¡®La estaci¨®n del pantano¡¯: ficci¨®n sobre el exilio de Benito Ju¨¢rez en Nueva Orleans

EL PA?S adelanta un fragmento de La estaci¨®n del pantano (editorial Perif¨¦rica), la novela m¨¢s reciente de Yuri Herrera. En el nuevo libro, el escritor mexicano recrea el exilio del expresidente Benito Ju¨¢rez en Nueva Orleans, una etapa en la vida del pol¨ªtico que se conoce poco. La obra, publicada primero en Espa?a, ya est¨¢ disponible en M¨¦xico.

Dos

Lo m¨¢s importante que sucedi¨® en las semanas siguientes fueron los tambores, no, lo m¨¢s importante que sucedi¨® en las semanas siguientes fueron los bailes, no, lo m¨¢s importante que sucedi¨® en las semanas siguientes fueron los conciertos, no, un poco el hip¨®dromo, que fue divertido y fue importante pero de otra manera, no, lo m¨¢s importante que sucedi¨® en las semanas siguientes fue el patio interior, quiz¨¢ eso s¨ª, o quiz¨¢ lo m¨¢s importante que sucedi¨® en las semanas siguientes fue que conoci¨® a la canaille y que aprendi¨® lo que era el funk, o que se enter¨®, m¨¢s o menos, de lo que Thisbee pudo o no haber hecho. Lo que sucedi¨® en las siguientes semanas fue que dejaron de sentirse como semanas, a veces se sintieron como minutos y los minutos a veces como d¨ªas, porque la ciudad se fue convirtiendo, primero lentamente, luego con v¨¦rtigo, de una ciudad de transa y negocios en un animal vivo que comenz¨® a zarandearse como si se sacudiera la modorra o las pulgas y despu¨¦s como si no hubiera nada m¨¢s importante en el mundo que bailar.

Hasta aquellos marineros tra¨ªan m¨²sica, no nom¨¢s la m¨²sica por dentro, de qu¨¦jese y qu¨¦jese a gritos por una calle paralela al levee, qu¨¦jese y qu¨¦jese del poco dinero que ganaban, la palabra dinero s¨ª se la sab¨ªa, clave si alguna, y qu¨¦jese y qu¨¦jese de otras cosas que no entendi¨®; al frente iban un violinista y un hombre con tambor militar, que tocaba con talento militar, un pom-pom, pom-po-pom, regular, en¨¦rgico, pero el violinista tocaba piezas de baile, r¨¢pidas y alegres, que nadie bailaba porque iban caminando, salvo ¨¦l, que acompa?aba su viol¨ªn moviendo la cabeza al comp¨¢s de la melod¨ªa, como si ah¨ª dentro estuvieran las parejas dando vueltas y saltitos.

Caminando caminando vieron que en el Th¨¦?tre d¡¯Orl¨¦ans hab¨ªan montado Roberto el diablo, de Meyerbeer, que era una ¨®pera vieja, ?y Le Proph¨¨te! que apenas se hab¨ªa estrenado en Par¨ªs cuatro a?os atr¨¢s, que es como decir ayer. Qu¨¦ lugar ¨¦ste, rejuveneciendo como si el pantano no importara.

Todo el tiempo estaban rehaciendo las calles. Ahora que Pepe y ¨¦l se quedaban en el tercer distrito, en la casa hecha de barco, ten¨ªa que caminar desde all¨¢ y atravesar el viejo cuadrante para llegar al taller de Caba?as. Aprend¨ªa a sortear los hoyos de una calle y al d¨ªa siguiente hab¨ªa trabajadores arregl¨¢ndola y poco despu¨¦s ya empezaba a descascararse otra vez y luego a ser remendada otra vez y otra vez y otra vez. Los remiendos tomaban m¨¢s d¨ªas que lo que las calles duraban transitables. Los trabajadores a ratos trajinaban como estampas ejemplares, m¨¢s frecuentemente se sentaban en la banqueta a fumar, beber y cantar. Se cantaba mucho.

Caba?as no lo dejaba tocar los tipos movibles, su trabajo era hacer los tambaches de anuncios o proclamas o folletos o invitaciones e ir a entregarlas. En ocasiones, muy pocas, le propinaban una moneda por sus servicios; ten¨ªa que conformarse con lo que Caba?as le pagara; a cambio, entre los trayectos por el cuadrante (la mayor¨ªa de los repartos eran ah¨ª o en el distrito de los anglos, m¨¢s all¨¢ de Canal) y el peri¨®dico que pod¨ªa leer en el taller, fue viendo c¨®mo, a pesar del fr¨ªo, la ciudad se empezaba a encender.

