La jornada m¨¢s oscura
Cualquier d¨ªa un nuevo atentado atroz herir¨¢ otra vez el alma occidental, por eso el 11 de septiembre de 2001 no ha terminado del todo
Descarguemos de entrada la obviedad: el terror engendra terror. De aquello no pod¨ªa salir nada bueno. Pero en ese momento apenas hab¨ªa tiempo para pensar. Era el momento del v¨¦rtigo. Sent¨ªamos, a muy peque?a escala, algo parecido a lo que deb¨ªan de sentir aquellas personas que se lanzaban desde lo alto de las torres para huir del fuego y morir deprisa. Ca¨ªamos. Luego, con el tiempo, ocurri¨® lo que ocurri¨® y lo que a¨²n ocurre. Entonces solo intu¨ªamos que el mundo iba a cambiar, a peor.
Estar¨¢n tal vez hartos de recordar el 11 de septiembre de 2001. Les acompa?o en el sentimiento. A m¨ª tambi¨¦n me fatiga. Sin embargo, ese d¨ªa a¨²n no ha terminado del todo y, por tanto, insistir en la jornada oscura tiene una cierta utilidad.
En retrospectiva, ciertos detalles cobran sentido. Este antiguo corresponsal hab¨ªa asistido, dos d¨ªas antes, a un desfile de modas en Nueva York. El dise?ador mallorqu¨ªn Miguel Adrover present¨® una colecci¨®n inspirada en gran medida en la vestimenta tradicional musulmana y obtuvo grandes aplausos. El 10 de septiembre charl¨¦ con Adrover. Era una estrella y recib¨ªa mimos de Vogue y de The New York Times. El 12 de septiembre, ¨¦l y su ropa moruna eran exorcizados. Unos meses despu¨¦s, la empresa de Adrover estaba en quiebra y el dise?ador, con un carro y un caballo, se ganaba el jornal paseando a turistas por Egipto. Su vida cambi¨®, como tantas otras.
Ni ¨¦l ni nadie sab¨ªa a¨²n lo que estaba por venir aquella ma?ana soleada de septiembre. El antiguo corresponsal viaj¨® temprano en tren desde Nueva York a Washington. Al llegar a la capital son¨® el tel¨¦fono m¨®vil. Era Berna Gonz¨¢lez Harbour, desde Madrid, para decirle que una avioneta se hab¨ªa estrellado contra un rascacielos neoyorquino. Diez minutos despu¨¦s, el antiguo corresponsal estaba en su oficina del National Press Building y parec¨ªa claro que no se trataba de una avioneta, sino de un avi¨®n comercial. Por si quedaban dudas, mientras las c¨¢maras de televisi¨®n retransmit¨ªan el incendio en la Torre Norte del World Trade Center, vimos en directo c¨®mo otro avi¨®n se estrellaba contra la Torre Sur.
Les ahorro la cronolog¨ªa de los acontecimientos, que conocen de sobra. Tras el impacto de un tercer avi¨®n en el Pent¨¢gono, el Ej¨¦rcito se despleg¨® en torno a la Casa Blanca y el Capitolio. Se alzaron barreras con sacos terreros. Unos cuantos veh¨ªculos blindados intentaban apostarse en los accesos al coraz¨®n pol¨ªtico de Estados Unidos, pero no hab¨ªa forma de moverse entre los miles de autom¨®viles que bloqueaban las calles. La gente intentaba huir sin saber a d¨®nde. Circulaban rumores apocal¨ªpticos acerca de decenas de otros aviones a punto de estrellarse y de la inminente destrucci¨®n de Washington. El antiguo corresponsal, que llevaba meses sin fumar, entr¨® en un estanco con la persiana ya semibajada y compr¨® un cart¨®n de Camel sin filtro. El est¨®mago sent¨ªa v¨¦rtigo y ped¨ªa nicotina.
Sigamos ajenos a la cronolog¨ªa. Horas m¨¢s tarde, el ¨¢nimo colectivo en Estados Unidos empezaba a mutar del estupor y el horror a la rabia y el ansia de venganza. Las televisiones emit¨ªan el desplome de los rascacielos e intercalaban im¨¢genes de palestinos y ciudadanos de pa¨ªses ¨¢rabes que celebraban los atentados. Era cuesti¨®n de se?alar ya al enemigo, los musulmanes en general, encabezados por Osama bin Laden, fundador de Al Qaeda y supuestamente oculto en Afganist¨¢n.
Si uno lograba distanciarse un poco, pod¨ªa comprender. La orgullosa superpotencia sufr¨ªa una humillaci¨®n inesperada y quienes hab¨ªan sufrido la bota del imperio cre¨ªan disfrutar de una revancha.
Las celebraciones se habr¨ªan interrumpido, tal vez, si esos infelices que celebraban hubieran escuchado los mensajes de amor y despedida que los pasajeros de los aviones secuestrados enviaron a sus seres queridos. O si hubieran respirado el aire del sur de Manhattan, un compuesto de ox¨ªgeno, hidr¨®geno y humo t¨®xico, dulz¨®n y ¨¢cido a la vez, hecho de polvo y cenizas de cad¨¢veres. La gran tragedia cortaba el aliento; los miles de peque?as tragedias eran simplemente insoportables.
Al d¨ªa siguiente, o al otro, la casa del antiguo corresponsal (Military Road, Rock Creek Park, un suburbio de clase media) era la ¨²nica de la calle que no exhib¨ªa la bandera estadounidense y, por tanto, quedaba excluida del fervor patri¨®tico con que los vecinos se abrazaban unos a otros. Cuando lleg¨® Halloween, fue la ¨²nica casa de la calle que los ni?os evitaron en su periplo de trick or treat (truco o trato). Cualquier extranjero que no agitara las barras y las estrellas se hab¨ªa convertido en un potencial enemigo y conven¨ªa someterle a aislamiento.
