El fantasma de la decepci¨®n
La ficci¨®n jur¨ªdica del contrato social apenas tiene cabida entre nosotros puesto que, salvo honrosas excepciones, en Am¨¦rica Latina la justicia simplemente no existe
Un fantasma recorre Am¨¦rica Latina ¡ªy buena parte del mundo¡ª: el fantasma de la decepci¨®n. O, m¨¢s bien, de m¨²ltiples decepciones: hacia la democracia, en primer lugar, tan a?orada como vilipendiada, y hacia quienes la socavan, cuestionan y menosprecian d¨ªa con d¨ªa. Si durante buena parte del siglo XX esta se nos aparec¨ªa como un sue?o siempre pospuesto que acabar¨ªa con nuestros reg¨ªmenes autoritarios o dictatoriales e instaurar¨ªa un futuro luminoso, cuando finalmente se instal¨® en nuestra regi¨®n ¡ªal menos en su vertiente electoral¡ª no ha hecho m¨¢s que desencantarnos. En los albores del siglo XXI, ninguna de sus promesas parece haberse cumplido: seguimos atascados en nuestros mismos conflictos ancestrales, acentuados ahora por esta doble frustraci¨®n.
Cuando, d¨ªas atr¨¢s, participamos en un foro organizado por el ministerio de Asuntos Exteriores de Espa?a en torno a la desafecci¨®n por la democracia que impregna al subcontinente, tanto Mart¨ªn Caparr¨®s como yo nos referimos con cierta incomodidad a la idea de que en Am¨¦rica Latina el ¡°contrato social¡± que alimenta a la democracia necesita una reforma urgente. Caparr¨®s insist¨ªa, con raz¨®n, en que, en nuestro ¨¢mbito latinoamericano, ese contrato social jam¨¢s ha existido; por mi parte, yo lo equiparaba con el acuerdo que firmamos al ingresar, por ejemplo, a Facebook: no nos detenemos a leer la letra peque?a y jam¨¢s reparamos en las condiciones leoninas que permite a la empresa vender nuestras identidades al mejor postor.
Si existe, en Am¨¦rica Latina el contrato social que inadvertidamente hemos signado sus habitantes es uno que, desde nuestras independencias, est¨¢ dise?ado para beneficiar solo a unos cuantos: las mismas ¨¦lites que crearon nuestras constituciones y nuestros sistemas legales con el ¨²nico objetivo de resguardar sus propios intereses. Que a lo largo de estos dos siglos esas ¨¦lites hayan sido desplazadas por otras no ha significado, casi nunca, un cambio de paradigma: continuamos en sociedades pensadas para garantizar la desigualdad. O, m¨¢s bien, m¨²ltiples desigualdades: pol¨ªticas, econ¨®micas, jur¨ªdicas. No es, pues, que nuestros sistemas no funcionen o requieran ajustes: funcionan a la perfecci¨®n en su misi¨®n de proteger solo a unos cuantos y dejar a los dem¨¢s en una absoluta desprotecci¨®n.
La ficci¨®n jur¨ªdica del contrato social apenas tiene cabida entre nosotros puesto que, salvo honrosas excepciones, en Am¨¦rica Latina la justicia simplemente no existe. O solo existe, otra vez, para unos cuantos: quienes gozan ya de privilegios pol¨ªticos o econ¨®micos. Valga como ejemplo el caso mexicano, no muy distinto de la mayor parte de Centroam¨¦rica o de los pa¨ªses andinos: un lugar donde solo el 0.4% de los delitos que se denuncian terminan resolvi¨¦ndose. Es decir, donde el 95.6% de ellos queda impune y donde no hay posibilidad siquiera de conocer la verdad de los hechos. Un sistema, pues, en el que no hay estado de Derecho.
Azotados por tiranos de distintos colores y sometidos a brutales reglas olig¨¢rquicas, durante d¨¦cadas los latinoamericanos nos batimos denodadamente, al costo de miles de vidas, por la democracia: esa panacea que habr¨ªa de aliviar nuestros males ancestrales. Por desgracia, cuando, entre finales del siglo XX y principios del XXI, esta al fin se expandi¨® ampliamente en la zona ¡ªsalvo algunas pertinaces excepciones¡ª, lo hizo solo en su vertiente neoliberal: a partir de ese momento gozamos de elecciones m¨¢s o menos transparentes y confiables que permit¨ªan la alternancia en el poder, pero los nuevos dem¨®cratas no se preocuparon por socavar las abominables estructuras de opresi¨®n inscritas en el sistema, sino que, en aras de la globalizaci¨®n y la libertad de los mercados, los volvieron todav¨ªa m¨¢s profundas.