¨CCarnaval ¨Cle dijo Caba?as¨C. Es como si a todo mundo le entrara una picaz¨®n que s¨®lo se atiende volvi¨¦ndose loco.

Vio a un hombre robarse un perro, un perro, cuando hab¨ªa tantos en la calle, y a su due?o alcanzar al ladr¨®n y darle de golpes con la agarradera met¨¢lica de su bast¨®n, mientras el perro hac¨ªa su parte desgarr¨¢ndole una pierna. Ley¨® de una mujer arrestada por robarse dos cors¨¦s. Cors¨¦s. Una ciudad donde se batalla por cors¨¦s. Vio a dos hombres retarse y a un tercero amigarlos con una botella de ron. Ley¨® de un hombre llamado al juzgado a explicar por qu¨¦ ten¨ªa en su casa a un capturado que no era de su propiedad. Vio a otro ni?o perdido (no se le acerc¨®).

Un d¨ªa, al volver a la casa hecha de barco, escuch¨® los tambores. No eran como el tamborcillo militar del marinero quejoso, no pom-pom, pompo-pom, sino algo como baaam-bam-bam-bam, baaam-bam-bam-bam, algo as¨ª; esa lengua tampoco la sab¨ªa, s¨®lo era claro que eran unos tambores a los que le sacaban jugo como si fueran teclados, un baaam-bam-bam-bam hipn¨®tico que a la vez iba cambiando de actitud como uno cambia de actitud cuando habla de algo y no nom¨¢s lo dice.

Se qued¨® un rato de pie en una encrucijada blanda (el trazo de las calles en esta parte de la ciudad era todav¨ªa m¨¢s sugerencia que ley) tratando de ubicar de d¨®nde ven¨ªa la percusi¨®n. Baaam-bambam-bam. Sonaba cerca pero, como en muchas partes, todo alrededor.

Entr¨® a la casa de Thisbee distra¨ªdo por el ritmo en su cabeza, sin pena, sin tocar la puerta. Thisbee estaba con una mujer en su habitaci¨®n, sentadas en la cama y tomadas de las manos. Thisbee se volvi¨® al o¨ªrlo entrar. Por un segundo los ojos le brillaron de nervios, al siguiente se enfocaron de enojo y al siguiente se levant¨® y cerr¨® la puerta de la habitaci¨®n.

Perdieron su dinero y se perdieron de vista unos a otros por andar siguiendo los desfiles, unos chiquitos, otros chiquitos y al cabo de unas cuadras, populosos; un desfile los llev¨® hasta donde vieron su primer incendio, una tienda a las afueras del viejo cuadrante, que no se tard¨® en prender dos, tres, cuatro, siete casas a su alrededor; alguien dijo, en espa?ol, Que queme la suya, vaya, la gente tiene que sacar su platita de alg¨²n lado, pero qu¨¦ culpa tienen los vecinos; el desfile apenas si se detuvo, la banda de violines y flautas y un tambor relumbraron contra las llamas y siguieron tocando detr¨¢s de la luz que tres capturados con antorchas les brindaban; a veces les goteaba algo encima, el aceite u otro combustible, a saber, fuego l¨ªquido, y los capturados no se quejaban.

Otro desfile los llev¨® al cementerio de Saint Louis; ah¨ª fueron con Ocampo y Arriaga. Alguien en el Hotel Conti le hab¨ªa dicho a Arriaga que ¨¦se era el lugar de los visitantes y ¨¦l no entend¨ªa por qu¨¦:

¨CS¨ª se parecen a los de M¨¦xico, aunque s¨ª es cierto que hay m¨¢s tumbas sobre la tierra en vez de enterradas.

Luego se enterar¨ªa por qu¨¦.

¨CNo escuchaste lo siguiente ¨Cdijo Ocampo¨C, que ah¨ª llegan los visitantes a quedarse, y tambi¨¦n dijo Esp¨¦rese al verano.

El siguiente fue el desfile que los llev¨® al hip¨®dromo, a los cinco. ?ste era un desfile diurno, una banda tocando en una carreta y varios hombres enmascarados, las primeras m¨¢scaras que ve¨ªan, de p¨¢jaros, de reptiles, de animales inexistentes.

