Los oscuros pasillos de la historia
Qui¨¦n iba a decirlo. Suetonio, quien tantos adulterios nos dej¨® narrados
Entre mis lecturas de cuarentena he vuelto a Suetonio, quien, en su libro capital, Vida de los doce c¨¦sares, entra en los pasillos mal alumbrados de la historia con paso de esp¨ªa del pasado, y con diligencia de escritor de nota roja, o de gacetillero de revistas del coraz¨®n, busca penetrar los viejos misterios de la vida de los poderosos, sus vicios y excesos, taras familiares, incestos, megaloman¨ªas, cr¨ªmenes, lujuria, avaricia.
Cuando nos ofrece al detalle los datos hist¨®ricos, y entra en el entramado de las genealog¨ªas, el lector, que busca instruirse en las minucias de las vidas narradas, con la misma curiosidad de este historiador de hace dos milenios, puede dejar de lado esas arideces. Mejor seguirlo por los caminos escabrosos que recorre con la barbilla levantada solemnemente para mostrar su desprecio moral ante las inmundicias de que se alimenta el poder.
Suetonio ten¨ªa la mejor de las llaves para entrar en estas historias tan atractivas. Bajo Trajano fue supervisor de bibliotecas p¨²blicas, y luego jefe de los archivos imperiales; y fue secretario de Adriano, encargado de su correspondencia, con lo que tuvo acceso a los archivos donde figuraban las cartas, testamentos y dem¨¢s documentos personales de los emperadores anteriores, desde Julio C¨¦sar y Augusto.
Nadie es tan sabio en los detalles como Suetonio, y en esto se ampara en una de las reglas b¨¢sicas de toda buena narraci¨®n, que es convencer al lector que lo que cuenta es verdadero, a trav¨¦s del registro de lo minucioso. Marcel Schowb dec¨ªa que la literatura no se ocupa de lo general, sino de lo espec¨ªfico.
Son once pu?ales, ni uno m¨¢s ni uno menos, los que se levantan contra Julio C¨¦sar, quien al verse perdido tiene el delicado gesto, congruente con su proverbial vanidad, ¡°de bajarse con la mano izquierda los pa?os sobre las piernas, a fin de caer m¨¢s noblemente, manteniendo oculta la parte inferior del cuerpo¡±.
Son veintitr¨¦s heridas las que recibe. Son tres los esclavos que lo llevan a su casa en una litera, ¡°de la que pend¨ªa uno de sus brazos¡±. Entre todas sus heridas s¨®lo era mortal la segunda que hab¨ªa recibido en el pecho. Los n¨²meros hablan.
Es un historiador que, entre papeles antiguos, cumple el papel de un reportero con la libreta en la mano, presente en el lugar de los acontecimientos, que est¨¢ pensando en satisfacer la curiosidad de sus lectores, y entiende que la verdad nunca es ret¨®rica, sino que debe ser demostrada con toda precisi¨®n.
Una regla que se vuelve igualmente v¨¢lida para el escritor de ficciones, que debe fingir la verdad en la gala de los detalles, como lo hace Defoe en el Diario del a?o de la peste, donde incluye hasta tablas estad¨ªsticas que registran el n¨²mero de muertos a causa de la Gran Plaga, por cada distrito de Londres.
Pero la mejor ense?anza que nos deja Suetonio es una profunda indagaci¨®n de los mecanismos del poder, compuesto de vanidades y veleidades, de obsesiones y mentiras, de ambiciones y simplezas, de crimen y locura. Los subterr¨¢neos que recorre son de doble fondo; arriba est¨¢n las an¨¦cdotas que pueden parecer banales, banquetes excesivos, triunfos militares fingidos; debajo corren las aguas negras que fluyen desde la naturaleza misma del poder.
Los personajes obsesos y arbitrarios que describe Suetonio llegan a convencerse de que su poder, por ser de naturaleza divina, es para siempre, muy lejos de pensar que, acosados por la traici¨®n, ser¨¢n cosidos a pu?aladas, o acabar¨¢n envenenados.
Psic¨®patas, como Cal¨ªgula, que apenas pod¨ªan conciliar el sue?o y pasaban la noche deambulando por los pasillos, con la menta encendida urdiendo cr¨ªmenes, y que ten¨ªa por divisa la regla de que todo le estaba permitido, y con todas las personas, due?o de sus vidas, de sus cuerpos, y de sus muertes.
O locos de otro tipo, como Ner¨®n, y ambos han llegado hasta nuestros d¨ªas convertidos en caricaturas de historieta, el uno elevando al consulado a su caballo, el otro tocando la lira mientras ard¨ªa Roma. Esas historias, siempre tan populares, se las debemos a Suetonio.
Ner¨®n, quien ten¨ªa la vanidad infantil de creerse un genio del bel canto, tanto como para presentarse en los teatros, y gastar fortunas en sus lujosas puestas en escena, a costillas del erario p¨²blico. A nadie le estaba permitido abandonar el recinto cuando sub¨ªa al escenario, y as¨ª hubo mujeres que dieron a luz en las gradas, y muchos espectadores ¡°saltaron furtivamente por encima de las murallas¡o se fingieron muertos para que los sacaran¡±.
Vigilaba que los aterrorizados jueces no fueran a dejar de escogerlo ganador de los concursos de canto, y persegu¨ªa a sus competidores hasta arruinarlos. A sus s¨²bditos los clasificaba entre quienes alababan la excelencia de su arte, y quienes comet¨ªan traici¨®n al no elogiarlo. El rid¨ªculo es tambi¨¦n una forma del poder desmedido.
Suetonio se vuelve al final un personaje suyo. En el a?o 122, cay¨® en desgracia. El rumor sigue repitiendo en ecos, a trav¨¦s de los pasillos oscuros de la historia, que lleg¨® a tomarse demasiadas libertades con Vibia Sabina, la esposa del emperador Adriano, quien, furioso, lo alej¨® del entorno palaciego.
Qui¨¦n iba a decirlo. Suetonio, quien tantos adulterios nos dej¨® narrados.
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