Viajar en avi¨®n (durante dos d¨ªas no hubo vuelos en Estados Unidos) dej¨® de ser un tr¨¢mite, o incluso un relativo placer, para transformarse en lo que es hoy. En su primer desplazamiento a¨¦reo tras los atentados, el antiguo corresponsal fue sometido a un minucioso registro y a un interrogatorio. En la fila de sospechosos (el pasajero devino en sospechoso, y as¨ª contin¨²a), tras ¨¦l formaban una mujer y su beb¨¦ de pocos meses; la mujer llevaba un biber¨®n de leche y el polic¨ªa le exigi¨® que bebiera de ¨¦l. ¡°Es mi propia leche¡±, dijo la mujer, con una mueca de asco. Tuvo que beberse un buen trago, entre l¨¢grimas, para embarcar.
Ahora nos parece que la Administraci¨®n de Donald Trump es lo m¨¢s estramb¨®tico que ha pasado por la Casa Blanca. Pero no es as¨ª. George W. Bush, el presidente que fue presidente gracias a unos jueces supremos nombrados por su padre (George H. Bush) y a unos votos dudosos que su hermano (Jeb Bush, gobernador de Florida) dio por buenos, se hab¨ªa rodeado de tipos siniestros. El vicepresidente Dick Cheney, el secretario de Defensa Donald Rumsfeld y el subsecretario Paul Wolfowitz alentaron a conciencia el rencor que ard¨ªa en el coraz¨®n del americano medio e inventaron una Guerra contra el Terror que, adem¨¢s de causar centenares de miles de muertes, emponzo?¨® la democracia estadounidense. Guant¨¢namo, las detenciones arbitrarias en terceros pa¨ªses, el uso sistem¨¢tico de la tortura, el fomento del racismo, la islamofobia, la mentira, la estupidez, el delirio patri¨®tico, compusieron la herencia que dej¨® George W. Bush. Trump se limit¨® a hacer un uso intensivo de ese legado.
Resulta curiosa la figura de la v¨ªctima por delegaci¨®n. Meses despu¨¦s de los atentados, el antiguo corresponsal almorz¨® con Lou Reed y surgi¨® la cuesti¨®n de las consecuencias del 11 de septiembre. Reed, que junto a Susan Sontag fue una de las pocas voces p¨²blicas que intent¨® ver las cosas con perspectiva (y, como Sontag, fue acusado de traici¨®n por ello), dijo sentirse sorprendido por el hecho de que Nueva York, la ciudad que m¨¢s hab¨ªa sufrido, con las ruinas del World Trade Center a¨²n humeando y con miles de pedacitos de cad¨¢ver pendientes de identificaci¨®n, estuviera ya recuper¨¢ndose del trauma emocional, y en cambio en el interior del pa¨ªs, donde no hab¨ªa ocurrido nada, no dejaran de crecer el resentimiento y la convicci¨®n de que la condici¨®n de v¨ªctima da derecho a cometer cualquier barbaridad. Eso lo hemos visto tambi¨¦n en otros lugares. Si la v¨ªctima real se resiste a odiar tanto como debiera, las v¨ªctimas imaginarias la consideran traidora.
M¨¢s de una v¨ªctima real huy¨® del recuerdo y del odio. El corresponsal habl¨® en 2002 con una mujer afroamericana que hab¨ªa logrado escapar del incendio de la Torre Norte poco antes del desplome, bajando las escaleras a tal velocidad que se destruy¨® los pies. Triste y coja, explic¨® que hab¨ªa encontrado un empleo en Escocia y que no pensaba volver a Nueva York porque no consegu¨ªa olvidar y porque el himno estadounidense, que sonaba en todas partes y a todas horas, le crispaba los nervios.
El furor de los ¡°buenos americanos¡± obtuvo eco en la prensa, incluyendo la m¨¢s solvente, dentro de Estados Unidos y fuera. A?os despu¨¦s, The New York Times tuvo que pedir perd¨®n a sus lectores por las mentiras que hab¨ªa publicado (firmadas por Judith Miller y por otros) para allanar el camino hacia la guerra y la venganza. Las armas de destrucci¨®n masiva, la participaci¨®n de Sadam Husein en los atentados, ese tipo de cosas. En el momento, sin embargo, los lectores ped¨ªan mentiras euforizantes o reconfortantes. Y ning¨²n medio quer¨ªa ser acusado de falta de patriotismo. Estados Unidos iba a acabar con el terrorismo isl¨¢mico y a establecer democracias s¨®lidas en Afganist¨¢n e Irak. No hab¨ªa discusi¨®n posible.
Veinte a?os despu¨¦s, el cad¨¢ver de Osama bin Laden yace en el fondo del mar. Los talibanes derrotados en 2001 han recuperado el poder en Afganist¨¢n y han asistido a la huida vergonzante de Estados Unidos y sus aliados; tanta guerra, tantos muertos y tanto dinero malgastado, para volver al punto de partida. De las ruinas del Irak invadido y ocupado surgi¨® un nuevo fanatismo, el Estado Isl¨¢mico o ISIS, robustecido en la guerra de Siria. Al Qaeda es m¨¢s fuerte que nunca. El terror islamista se extiende por ?frica. Madrid, Londres, Par¨ªs y otras ciudades han padecido ataques brutales. Y cualquier d¨ªa un nuevo atentado atroz herir¨¢ otra vez el alma occidental.
El 11 de septiembre de 2001 sigue siendo, hasta cierto punto, hoy mismo.
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