ¨¦l.
Es Memorial Day y hay bastante tr¨¢fico, pero ya no nos detenemos m¨¢s hasta treinta y tres millas despu¨¦s de Tallahassee. En la madrugada del noveno d¨ªa llegamos a Miami. ¡°Jesus... our leader¡±, dice un cami¨®n que entra a la ciudad junto con nosotros. Otro rastrero pone la luz larga, nos encandila, y mi padre suelta una ristra de improperios. Pero no se los cree, est¨¢ contento. Luego canta temas de Serrat. ¡°Nunca pens¨¦ que volver a Miami se sintiera alg¨²n d¨ªa como volver a casa¡±, dice, su cigarro encendido, la pausa de sus caladas.
A media ma?ana entregamos la ¨²ltima carga. Un hombre se acerca y le extiende a mi padre el cheque de cobro. Limpiamos la cabina del cami¨®n. Encuentro debajo de unos de los asientos un centavo de d¨®lar y lo guardo conmigo. Es un dinero extra que nos hemos ganado. Entre el brillo y la herrumbre, quien venga detr¨¢s de nosotros va a encontrar en la ruta su moneda tambi¨¦n.
Mi madrastra espera en la yarda para llevarse a mi padre a Hialeah Gardens en su Toyota blanco. Suman treinta a?os de casados. Se besan en medio de ese terrapl¨¦n. Permanente en su disoluci¨®n resbaladiza, el beso comparte con el exilio un principio fundamental: es un acto de iniciaci¨®n que sigue las leyes de la despedida.
Carlos Manuel ?lvarez es escritor cubano. Su ¨²ltimo libro publicado es ¡®Falsa guerra¡¯.
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