Nom¨¢s llegar al hip¨®dromo se separaron. Aquello era como otro r¨ªo pero donde nom¨¢s se negociaba suerte. Hab¨ªa blancos, blanqueados y creoles de color de diversa elegancia. Los que se ve¨ªan m¨¢s pobres eran los m¨¢s ilusionados, como en la iglesia; los m¨¢s ricos apostaban despreocupadamente, como si se abanicaran.

Estuvo mirando un rato las carreras, sin interesarse tanto en el resultado como en el clop clop fangoso de los caballos, hasta que atisb¨® a Pepe agarrado de una de las barandas que delimitaban la pista, con unos papeles en la mano. No, no, no, no.

Se le acerc¨® y le hizo gesto de Dime que no es cierto.

¨CDos veces, dos, ya mero gano, qu¨¦ digo ya mero, ya merito ¨Cdijo Pepe, y a?adi¨®, con gran convicci¨®n¨C: pero mira nom¨¢s la que viene, ?mira a la que le apost¨¦!

Le mostr¨® el programa de las carreras, ¨¦l ya los hab¨ªa visto en el taller y le hab¨ªan parecido poemas, los nombres de los caballos enlistados uno detr¨¢s de otro. Mir¨® adonde el ¨ªndice de Pepe apuntaba triunfalmente: La Mejicana. As¨ª se llamaba, en espa?ol, con jota.

Pepe hizo Eh, eh, eh, c¨®mo no apostarle.

Era una sola vuelta. La Mejicana ten¨ªa el n¨²mero 2, era rojiza y esbelta. Los caballos salieron disparados y de inmediato La Mejicana se adelant¨® junto al n¨²mero diez, un animal enorme y sin gracia pero que galopaba con odio. Se escuch¨® animar a la Dos antes de hacerse consciente de que gritaba Corre, corre, correee dos, dos, dos, rid¨ªculamente, pero no le import¨®, como en los d¨ªas siguientes a ninguno de ellos le importar¨ªa mucho el rid¨ªculo. La Mejicana bufaba y el diez, maldito diez, bufaba, y los otros caballos ve¨ªan la competencia desde lejos, J¨®danse, perdedores, grit¨® Pepe, y el diez y la Mejicana llegaron a la recta final, empuj¨¢ndose, buf¨¢ndose, y la Mejicana pareci¨® acelerar en los ¨²ltimos metros, pero el diez, maldito diez, brinc¨® m¨¢s que galop¨®, furiosamente, y gan¨® por una nariz.

Sinti¨® muchas tristezas antes de sentir enojo. La tristeza de esa derrota que por un momento era la ¨²nica derrota en el mundo, la tristeza de la soledad que s¨®lo conocen los perdedores, la tristeza de las falsas esperanzas. Luego vino el enojo.

¨CNo apostaste todo, verdad.

Pepe miraba al caballo como a un barco que hubiera zarpado un segundo antes de que ¨¦l llegara. ¨CNo, no todo ¨Cdijo¨C. Bueno, no todo lo tuyo, nom¨¢s lo m¨ªo, eso s¨ª todo.

¨CUna trompeta en una taberna, en una taberna ?d¨®nde se ha visto? ¨Cdijo Arriaga¨C. Las trompetas son para las salas de conciertos.

¨CO para los soldados ¨Cdijo Mata.

Hab¨ªan entrado por fin a uno de los coffee shops. En teor¨ªa era eso, un caf¨¦, pero todo mundo estaba borracho y emborrach¨¢ndose. Al fondo del establecimiento, la banda: clarinete, viol¨ªn, una como guitarra corta de un extremo y larga del otro, y una trompeta. Brass Band, dec¨ªa un cartel detr¨¢s de ellos. Tocaban casi sin detenerse, no estaba claro cu¨¢ndo terminaba una canci¨®n y empezaba otra, mezclaban tonadillas de baile con fragmentos de ¨®peras famosas.

¨CEso es Verdi, eso es Mozart, eso es Rossini ¨Camargueaba Arriaga.

¨CYa hab¨ªa escuchado hablar de esto ¨Cdijo Ocampo¨C. Es la moda.

¨CLo que est¨¢ de moda no es sin¨®nimo de lo que es bueno ¨Cdijo Mata.

¨CLo que dicen que es bueno a veces es sin¨®nimo de lo que est¨¢ muriendo ¨Cdijo Ocampo.

Buque ¡®La estaci¨®n del pantano¡¯

Autor: Yuri Herrera
T¨ªtulo: La estaci¨®n del pantano
Editorial: Perif¨¦rica
Tapa blanda, 192 p¨¢ginas / 280 pesos mexicanos

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