Los culpables de la desafecci¨®n hacia la democracia son los propios dem¨®cratas: es decir, todos esos pol¨ªticos que, vanaglori¨¢ndose de la legitimidad que les confer¨ªan las urnas, preservaron las reglas anteriores o, peor, las torcieron a¨²n m¨¢s: gracias a ellos, en muchas partes el Estado se convirti¨® en una maquinaria de extracci¨®n de recursos desde las clases populares y medias hacia las ¨¦lites, que se han enriquecido como nunca. La corrupci¨®n, en ese esquema, no representa una anomal¨ªa, sino una condici¨®n esencial del sistema. Esta es la raz¨®n de que empresas como Odebrecht pudieran comprar pol¨ªticos en cada naci¨®n: el verdadero sue?o de Bol¨ªvar.
La democracia, pues, solo pareci¨® empeorar la situaci¨®n de la mayor¨ªa: en sitios como M¨¦xico, no hizo sino desatar cotas de violencia nunca vistas ¡ªla ¡°guerra contra el narco¡± de Calder¨®n¡ª y una corrupci¨®n generalizada que superaba a la del priismo hegem¨®nico. En otros lugares el resultado no fue muy distinto: ¨¦lites que, sin importar su adscripci¨®n ideol¨®gica, solo se preocupan por s¨ª mismas. Apenas sorprende que se asimile a todos los pol¨ªticos profesionales en un mismo caj¨®n: una casta de corruptos donde todos son, digan lo que digan, iguales.
Era inevitable que aqu¨ª y all¨¢ surgieran nuevos liderazgos, al margen de los partidos tradicionales, creados o auspiciados por los medios y las nuevas redes sociales, dedicados de tiempo completo a vapulear la pol¨ªtica tradicional y el propio juego democr¨¢tico. Lo peor es que acertaban por completo en su diagn¨®stico: sus denuncias recog¨ªan, sin la condescendencia de sus rivales, el desencanto, los temores y la rabia de millones. Tachados de populistas de izquierda o de derecha ¡ªun t¨¦rmino que ha terminado por vaciarse¡ª, se han hecho con el poder a fuerza de exacerbar las emociones y la decepci¨®n de sus partidarios y fan¨¢ticos.
La lucidez de sus diagn¨®sticos contrasta, sin embargo, con la torpeza radical de sus soluciones una vez en el gobierno. En casi todas partes, sus medidas para corregir las desigualdades que antes denunciaron no han hecho sino acentuarlas. En numerosas ocasiones, apenas han tardado en reiterar las pol¨ªticas neoliberales de sus adversarios ¡ªy, en ocasiones, las han llevado a¨²n m¨¢s lejos¡ª o en adoptar id¨¦nticas estrategias para medrar a costa del erario. Para eludir o enmascarar sus fracasos, se han valido astutamente de las mismas herramientas que permitieron sus triunfos: declararse en campa?a permanente, demonizar a cualquier cr¨ªtico ¡ªy en particular a la prensa¡ª, se?alar traidores a la patria por doquier y polarizar al m¨¢ximo el discurso p¨²blico, a imagen y semejanza de las redes: conmigo o contra m¨ª.
Este es el pavoroso escenario que hoy enfrentamos los latinoamericanos: imposible no sucumbir a la decepci¨®n. No se atisban demasiadas salidas: necesitamos nuevos modelos de convivencia, pero, en contra de la polarizaci¨®n, el asistencialismo y la inmovilidad que defienden los llamados populistas, necesitamos crear sistemas de justicia independientes y eficaces que terminen con la apabullante desigualdad ante la ley; escapar del modelo neoliberal ¡ªno solo de palabra¡ª y edificar estados que en verdad corrijan las desigualdades del mercado, por ejemplo, tasando a los m¨¢s ricos; y, en fin, alentar la cr¨ªtica no tanto a los rivales, cuanto a las a?ejas estructuras dise?adas desde hace siglos para proteger a unos cuantos.
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